– Vete despacio, Manolo, que no hay prisa.
La caravana de regreso, en esta ocasión, llevaba un coche más que a la ida, el de Nick Kalverstat, y uno menos, el del Chino, que, siempre pragmático, a la vista de las informaciones suministradas por su cuñado, había decidido que soplaban aires muy malsanos en torno a Jacinto Horcajo y a la industria Gato y que era preferible abstenerse.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó por fin José Luis Álvarez.
– Si te lo cuento -dijo Jacinto-, te va a parecer de coña. No ha pasado nada, no te preocupes, pero le ha faltado el canto de un duro para que tres drogatas nos estropearan toda la operación… Bueno, ya has oído el carajal.
– Vaya follón. ¿Y todos esos tiros? Es que desde dentro del camión no se veía nada.
– Un merdé de cuatro muertos, por lo menos, tirados por las aceras, la gente arremolinada, éstos -por los holandeses- como si no fuera con ellos, ¡hale!, unos turistas del norte viendo la corrida como don Tancredo, qué incivilizados los españoles, y yo con los cañones de una escopeta en el culo ayudando a tres colgaos a que robaran un banco, bueno, bueno, bueno, bueno… Lo que yo te diga, José Luis, es más fácil ser honrado.
– Pero ¿cómo ha sido?
– Buf…, un follón, José Luis. Ya te lo contaré luego con detalle… De momento, no dejéis ninguno de vigilar al que tiene cara de loco, el que viene en el otro coche. Se ha cepillado a uno de los drogatas sin que nadie se diera cuenta. -Se volvió hacia Hank Kalverstat y, hablándole en francés, le dijo-: Ha sido preferible que nos marcháramos de aquel lugar dejando veinte kilos de droga…
– ¿Veinte kilos? -preguntó Hank.
– Los que me faltaban por recoger. Están en la caja fuerte…, pero era mejor marcharse a encontrarnos metidos en una investigación interminable, a preguntas sobre el camión y, eventualmente, a un registro que habría dado por resultado el hallazgo del resto de la droga.
– No, no -dijo Hank-. Bien pensado. Muy buenos reflejos. -Hablaba con gran tranquilidad, como si estuviera discutiendo de los méritos de un buen vino y no de muerte y destrucción-. Pero esto reduce necesariamente el precio que íbamos a pagar, ¿no?
– No, no. Los veinte kilos son los que íbamos a entregar a Galán en pago de sus servicios. Los ciento ochenta de ustedes están intactos y aquí.
– Ah, muy bien, excelente. Y ahora vamos a la nave industrial en la que está el camión que llevará la droga a Holanda.
– No era una pregunta.
– En efecto-dijo Jacinto.
– ¿Cómo lo van a hacer?
– ¿El transporte de la cocaína? Con unos dobles fondos especiales en un camión que lleva un cargamento de muebles del gobierno para uno de los consulados españoles en Holanda. Pero ya lo verá usted mismo.
– Bueno. Creo que deberíamos completar el negocio a la mayor velocidad posible. Nick, mi hermano, el que nos sigue en el Mercedes, lleva las pesas y el pequeño laboratorio. Así podremos volver hoy mismo hacia Amsterdam. Como precaución, ya hemos dejado el hotel y tenemos las maletas en el coche que lleva mi hermano.
Ni una vez aludió Hank a Bernhardt, al que habían dejado muerto sobre la acera de la calle de Ortega y Gasset.
– Oye -dijo Jacinto a los guardaespaldas-, cuando lleguemos, tenéis que bajar las maletas y los sacos rápidamente y los lleváis a la esquina de la nave, donde está la mesa. -Se dirigió nuevamente a José Luis-. Tenemos un pequeño problema, José Luis. En este último banco, tenía yo la bolsa con los veinte kilos vuestros. Tengo la llave. No pasa nada. Ya los recuperaremos…
– Ni hablar, Horcajo -empezó a decir José Luis.
– No te dispares, que estos tíos se van a dar cuenta -dijo Jacinto refiriéndose a los holandeses-. Y no te preocupes, que les vamos a sacar tu parte, ¿eh? -Y luego, en francés a Hank-: Hay que tener paciencia; acabo de comunicar al yerno de monsieur Galán que sus veinte kilos de droga se han quedado en el banco y no se ha puesto muy contento.
Hank sonrió con amabilidad.
– Su amigo tiene un problema -dijo.
– Oye -dijo el Gera en voz baja-, ¿te has fijado cómo se cepilló el cara de loco al drogata? Como si no fuera con él.
– Ya lo vi, ya. Si quieres un consejo, Gera, métele un tiro en cuanto entre…, si puedes. Y a Horcajo ya se lo pego yo.
– Eres un cachondo. Con toda franqueza, Carlos. Yo preferiría esperar a que nos echara una mano la brigada paracaidista.
– Me parece que, por el momento, la brigada va a tardar un ratitín en venir. Están de maniobras en Alemania y no las interrumpen por cualquier chorrada.
– Ya te comprendo. O sea, yo, como de costumbre, agazapado en algún sitio, mientras Horcajo se dedica a lo suyo y tú te entretienes en el fuego cruzado. Qué quieres que te diga, majo, me acuerdo de Biarritz y se me arruga el ombligo.
– Bueno, venga, que para luego es tarde.
Se bajaron del Suzuki y, andando sin prisa, se acercaron al portalón de la nave. Conduciendo a toda velocidad habían llegado a Coslada cuando el camión blindado aún estaba a la altura de la desviación al aeropuerto, unos kilómetros más atrás.
Desde el portalón entreabierto, don Julio los vio acercarse con mal disimulada ansiedad.
– Oiga, ¿qué desean? Hoy estamos cerrados. Vuelvan mañana -dijo.
– Verá usted -dijo Carlos-, es que estamos buscando a unos…, esto…, a unos contrabandistas de droga que deben de andar por aquí.
Don Julio se echó para atrás pretendiendo cerrar el portalón, pero el Gera dio dos zancadas y lo empujó hacia el interior de la nave sin demasiados miramientos.
– Tú quédate con éste -dijo Carlos-, aquí en la puerta, para asegurarte de que no hace ninguna tontería al abrir al blindado. Yo me voy a donde el Pegaso aquel. Supongo que aquella mesa será la que usarán para pesar y analizar la pureza de la nieve. ¿Verdad usted, don Julio?
– No sé de qué me hablan -intentó don Julio con voz apagada.
– Tú siempre con los trabajos menos peligrosos -dijo el Gera, mientras Carlos se alejaba. Luego se volvió hacia Galán y, agarrándolo por la manga, lo empujó un poco más-. Vamos a volver a cerrar la cancela esta,
¿eh, don Julio?, hasta que lleguen los malos. Oiga, a propósito, ¿y hoy aquí por qué no trabajan?
– Es que es mi cumpleaños -dijo Galán débilmente. Carraspeó para aclararse la garganta.
– Pues felicidades, caramba. Se ha preparado usted unos festejos de campeonato. -El Gera levantó la voz-. ¡Que debería usted estar en casita en vez de andar haciendo tonterías con las cosas de comer! ¿Dónde te vas a poner, Carlos?
– Aquí, protegido por este armario. ¿Me ves?
– No. Ahí estás bien. Cuando abramos, no te muevas… Y ojo con el cara de loco.
11.00
El camión blindado, seguido por el Mercedes de los Kalverstat, traspasó la verja de entrada desde la calle y, en ese momento, don Julio accionó el mecanismo de apertura del portalón. Escondido detrás de unos grandes cilindros de papel de estraza de envolver, el Gera le dijo:
– Ojo, Galán, que estás en mi línea de tiro, no hagas tonterías.
Don Julio tosió.
El camión se adentró en la nave acercándose a donde había estado aparcado hasta aquella misma mañana. Con un golpe final de acelerador, raaaán, Manolo apagó el motor. Se recostó contra el asiento y, pasándose la mano por la frente empapada de sudor, dijo:
– Coño. Y aquí no ha pasado nada, José Luis.
– Venga, no te quejes -dijo José Luis-, anda, que te acabas de ganar un millón en menos de tres horas de trabajo.
– Venga, tú -le dijo Horcajo al guardaespaldas que se sentaba en el asiento delantero-, ábrenos, que nos vamos a asfixiar.