De golpe, como si se tratara de una representación teatral bien ensayada, del grupo de veinte o veinticinco personas apretujadas en torno al recodo del canal se elevó un coro de exclamaciones de horror o de repugnancia o de miedo y poco después la mayoría de las mujeres empezó a apartarse con espanto del lugar, arrastrando tras de sí a hijos y en algún caso a maridos. Una anciana voluminosa, vestida a la antigua usanza campesina, con traje largo, blusa de encaje y un elaborado pañuelo almidonado puesto sobre el moño, tenía las dos manos apretadas contra las mejillas y, sin parar, repetía:
– Oh Gott, oh Gott.
Muy poco después, apenas unos minutos más tarde, un coche de la policía se detuvo sin ruido frente a la casa de los Leuk, al otro lado del canal. Sus ocupantes, dos hombres de uniforme, se bajaron de él. Las ventanillas del automóvil estaban abiertas. De su interior procedía el ruido característico de la carga estática de la radio y, de vez en cuando, la voz monocorde de la operadora recitando instrucciones como una letanía.
Uno de los policías dio dos o tres pasos sobre el puentecillo. Desde el otro lado de la cancela, Madelein Leuk lo miraba fijamente. Aún llevaba el pequeño pañuelo blanco apretado contra la boca.
– ¿Señora Leuk? -dijo el policía-. ¿Puede dejarme pasar, por favor?
– Sí, sí, claro -contestó Madelein Leuk, quitándose el pañuelo de la cara y dirigiéndose a abrir con premura la cancela-. Pase, por favor… Es… allí -añadió señalando con dedo incierto hacia el recodo del pequeño canal.
Los policías se dirigieron rápidamente hacia el lugar. Viendo la mano que asomaba por encima del agua, se miraron y uno de ellos dio un silbido.
– Apártense de aquí, por favor -dijo después con voz firme a cuantos presenciaban la escena-. Por favor, retírense y vuelvan a sus casas. Será mejor… Y, por favor, hagan que sus hijos permanezcan en casa.
Su compañero, mientras tanto, había vuelto al automóvil y, micrófono en mano, hablaba con su central, describiendo la escena y pidiendo que le enviaran unidades de refuerzo, una ambulancia, buceadores, camilleros, todo cuanto se le iba ocurriendo para hacer frente a esta emergencia desacostumbrada.
– Vaya mañanita -dijo en voz baja.
– ¿Cómo dice, 174? Hable más alto, por favor.
– No, no es nada, control… Perdón.
Como única respuesta, el altavoz del coche crujió con estrépito.
Cuarenta minutos más tarde, los buceadores de la policía habían extraído del canal el cuerpo de Anneke Frils. Había sido necesario desenredarle de la cintura una gruesa cuerda que, a su vez, sujetaba la pesada piedra que retenía el cadáver en el fondo del canal. Anneke iba vestida como la noche anterior y sus facciones, aunque reconocibles, estaban ya grotescamente deformadas por efecto de la prolongada inmersión.
14.00
– Aquí están, comandante -dijo el joven policía de uniforme y entregó al comandante de la policía de Utrecht un grueso sobre de papel de estraza.
Sin decir palabra, el comandante cogió el sobre y se dirigió a su despacho. Una vez allí, lo abrió y extrajo de él un montón de fotografías. En todas aparecía, retratado desde distintos ángulos, el cadáver de Anneke.
– ¿Quién eres? -murmuró el comandante-. En algún sitio te están echando de menos, ¿eh? -Luego, levantando la voz, preguntó-: ¿Sabemos algo más de ella…? ¿Hermann?
– No, comandante -contestó el sargento de guardia asomándose a la puerta del despacho de su superior-. Absolutamente nada.
– ¿Desaparecidos?
– Ninguno que concuerde con su descripción… Debe de haber sido una guapa mujer y digo yo que no pasaría desapercibida… Claro que si es persona que vive sola, quiero decir, vivía sola o viajaba mucho o algo así, puede ocurrir que nadie la eche en falta hasta dentro de bastante tiempo.
– Hmmm…, o hasta el lunes en su oficina, por lo menos.
– Sí, señor.
– Y además, depende de por qué la mataron… Un marido engañado, un amante despechado. Para mí, que esto es un crimen pasional. -Dio un gruñido-. ¿Causa de la muerte? -preguntó, acercándose mucho una de las fotos a la cara.
– Nada, hasta que no tengamos los resultados de la autopsia. Caramba, supongo que, con esa piedra alrededor de la cintura, se ahogó, ¿no?
– Eso pienso yo también. Vamos, que no hay señales de violencia previa. Pero ¿por qué…? Quiero decir, ¿por qué te van a acabar tirando a un canal perdido en el centro de Holanda? ¿Por qué no al Rin o al puerto de Rotterdam? Casi parece como si el asesino hubiera querido que la encontraran en seguida, como si quisieran dar un escarmiento a alguien, ¿eh…? Como nadie la reconoce ahí…, en Haastrecht, vamos, supongo que la trajeron desde otro sitio alejado. Además -murmuró-, una ropa así. Medias de seda…, me parece que serán de seda…, sólo las lleva alguien de la capital, ¿eh? ¿Amsterdam, Rotterdam? -Suspiró-. No sé, Hermann…, parece una chica bien, ¿eh…? Difícil pensar en un ajuste de cuentas o cosa así. No -añadió con convicción-, no. Esto es crimen pasional.
– Habrá que ver si estaba embarazada…
– Sí. Pero… vaya manera de quitarse un problema de encima, ¿no?
El sargento asintió.
– ¿Nadie ha preguntado por una persona así en los hospitales o a la policía?
– No, señor.
– ¿Huellas dactilares?
El sargento hizo gestos negativos con la cabeza.
– No está fichada en ningún sitio.
– Vaya. Pues tendremos que esperar.
Cincuenta kilómetros más al norte, en las oficinas centrales de la policía en Amsterdam, el comandante Baumann resopló con cansancio. Miró al inspector Jongman y frunció el ceño.
– Se ha volatilizado, ¿eh? ¿Cómo diablos se la dejó usted escapar? Aj, ¡qué cosa más inconveniente! Ya sé que se lo he preguntado muchas veces, Jongman…, ya lo sé. -Jongman bajó la cabeza con resignación-. ¿Hemos circulado ya su fotografía?
– ¿La de Anneke Frils?
– No, Jongman -contestó el comandante Baumann con tono paciente-. La de mi abuelita.
Jongman enrojeció.
– Perdone, señor, es que estoy tan…, tan frustrado con esta historia, que no me fijo en lo que me dice. No, no, señor, no hemos circulado aún la foto de Anneke Frils porque no hemos conseguido una hasta hace una hora, que es cuando entré en su casa con la autorización del juez. La están acabando de reproducir y, en cuanto esté, la distribuiremos por todo el país…
– Para lo que nos va a servir… ¡Aj! ¿Se habrá dado cuenta esta chica de que, al desaparecer, presumiblemente con el secuestrador de Van de Wijn, se acusa a sí misma con tanta seguridad como si la hubiéramos pescado con las manos en la masa? Me da mala espina todo esto, Jongman.
– No sé qué decirle, comandante… La verdad es que me preocupa Frils. Por lo que se ve, este secuestrador no se anda con chiquitas. ¿Usted cree que Van de Wijn está vivo?
– ¿Van de Wijn? ¿Por qué lo pregunta, Jongman?
– No sé… Por el dedo que nos mandaron, supongo. Supongo que quiero decir que, si está vivo él, estará viva Frils.