Rió con suavidad.
A Anneke, ese horizonte, que incluía una inyección a los pocos minutos y una noche a salvo en los brazos de Kalverstat, la calmó de golpe. Respiró profundamente.
– A las nueve -prometió.
No se le ocurrió pensar que su desaparición sería la confesión implícita de su culpabilidad… y de la de Kalverstat, si ella regresaba y la policía conseguía establecer alguna conexión entre ambos.
Al inspector Jongman, viéndola colgar el teléfono, darse la vuelta con aire relajado y dirigirse hacia la salida del Hyatt con paso lánguido, no se le ocurrió preguntarse qué contenido podía haber tenido la conversación telefónica para haber conseguido calmarla de modo tan completo. Dejando que su mirada acariciara los largos muslos de Anneke, pensó, más bien, en que le gustaría desnudarla y cubrirla de caricias en la bañera que había visto en la pequeña casa de Kerkstraat. Se inclinó un poco para verla mejor. Tal vez la secaría después con una toalla rosa muy grande y le apilaría la melena sobre la cabeza y haría un lazo para que no se escapara más que algún mechón rebelde a rozarle las clavículas. Sacudió la cabeza y, saliendo del coche para seguir a Anneke, se frotó el estómago con viveza y exhaló dos o tres veces para que le amainara la ola de sensualidad que lo tenía agarrado por la garganta.
21.00
Anneke se bajó del taxi con cierta placidez lánguida. Se encontraba bien y tenía la sensación de que si se empeñaba sería capaz de echar a volar. Rió y luego, como le pareció escandaloso reír sola, se tapó la boca con una mano. Miró con ojos traviesos y sensuales al portero del Krasnapolski, que, abierta la puerta del automóvil, la contemplaba con una sonrisa expectante. Puso un pie en la acera con gran cuidado.
– Buenas noches -dijo saliendo por fin del taxi.
– Buenas noches, señorita -contestó el portero.
Con galantería, le había ofrecido una mano para ayudarla a incorporarse. Casi al mismo tiempo, el inspector Jongman, con la cabeza girada hacia atrás para no perderse la escena, se bajó del coche de la policía. Su conductor se había detenido veinte metros más allá de la entrada del hotel, en el costado derecho de la plaza, frente a los almacenes De Bijenkorff.
Anneke, sonriendo aún, subió los tres o cuatro peldaños de la entrada del Krasnapolski, esperó a que se abrieran las puertas automáticas, las franqueó y sin detenerse atravesó el vestíbulo, dejando los mostradores de la recepción a su derecha.
En la plaza, Jongman dio paso a dos coches con urgentes gestos de su mano derecha y se coló delante de un autobús de turistas, justo a tiempo de ver cómo en el interior del edificio Anneke se dirigía hacia el pequeño bar que queda a la izquierda del vestíbulo. No se detuvo allí, sin embargo, sino que siguió pasillo adelante hacia los servicios de la planta baja. Jongman alcanzó a verla desaparecer por el pasillo. Se detuvo sin decidirse a seguirla. Se rascó la oreja y dio un par de pasos titubeantes. «Bah», murmuró. Si la estrategia consistía en poner nerviosa a Anneke Frils y forzarla a hacer alguna tontería que la delatara, igual daba que se percatara ahora que más tarde de que la estaban siguiendo.
Se encaminó hacia el pasillo con decisión, pero cuando llegó a la puerta de los servicios de señoras se detuvo y resopló sin saber qué hacer.
Unos metros más allá, oculta por el recodo del pasadizo, Anneke dio con los nudillos en la puerta de salida al aparcamiento del hotel. Como le había dicho Christiaan, para acceder al aparcamiento desde el interior del Krasnapolski es necesario tener una llave de habitación del hotel o la tarjeta del aparcamiento mismo. Dentro del garaje, las puertas de acceso a la calle son pesadas persianas metálicas que sólo se levantan cuando se introduce la tarjeta en la máquina de control, tras haberse pagado el tiempo de aparcamiento. Mientras dura la operación de apertura, el cajero vigila por un circuito interior de televisión. El aparcamiento del Krasnapolski es sin duda el más seguro de todo Amsterdam, una ciudad en la que la afición por la propiedad ajena, en especial cuando la propiedad ajena está depositada en el interior de un automóvil, es incluso superior a la de los merodeadores madrileños.
Las condiciones de seguridad del Krasnapolski le jugaron la peor pasada posible a Anneke. Un garaje menos hermético hubiera permitido al inspector Jongman seguirla hasta su interior y tal vez salvarle la vida. Aunque, para ello, el policía habría tenido que ser de reflejos más rápidos que de los que hizo gala durante toda la operación. Durante unos minutos, Jongman estuvo detenido frente a la puerta de los servicios de señoras sin decidirse a hacer nada. Mirando por fin a derecha e izquierda, se decidió a seguir pasillo adelante. Cuando llegó al recodo y vio la puerta del aparcamiento, brillantemente pintada de amarillo y rojo e iluminada por un pequeño foco, se acercó a ella e intentó empujarla. La puerta no cedió.
Jongman se mordió los labios, la empujó una vez más sin éxito, se dio la vuelta y regresó con rapidez a los servicios.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó en voz alta.
Como nadie le contestaba, abrió la puerta por completo, miró a su alrededor, se dio un manotazo en el muslo y salió corriendo hacia la entrada principal del hotel. Su coche estaba detenido frente a la entrada y el conductor, sentado sobre la aleta izquierda, fumaba tranquilamente un cigarrillo.
– ¡Rápido, rápido, rápido! -gritó el inspector-¡Vamos! A la parte de atrás. Vamos.
Mientras tanto, Christiaan Kalverstat, que esperaba en el interior del aparcamiento, había abierto la puerta para que Anneke pasara. Tras cerrarla, dejó que Anneke se refugiara en sus brazos riendo con alivio. Christiaan, un hombre joven, alto y rubio, tenía los ojos muy azules y una sonrisa candida y alegre.
– ¡Oh Chris! Gracias a Dios -exclamó Anneke.
– Vamos, Nekele. No te entretengas -dijo Christiaan, arrastrándola cariñosamente hacia el Mercedes, que con el motor en marcha esperaba en el carril de salida. Se sentó al volante mientras Anneke ocupaba la otra plaza delantera.
Al mismo tiempo, Nick Kalverstat, que esperaba junto a la máquina de control, introdujo en ella la tarjeta. También sonreía. La persiana metálica empezó a subir y Christiaan apretó el acelerador con suavidad. Sólo se detuvo un instante para que Nick subiera al coche.
– Nekele, tápate la cara si puedes… La policía… -Anneke lo miró con sorpresa-. Sí, sí… Te venían siguiendo… No creo que les haya dado tiempo a dar la vuelta al hotel, pero es mejor que seamos precavidos.
Muy despacio, el Mercedes se asomó al Voorburgwal, la estrecha calle que bordea el canal. A esa hora de la noche estaba llena de gente que paseaba, de coches, camionetas y motos que, apretujados contra las paredes de las casas, avanzaban con lentitud, despidiendo destellos rojos, azules, verdes y amarillos, reflejo de los neones de bares, escaparates y casas de mala nota. Sonriendo y levantando la mano para agradecer a quienes lo dejaban pasar, Christiaan deslizó el Mercedes entre una camioneta Volkswagen y un Toyota. Cincuenta metros más allá torció a la derecha por Damstraat y volvió al Dam.
– No te muevas -dijo.
En aquel mismo instante, el inspector Jongman salía corriendo del hotel y se montaba en un Volvo cuyo conductor, sobresaltado, tiraba a la calzada el cigarrillo que estaba fumando, abría la portezuela y tras poner el motor en marcha, arrancaba en dirección contraria.
– Bueno -dijo Christiaan-, ya está.