Выбрать главу

8.30

– Es don Basilio al teléfono, señor -dijo la doncella filipina, con la mesura y el despacio que es típico de su habla.

Javier bajó el periódico y dijo:

– ¿Eh? Bueno. -Tomó un sorbo de café y descolgó el auricular-. Basilio -dijo.

– Javier. He pensado que, tal vez, podríamos estudiar un poco más tu idea de plantear una OPA.

Javier sonrió y, con una mano, dobló el periódico y lo tiró al suelo.

Elisa, que leía la correspondencia llegada esa mañana en el correo, levantó la mirada con sorpresa.

– Ay, Basilio, Basilio. ¿Qué quieres hablar más? Ayer me pareciste muy seguro de tu capital. Tan seguro que, como llegara a dejarte hacer, me quitabas el sitio. Y, de ti para mí, no tengo ninguna gana de permitírtelo.

– ¡Pero, hombre, Javier! No seas terco. Ésa no es la cuestión.

– ¿Cuál es la cuestión, entonces?

– Que una OPA tuya…, y no digo que tengas dinero para hacer una OPA en serio, Javier… no lo digo, ¿eh?…, pero una OPA tuya dispararía el precio de las acciones y armaríamos un buen lío. -Titubeó y luego preguntó con cautela-: ¿A cuánto la vas a hacer?

Javier soltó una carcajada.

– Mira el telediario de las tres, Basilio. Hasta el locutor estará sacándose las acciones del Crecom del bolsillo para salir corriendo a vendérmelas.

– ¡No puedes!

– Siempre te dije que no te sentaras a la mesa con los mayores porque ibas a acabar cobrando. Te voy a decir lo que te pasa, Basilio, ahora que no nos oye nadie. A ti te apoyan unos inversores extranjeros, ¿eh?, y con ellos me quieres quitar el control del banco. Pero te aterra pensar que, como yo les meta una OPA, se vengan todos a mi bando y a ti te dejen con tres palmos de narices. ¿Qué te parece?

Al otro lado de la línea hubo un largo silencio.

– Ya nos veremos -dijo Basilio por fin y colgó.

– Un día de éstos -dijo Elisa, con su voz pausada, alzando los ojos cuando su marido dejó de reír-, Basilio va a venir con la espada del abuelo y te va a abrir en canal. De verdad, es que lo tienes maltratado… No me sorprende que te tenga la manía que te tiene.

– Es un blando.

En la habitación de desayuno entró Martita, la hija menor de los Montero.

– Hola, papá, adiós, me voy al cole.

– Venga usted aquí, señorita. -Martita se refugió en brazos de su padre-. ¿Por qué es usted tan fea, eh?

– Yo no soy fea.

– Huy, que no -dijo Javier y le dio un beso en la punta de la nariz-. ¿Dónde está Borja?

– Se ha ido ya. Dice que él es independiente. ¿Qué quiere decir que es independiente?

– Que puede hacer las cosas que quiera, cuando quiera.

Martita rió.

– Pues entonces no es independiente.

– Eso me parece a mí -dijo Elisa, levantándose-. Anda, ven, que te espera Pepe con el coche, anda, y no se debe hacer esperar a los mayores.

– Pero si es el mecánico, mamá.

– Aunque lo sea.

8.34

– Me voy a poner muy malo, Pepeluis, me lo noto, que me viene el mono, Pepeluis, ¿qué hacemos…? O yo me agencio un pico o me muero.

– No te preocupes, Mario, que nos vamos a arreglar… Anda, procura levantarte, que nos vamos a buscar un poco de pasta, tío, chaval.

Los dos muchachos y la chica habían pasado la noche en el parque del Retiro, sin planes muy concretos, haciendo tiempo para que abrieran los bancos. Habían dormido a ratos, fumado a veces, bebido tres o cuatro litronas conseguidas la noche anterior. De vez en cuando, uno se levantaba a orinar, alejándose apenas unos pasos. Metidos en la maleza cercana a la plaza de la Independencia, habían oído los ruidos madrileños de la noche, el tráfico, alguna risotada, frenazos y, en dos ocasiones, accidentes de automóvil. Los tres habían reído al oír cómo estallaban los cristales o sonaba el golpe sordo de las carrocerías chocando. «¡Pum!», habían dicho a coro.

Pili seguía apoyada contra el árbol a cuya vera había pasado las horas de la noche.

– ¿Vas a venir o nos esperas aquí, Pili?

– ¿Eh? No, no, voy con vosotros, que me quiero reír.

Soltó una risotada desgarrada e incongruente.

Iban vestidos casi igual los tres. Pantalones vaqueros negros, camisetas de algodón negro que, ciertamente, habían conocido mejores tiempos y botines, también negros. Sólo Pepeluis tenía además una gabardina. En la gabardina escondía una escopeta de cañones recortados que había sido un arma de caza de su padre.

– Sé de un banco que está chupado de atracar -les dijo Pili-. Tienen poca seguridad… Vamos, no hay guardias dentro… y si gritas mucho se dejan robar todo lo que tengan. Y, además, no hay maderos por ahí…

– ¿Cuál dices?

– Uno que hay en Ortega y Gasset.

– Daos prisa -dijo Mario.

8.37

El camión blindado de Transmoney se detuvo frente a la entrada principal de la estación de Chamartín, en el carril de los taxis, es decir, en la calzada más cercana al vestíbulo.

El guardaespaldas que iba en el asiento delantero se bajó del camión, no sin darse cierta importancia, y se apostó al costado de la portezuela lateral. Ésta se abrió a continuación y se bajó su compañero, seguido de Horcajo.

– ¿Voy? -dijo el Gera.

Había detenido el coche en la calzada paralela.

– No -dijo Carlos-. No van a usar un blindado para traer a Jacinto a coger el tren, ¿eh? -Rieron-. Ha ido a buscar la droga.

Doscientos metros más atrás, el Chino dijo:

– ¿Tú zabe quién é éze? Horcajo, me cago en zu puta madre. E más manguis… Le tengo más gana que a una gachí.

– Ezo -dijo su cuñado.

Con gran tranquilidad, Jacinto entró en el vestíbulo de la estación, se dirigió hacia donde estaban los carritos de equipaje (abundantes a esta hora en la que aún no salían los grandes expresos), separó uno y siguió andando hacia la zona de armarios de la consigna automática. Se detuvo frente a dos de los armarios más grandes. Sacó dos llaves del bolsillo derecho de su chaqueta, las introdujo en las respectivas cerraduras y esperó a que cada uno de los contadores digitales le indicaran la cantidad a pagar. Puso las monedas requeridas y las puertas se abrieron con un chasquido. De cada armario, Horcajo sacó una voluminosa maleta (cuyo contenido pesaba cuarenta y cinco kilos con toda exactitud) y la colocó sobre el carrito.

Empujando sin prisa el carro, regresó al camión y, como si fuera la cosa más normal del mundo, aupó las dos maletas. Con la ayuda de los guardaespaldas las empujó al interior del vehículo de Transmoney. Nadie ajeno a la maniobra y su significado se fijó en lo que estaba ocurriendo. Nadie en absoluto se sorprendió del inusitado espectáculo. «Si hacéis las cosas despacio y con normalidad, ni siquiera nos van a mirar», había dicho Horcajo.

– ¿Tú has visto lo que pesan esas maletas, Carlos? -dijo el Gera.

– Madre del amor hermoso, Gera. Ahí hay nieve para abrir una estación de esquí.

– Oye, Carlos. Como vengan mal dadas, sabes que no podemos contar con Jacinto, ¿verdad?

– Ya. Más bien al contrario… Podemos contar con que se sume activamente a la oposición. Es un chaquetero. No le pienso ni preguntar. Tú no hagas nada. Ya me encargo yo.

Horcajo, empujando el carrito, regresó al interior de la estación y se dirigió de nuevo a la zona de la consigna automática. Abrió un tercer armario y extrajo una maleta más de idénticas proporciones que las anteriores.

– Vamos -dijo por fin.

– ¿Hacia dónde, jefe? -preguntó Manolo.

– Vete a la plaza de Castilla y luego bájate por la Castellana hasta Colón. Te pasas al lateral de Castellana después de los Nuevos Ministerios porque en Colón tienes que torcer a la izquierda y subirte por Jorge Juan.