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– Vale.

Cuando después de subir por Jorge Juan torcieron a la izquierda para tomar Velázquez, Horcajo dijo:

– Pégate a la derecha, Manolo, que nos tenemos que parar tres veces en este lado. Cuando yo me baje, seguís para no llamar la atención. Dais la vuelta a la manzana despacio y me recogéis en la esquina siguiente.

Y así se detuvieron en tres ocasiones en otras tantas entidades bancarias. Cada vez, sin embargo, Horcajo se apeó en el semáforo anterior a la manzana en la que estaba la sucursal correspondiente y se volvió a subir al blindado un poco más allá de su entrada para evitar de este modo llamar la atención de los guardias de seguridad que protegían la oficina con su presencia.

En cada uno de los tres bancos, después de firmar su acceso a la zona de las cajas de seguridad, Horcajo bajó a ella y abrió con su propia llave el cajón que tenía alquilado por un año, mientras el empleado bancario lo hacía con la llave maestra y después lo dejaba solo. Entonces Jacinto terminaba de abrir la caja, extraía de ella una bolsa de viaje (las tres veces de quince kilos de peso), cerraba con cuidado y salía del banco con la bolsa al hombro. Unos metros más allá, se montaba en el camión, que arrancaba sin demora.

En cada una de las paradas, aunque sabía que le hubiera sido muy difícil escapar de Carlos y del Gera, se reprochó con amargura no haber previsto una salida extra de emergencia. Por muchas precauciones que se le pongan a una operación, y ésta las tenía a raudales, siempre se pasa por alto alguna última que acaba resultando indispensable.

Tras subirse al camión por tercera vez, Jacinto dijo:

– Espera, Manolo, no arranques todavía. Me voy a bajar ahora y voy a ir andando hasta el siguiente banco, que es el Popular de Ortega y Gasset 23. Ya sabes…, sigues por aquí hasta Ortega y Gasset. Al llegar a la calle tuerces por ella a la izquierda y, antes de llegar a la siguiente bocacalle, lo tienes a la derecha. ¿Vale?

– Vale-dijo Manolo.

– Bueno. Yo tengo toda la operación que montar, ¿eh?, con los holandeses y tal. Son ahora las… diez menos trece. No lleguéis antes de las diez y cinco. Y, oye, ni un segundo más tarde, ¿eh?

Abrió la puerta y se bajó del camión.

– ¡Coño! -dijo Carlos-. Ésta es nueva. Aparca cerca del banco donde puedas salir rápido luego. Yo voy a seguir a Jacinto.

Comprobó de forma mecánica que llevaba la pistola en el cinturón, abrió la portezuela del Suzuki y se apeó.

– Báhate tú der coche que vamo a vé lo que va a pazá aquí -le dijo el Chino a su cuñado.

– Ezo.

9.59

El tráfico por la calle de Ortega y Gasset era ya intenso, aunque bastante fluido y todavía se podía circular con relativa facilidad. Aún no había automóviles aparcados en segunda fila. Sólo ahora empezarían a abrir las tiendas de moda y los joyeros de la calle. La situación, que aún era razonable, sería caótica al cabo de media hora.

Habiendo terminado de dar una vuelta a la manzana para no llamar la atención permaneciendo siempre quieto en un mismo sitio, Bernhardt se acercó a paso lento a la esquina que le había asignado Nick. Si había problemas, los dos policías saldrían mirando hacia el banco, es decir, dándole la espalda, con lo que podría abatirlos con facilidad.

Casi en la esquina siguiente, de tal modo que el banco quedaba entre ambos, Nick, que llevaba un cuarto de hora sentado en un banco de madera, dobló cuidadosamente el periódico español que había simulado leer, lo dejó sobre el asiento y se levantó. Muy despacio, dio unos pasos hacia el bordillo que redondeaba el ángulo de la acera. Al llegar a él, se dio la vuelta y divisó a Bernhardt cincuenta metros más arriba. Todo iba bien.

En ese mismo momento, Hank y Christiaan se disponían a cruzar la calle para acercarse al banco. Hank llevaba una voluminosa cartera en la mano derecha. Los dos hermanos se aproximaron a la oficina bancada y, casi en su puerta, se detuvieron charlando amigablemente.

El Gera aparcó en el paso de cebra de Velázquez y se bajó del coche. Por la acera de enfrente, vio llegar a Jacinto, al que seguía, unos metros más atrás, Carlos. Y, aún más atrás, a una decena de metros, venía un gitano con sombrero de fieltro marrón y traje a rayas. ¡Venía un gitano! Al Gera le dio un vuelco el corazón y supo, sin lugar a dudas, que aquel gitano era de la familia del Chino. Se puso a buscar al Chino con la mirada moviendo los ojos casi con violencia, agresivamente.

Dentro de su Mercedes diesel, el Chino se quitó el sombrero y se agachó un poco.

– Cagoen zu padre… el Hera ya ha visto al Chuchi. No le perdái de vista, que éze es mala gente.

Subiendo por la acera contraria, a corta distancia de los hermanos Kalverstat, Pepeluis, Mario y Pili apretaron el paso. Mario empezaba a temblar.

– Daros prisa, por Dios -dijo con un sollozo. Pili le rodeó el hombro con el brazo para darle calor.

– Tranquilo, Mario, tranquilo, que ya estamos… Anda.

Frente al banco, Jacinto se acercó a Hank Kalverstat y, en francés, le dijo:

– Buenos días. ¿Es usted de Amsterdam?

– Sí, y usted de Bogotá.

– No tenemos mucho tiempo. Si quiere, vamos ahora mismo a nuestras cajas de seguridad y sacamos nuestros respectivos bienes.

– ¿Cómo funcionará esta operación?

– Muy sencillo. Dentro de cinco minutos llegará un camión blindado de transporte de dinero. Es amarillo y lleva un gran letrero en el que pone Transmoney. Lleva ya la mayor parte de la mercancía que le tengo que entregar; sólo falta por recoger lo que está en este banco. En fin, nos subimos al camión, usted con sus dos guardaespaldas…

– Son mis hermanos.

– … Muy bien… Usted con sus hermanos y yo. Mi gente está dentro del camión. Una vez en marcha, hacemos las comprobaciones de rigor, mientras nos conducen a la nave donde está el veinte toneladas que ha de llevar la mercancía a Holanda. En la nave podrán ustedes asegurarse de lo que les parezca necesario, pesar la mercancía y ultimar los detalles. Después quedamos todos libres de hacer lo que queramos. ¿Satisfactorio?

– Eminentemente satisfactorio.

Jacinto no pudo resistirlo.

– Somos muy serios en Medellín -dijo.

– Ya lo veo -dijo Hank-. Tengo un pequeño problema sin importancia. No he abierto caja de seguridad. -Jacinto lo miró con brusca sorpresa-. No se alarme. Eran precauciones normales. Pero tengo mi mercancía conmigo. Si le parece bien, lo espero aquí fuera.

– No era eso lo acordado -dijo Jacinto secamente-. Pero, en fin, no tiene importancia. De todos modos, espéreme aquí y no se suba al camión cuando éste llegue… No le dejarían.

Dándose la vuelta, se acercó al banco, empujó la puerta, una puerta muy sencilla de madera y cristal corriente seguida de dos escalones y otra segunda, muy similar a la primera, y se dispuso a entrar. En ese momento, Pepeluis lo empujó violentamente, forzándolo a entrar a trompicones en el banco. Detrás de ellos lo hicieron Pili y Mario.

– ¡Qué…! -exclamó Jacinto, rehaciéndose y dándose la vuelta para ver lo que ocurría.

– Quieto, abuelo -dijo Pili.

En una mano llevaba una navaja. Con la otra corrió el pestillo de la puerta. Las pocas personas que había en la sucursal se apartaron hacia la derecha.

Pepeluis había sacado la escopeta y apuntaba hacia el interior del banco, moviendo el arma en semicírculo, mientras Mario, histérico ya, gritaba:

– ¡Venga! ¡Dinero, dinero…, todo el dinero! ¡Al que se mueva lo jodo vivo! Tú… -gritó al cajero-, venga, saca la pasta. ¡Venga, venga, venga!

Le dolían el cuello y el estómago. Con un ruido gutural, se llevó el brazo izquierdo a la cintura y se dobló en dos, pero se enderezó en seguida.