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Nick rió su cacareo histérico y Anneke se sobresaltó. Nick no le gustaba nada. Le inspiraba repugnancia y algo de miedo, con su nariz afilada y las mejillas picadas de antiguo acné juvenil; tenía las manos grandes y huesudas, toscas, con las uñas comidas y los nudillos rojos por la mala circulación. Le parecía imposible que pudiera ser hermano de Christiaan.

– Cállate, Nick -dijo Christiaan con tono paciente-, anda, que pareces una gallina. -Miró a Anneke y se encogió de hombros levantando las cejas con resignación, como quien sufre una lata que no tiene más remedio que aguantar con resignación cristiana-. Qué quieres que te diga. Es un pesado, ya sabes, pero es buen chico.

El Mercedes enfiló el Rokin en dirección al hotel Europa y a Vijzelstraat. La noche era clara y estrellada. Por primera vez desde el comienzo de la primavera traía consigo aromas de verano que aquietaban el aire apacible de los viejos canales casi sombríos.

CAPITULO III

SÁBADO 23 DE MAYO

10.00

Entre Gouda y Oudewater, cruzan el campo holandés un sinfín de canales que discurren con ritmo lento por entre orillas de hierba y maleza. Hay docenas de caminos y carreteras comarcales que, al contrario de lo que ocurre con las vías más importantes, casi siempre construidas en la cresta de los diques, siguen la rasante del agua. Más que canales, son riachuelos artificiales que bordean diminutos pueblos de nombres sonoros, como Ijsselstein, que quiere decir piedra de hielo, o Zeven-huizen, que quiere decir siete casas, o interminables hileras de chalés, todos iguales o, detrás de setos y muros de ladrillo, castillos neogóticos, con almenas y tejadillos puntiagudos, hechos de madera y pintados de rojo. Hay tramos de pronto sombreados por enormes sauces y, en la revuelta de un canal, sobre una pradera abombada sembrada de jacintos y tulipanes, se yergue un belvedere romántico, desde cuyas cristaleras puede mirarse a lo lejos en una tarde de aguacero en primavera.

En alguno de los canales, el agua se remansa en un recodo o en el reflujo de un pequeño dique y se cubre de vegetación y musgo. Frente a cada casa, amarrado a un diminuto embarcadero, siempre hay un bote de remos. En ocasiones, delante del embarcadero hay una verja, que de vez en cuando es de elaborada forja; sirve de portón y, entonces, la barca es amarrada detrás de él. Puentecillos de diversa hechura cruzan el canal desde la carretera para permitir el acceso de coches a las casas.

Como cada sábado y cada domingo de primavera, con las mañanas claras y el rocío aún reciente, los hermanos Leuk, dos gemelos de once años, subidos en un pequeño bote de remos, recorrían lentamente el canal, intentando pescar cualquier cosa para el almuerzo. Jugaban su juego con concentración, lanzando el sedal con parsimonia y esperando que su paciencia fuera recompensada. Siempre pescaban algún bicho incomestible y sólo muy de tarde en tarde caía un barbo perezoso. La del barbo, sin embargo, era una operación complicada porque, para que picara, los gemelos tenían que recorrer remando la mayor parte del pequeño canal, siguiéndolo hasta su desembocadura en la laguna que hay al otro lado de las casas y adentrándose en ella en pos de la corriente más fresca. Las lagunas, tan extensas que a veces parecen lagos, nunca son demasiado hondas; pocas veces rebasan el metro de profundidad. Como casi todas las vías de agua en Holanda, son producto de la industria humana dedicada, en este caso, a la excavación de turba, el secular combustible de las poblaciones rurales pobres.

Para llegar hasta la laguna, los gemelos tenían que doblar un recodo en el que el agua, casi pantanosa, se había recubierto de una capa que se hubiera dicho espesa de musgo. Pura ilusión óptica, porque la vegetación era tan superficial que la mera inmersión de un dedo la apartaba y alborotaba, aunque, extraída la mano, se volviera a cerrar de inmediato sobre sí misma, recobrando su aspecto denso y consistente.

– Espera -dijo Jan Leuk-. Se me ha enganchado el sedal y… -añadió con esfuerzo, poniéndose de pie en la barca para tirar mejor-: no puedo…

Su hermano, Cristóbal, dejó de remar y miró hacia donde desaparecía el sedal.

– Pero ¿qué es, Janny?

– Y yo qué sé… Será… un cartón, porque parece como blando…

– Y el capitán Akab -entonó Cristóbal-, agarrado al cable que sostenía el arpón, tiraba con todas sus fuerzas, empeñado en una lucha a muerte con la bestia mar… -Había ido hablando cada vez más despacio hasta que se calló. Con los ojos muy abiertos, levantó la mano y señaló hacia el agua-. Janny -dijo por fin en voz baja.

El sedal había cedido y, por entre el musgo de la superficie del agua, de repente había aflorado, flotando como si fuera un corcho, una mano muy blanca. El pequeño anzuelo había atravesado el dedo meñique por su costado exterior.

Jan Leuk dio un gemido y de golpe tiró toda la bobina del sedal al agua, mientras Cristóbal, con un empujón incierto sobre los remos, acostaba la barca a la orilla.

Sin amarrarla, muertos de miedo, ambos chicos saltaron a la hierba y salieron corriendo en dirección a su casa.

Entraron en tromba en la cocina, en donde, de espaldas a la puerta, su madre preparaba la comida. Cristóbal sollozaba, incapaz de hablar, mientras Jan, muy pálido, no dejaba de gemir, señalando hacia el canal.

– Pero ¿qué os pasa, niños?

La madre esbozó una sonrisa.

– Estáis como si hubierais visto un fantasma. -Pero, comprendiendo que algo iba muy mal, dejó de sonreír-. ¿Qué ha pasado? -preguntó levantando la voz con angustia.

Como los dos niños sollozaban cada vez con más apuro y miedo, dejó sobre la repisa el cuchillo y la patata que estaba pelando, volvió a fruncir el ceño, miró alternativamente a uno y otro y, con voz ya tranquila, dijo:

– Vamos.

Tres minutos más tarde regresaba corriendo a la cocina. En la mano llevaba un pañuelo que apretaba firmemente contra la boca. Estaba muy pálida. Se acercó al teléfono de pared, lo descolgó, marcó tres números y esperó. Jadeaba.

– Oiga, ¿oiga? ¿Policía?

Se pasó el pañuelo por la frente y se secó el sudor como si utilizara un tampón.

– ¿Quiere usted hablar con la policía? -preguntó una voz tranquila.

– Sí, sí, por favor, póngame con la policía. Es urgente…, muy urgente…

– Un momento, por favor.

Se oyó cómo, al otro lado del hilo, marcaban otro número y, al momento, una señal de llamada.

– Policía. ¿En qué podemos ayudarle?

– Oiga, policía, por favor, necesito ayuda…

– Dígame.

– En el canal enfrente de casa hay un muerto… Qué horror… No sé… Vamos, es una mano…

– Por favor, tranquilícese y dígame cómo se llama y dónde vive.

– ¿El muerto? -preguntó titubeando-. Yo…, la verdad, no sé.

– No, señora. Quiero decir que cómo se llama usted, claro.

– Ah bueno, qué tonta soy, ¿no? Madelein Leuk… Quiero decir que me llamo Madelein Leuk…Vivimos en Dijkstraat 80, Haastrecht. Por Dios…

– Dígame lo que ha pasado, por favor.

– Mire, yo creo que hay una persona muerta en el canal, enfrente de casa. Sólo se ve una mano flotando, pero me parece que…, me parece que debe de estar muerta.

– ¿Sólo se ve una mano? ¿Está usted segura?

– Sí, sí, ¡cómo no voy a estar segura! La he visto con mis propios ojos.

– ¿Lo ha descubierto usted?

– No, no. Han sido los niños.

– Muy bien. Por favor, no toquen nada… Creo que será mejor que se queden ustedes en casa. En seguida mandamos un coche.

La agitación carga el aire de electricidad y la tensión de un drama incipiente se respira como si las gentes, con un repentino sexto sentido, fueran capaces de husmear el cambio en la rutina diaria. A lo largo del canal, en los últimos minutos, se habían ido abriendo puertas y los vecinos habían empezado a asomarse, preguntándose extrañados qué podría estar causando tanto silencioso alboroto y tanta alteración de la paz en una mañana de sábado. Inmóviles en el quicio de la puerta de entrada a sus casas o asomados al canal o acercándose a pasitos hacia la casa de los Leuk, los habitantes de Dijkstraat en el pequeño pueblo de Haastrecht, en el mismo centro de Holanda, empezaban a participar sin saberlo en una tragedia de mucho mayores proporciones que el desafortunado e infrecuente descubrimiento de un cadáver. Luego, con un repentino golpe de orientación colectiva, los más se arremolinaron en torno al recodo del canal por entre cuya vegetación asomaba muy blanca, muy inmóvil y terriblemente siniestra, la mano frágil del cadáver. Parecía un molde de yeso solitario, enganchado por el dedo meñique a un anzuelo y posado con delicadeza sobre una alfombra de terciopelo verde.