Aquí Zambino sonrió y con su sonrisa despertó la simpatía de Brunetti.
– Es favor que usted me hace, comisario. No me deja más opción que la de cantar mis propias alabanzas. -Al ver que Brunetti sonreía a su vez, prosiguió-: Como le digo, no tengo ni idea; Quizá algún conocido me recomendó a él. O quizá eligió mi nombre al azar en la guía telefónica. -Antes de que Brunetti pudiera decirlo, Zambino agregó-: Aunque no creo que el dottor Mitri fuera la clase de hombre que tomaba las decisiones de ese modo.
– ¿Lo trató usted lo suficiente como para formarse una opinión acerca de la clase de hombre que era, avvocato?
Zambino meditó la pregunta. Finalmente, respondió:
– Me dio la impresión de ser un hombre de empresa muy sagaz que daba mucha importancia al éxito.
– ¿Le pareció sorprendente que abandonara tan fácilmente la idea de demandar a mi esposa? -Como Zambino no respondiera inmediatamente, Brunetti prosiguió-: Porque no había posibilidad de que el juez fallara contra él. Ella reconocía su responsabilidad. -Los dos hombres observaron que Brunetti no utilizaba la palabra «culpa»-. Así lo dijo al agente que la arrestó, por lo que él hubiera podido exigir cualquier cantidad: por calumnia, daño moral o lo que quisiera, y probablemente hubiera ganado el caso.
– Y, a pesar de todo, desistió -dijo Zambino.
– ¿Por qué cree usted que lo haría?
– Quizá no tenía deseo de revancha.
– ¿Es lo que usted pensó?
Zambino reflexionó.
– No; en realidad, creo que la revancha le hubiera encantado. Estaba indignado por lo ocurrido. -Antes de que Brunetti pudiera responder, continuó-: Y estaba indignado no sólo con su esposa sino con el director de la agencia de viajes, al que había dado instrucciones expresas de evitar a toda costa esa clase de turismo.
– ¿El turismo sexual?
– Sí. Me enseñó la copia de una carta y de un contrato que había enviado al signor Dorandi hacía tres años, comunicándole que debía abstenerse de esa clase de actividades, o le rescindiría el contrato y le retiraría la licencia. No sé en qué medida podía ser legalmente vinculante el contrato si Dorandi hubiera decidido presentar batalla, porque no lo redacté yo, pero creo que indica que Mitri se tomaba esto muy en serio.
– ¿Cree que era por razones de índole moral?
La respuesta de Zambino tardó en llegar, como si sopesara hasta dónde llegaban sus obligaciones legales para con un cliente que ya había muerto.
– No; creo que era porque -había comprendido que sería mala política. En una ciudad como Venecia, esa clase de publicidad puede ser devastadora para una agencia de viajes. No; no creo que obrara por razones de moralidad; era, simplemente, una decisión comercial.
– ¿Lo considera usted una cuestión de moralidad, awocato7.
– Sí -respondió el abogado escuetamente, sin necesidad de pensar.
Desviándose del tema, Brunetti preguntó:
– ¿Tiene idea de cuáles eran sus intenciones respecto a Dorandi?
– Sé que le escribió una carta en la que se refería al contrato y le pedía explicaciones acerca de la clase de viajes contra los que había protestado su esposa.
– ¿Y envió esa carta?
– Un ejemplar por fax y otro por correo certificado.
Brunetti se quedó pensativo. Si los ideales de Paola podían considerarse una razón válida para el asesinato, no lo era menos la pérdida del arriendo de un negocio muy lucrativo.
– Sigo intrigado por la razón de que lo contratara a usted, avvocato.
– Las personas hacen cosas extrañas, comisario -sonrió Zambino-. Especialmente, cuando se ven obligadas a tratar con la justicia.
– Los hombres de negocios raramente incurren en gastos fuertes sin necesidad, si me disculpa la vulgaridad. -Y, anticipándose a la protesta de Zambino, agregó-: Porque éste no parecía un caso en el que fuera a hacer falta un abogado. No tenía más que dar a conocer sus condiciones al vicequestore por teléfono o por carta. Nadie iba a rechazar esas condiciones. A pesar de todo, contrató a un abogado.
– Con un desembolso considerable, por cierto.
– Exactamente. ¿Usted lo entiende?
Zambino echó el cuerpo hacia atrás y juntó las manos en la nuca, exhibiendo una considerable extensión de abdomen.
– Yo diría que es lo que vulgarmente se llama matar moscas a cañonazos. -Sin dejar de mirar al techo, prosiguió-: Supongo que quiso asegurarse de que se cumplirían sus exigencias, que su esposa aceptaría sus condiciones y que el caso acabaría ahí.
– ¿Acabaría?
– Sí. -El abogado hizo oscilar el cuerpo hacia adelante, apoyó los brazos en la mesa y dijo-: Yo tenía la impresión de que deseaba que este episodio le afectara lo menos posible y no generase publicidad. Quizá más esto último que lo primero. Yo le pregunté hasta dónde estaría dispuesto a llegar si su esposa, que parecía actuar por principios, se negaba a pagar los daños; si presentaría una demanda judicial. Dijo que no. Fue terminante. Le dije que tenía el caso ganado, pero no quiso ni siquiera planteárselo.
– ¿Entonces, si mi esposa se hubiera negado a pagar, él no hubiera tomado medidas legales?
– Exactamente.
– ¿Y usted me dice esto sabiendo que ella aún podría cambiar de opinión y negarse a pagar?
Por primera vez desde el comienzo de la entrevista, Zambino pareció sorprendido.
– Desde luego.
– ¿Aun sabiendo que yo podría decirle lo que Mitri había pensado y con ello influir en su decisión?
Zambino volvió a sonreír.
– Comisario, imagino que antes de venir se habrá usted informado acerca de mi persona y de mi reputación en esta ciudad. -Antes de que Brunetti pudiera confirmar o negar tal suposición, el abogado continuó-: Yo he hecho otro tanto. Y mis referencias me indican que no existe el menor peligro de que usted revele a su esposa lo que yo le diga ni de que utilice esta información para influir en su decisión.
La turbación impidió a Brunetti reconocer la verdad de estas palabras. Se limitó a mover la cabeza afirmativamente antes de preguntar:
– ¿Preguntó usted a Mitri por qué era tan importante para él evitar la mala publicidad?
Zambino movió la cabeza negativamente.
– Me interesaba, sí, pero no me incumbía averiguarlo. No podía serme útil en mi función de abogado, y para eso me había contratado.
– ¿Ni especuló sobre ello? -preguntó Brunetti.
Otra vez aquella sonrisa.
– Naturalmente que especulé, comisario. Parecía incongruente con la personalidad de aquel hombre: rico, influyente, si usted quiere, poderoso. Esta clase de personas pueden conseguir que se silencie cualquier cosa, por fea que pueda ser. Y esta actividad no era responsabilidad suya.
Brunetti movió la cabeza negativamente y esperó a que el abogado prosiguiera.
– Así que eso significaba o bien que tenía una conciencia ética para la que la implicación de la agencia en esta actividad era inadmisible, posibilidad que yo ya había descartado, o que existía alguna razón, personal o profesional, por la que debía evitar una mala publicidad, y la curiosidad que pudiera despertar.
Ésta era la deducción que había hecho Brunetti, y se alegró de que se la confirmara alguien que había conocido a Mitri.
– ¿Y no se preguntó usted cuál podía ser esa razón?
Ahora Zambino se rió francamente. Había entrado en el juego y estaba disfrutando con él.
– Si viviéramos en otro siglo, diría que Mitri temía por su buen nombre. Pero como ahora ésta es una mercancía que cualquiera puede comprar en el mercado libre, diría que era porque ese examen podía sacar a la luz algo que él no deseaba que saliera.
Una vez más, su pensamiento era reflejo del de Brunetti.