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– Y -continuó Morosini- la dottoressa Filomena Santa Lucia y Luigi Bernardi, su esposo. -La pareja discordante puso las copas al lado de las otras y extendió las manos. Las mismas frases amables fueron de un lado al otro. Brunetti percibió en estas manos cierta resistencia a mantener contacto con desconocidos más tiempo del estrictamente necesario. También observó que, si bien tanto la dottoressa como su marido dirigían la palabra indistintamente a Paola o a él, la miraban a ella mucho más. La mujer tenía los ojos negros y un aire de creerse bastante más bonita de lo que era. El hombre hablaba con la R suave de Milán.

A su espalda sonó la voz de Clara:

– A tavola, a tavola, ragazzi. -Y Giovanni los llevó a la habitación contigua donde había una larga mesa ovalada paralela a una serie de altas ventanas por las que se veían las casas del otro lado del campo.

Clara salió entonces de la cocina, con la cabeza envuelta en una nube de vapor que ascendía de la sopera que llevaba como una ofrenda votiva. Brunetti aspiró un olor a brécol y anchoa y sintió toda el hambre que tenía.

Durante el plato de pasta, la conversación fue general, esa especie de tanteo del terreno que se practica cuando ocho personas que no están seguras de las inclinaciones respectivas tratan de marcar los temas de interés. Brunetti, como tantas veces durante los últimos años, echó de menos la alusión a la política. Ya no sabía si este silencio se debía a falta de interés de la gente o a que el tema era muy volátil como para mencionarlo ante desconocidos. Cualquiera que fuese la razón, ahora la política había ido a hacer compañía a la religión en una especie de gulag discursivo al que nadie se atrevía ni molestaba en acercarse.

El dottor Rotgeiger explicaba, en un italiano francamente bueno, según observó Brunetti, las dificultades que tenía en el Ufficio Stranieri para prorrogar por un año más el permiso de permanencia en Venecia. Mientras aguardaba, lo abordaban unos individuos que se autodefinían como «agentes» que recorrían la cola ofreciéndose a agilizar el papeleo.

Brunetti aceptó repetir de pasta, y no hizo ningún comentario.

Cuando llegó el pescado -un branzino enorme que debía de haber medido medio metro- llevaba la voz cantante del diálogo la dottoressa Santa Lucia, antropóloga cultural, que acababa de regresar de un viaje por Indonesia, donde había pasado un año estudiando las estructuras de poder en la familia. Aunque dirigía sus observaciones a la mesa en general, Brunetti observaba que sus ojos buscaban con frecuencia a Paola.

– Tenemos que comprenderlo -decía sin sonreír del todo pero con la expresión de autocomplacencia del que se siente capaz de percibir las sutilezas de una cultura ajena-, la estructura familiar se orienta a la preservación de la familia. Es decir, hay que preservar intacta la familia a toda costa, aunque ello suponga sacrificar a sus miembros menos importantes.

– ¿Y quién define cuáles son? -preguntó Paola sacándose una espinita de la boca y colocándola en el borde del plato con una precaución excesiva.

– Una pregunta muy interesante -dijo la dottoressa Santa Lucia en el tono que debía de haber utilizado para explicar esto mismo a sus alumnos cientos de veces-. Pero yo pienso que éste es uno de los pocos casos en los que los criterios de su compleja y sofisticada cultura coinciden con nuestros propios más simplistas conceptos. -Hizo una pausa, esperando que alguien pidiera una aclaración.

Bettina Rotgeiger la complació:

– ¿En qué coinciden?

– En decidir cuáles son los miembros menos importantes de la sociedad. -Dicho esto, la dottoressa hizo una pausa y, al ver que contaba con la atención de toda la mesa, bebió un sorbito de vino mientras ellos esperaban la revelación de la incógnita.

– A ver si lo adivino -sonrió Paola apoyando la barbilla en la palma de la mano y olvidando el pescado que tenía en el plato-. ¿Las niñas?

Tras una breve pausa, la dottoressa Santa Lucia dijo:

– Exactamente -sin aparentar desconcierto porque le hubieran pisado el efecto sorpresa-. ¿Y esto la asombra?

– Ni lo más mínimo -respondió Paola, que volvió a sonreír y concentró la atención en el branzino.

– Sí -prosiguió la antropóloga-, según sus normas sociales, las niñas son prescindibles, dado que nacen en mayor número del que las familias pueden alimentar y que los varones son preferibles. -Miró a los comensales para ver el efecto y agregó con una rapidez ostensiblemente debida al temor a haber ofendido su sensibilidad rígidamente occidental-: Esto, naturalmente, desde su punto de vista. Al fin y al cabo, ¿quién si no podrá ocuparse de los padres ancianos?

Brunetti tomó la botella de Chardonnay e, inclinándose sobre la mesa, llenó la copa de Paola y luego la propia. Se miraron y ella, con una leve sonrisa, asintió casi imperceptiblemente.

– Creo que es necesario que nosotros contemplemos el tema desde su punto de vista, que tratemos de plantearlo como lo plantean ellos, por lo menos, en la medida en que nuestros propios prejuicios culturales nos lo permitan -proclamó la dottoressa Santa Lucia embarcándose en una disertación sobre la necesidad de ampliar nuestras miras para abarcar otras culturas, concediéndoles el respeto al que se han hecho acreedoras por haber sido desarrolladas en el transcurso de los milenios a fin de responder a las necesidades específicas de sociedades diversas.

Al cabo de un rato, que Brunetti midió por lo que él había tardado en beber su copa de vino y comer la guarnición de patatas hervidas, la antropóloga dio por terminada su explicación, tomó la copa y sonrió, como esperando que la clase se acercara a la tarima para felicitarla por su clarificadora lección. Se hizo un largo silencio que Paola rompió para decir:

– Clara, deja que te ayude a llevar los platos a la cocina.

Brunetti no fue el único que dio un suspiro de alivio.

Después, mientras volvían a casa, Brunetti preguntó:

– ¿Por qué la has perdonado?

Paola, a su lado, se encogió de hombros.

– Vamos, di, ¿por qué?

– Es muy fácil -dijo Paola despectivamente-. Estaba clarísimo desde el primer momento que quería tirarme de la lengua, inducirme a que explicara por qué lo hice. ¿Por qué si no había de soltar esa estupidez de que las niñas son prescindibles?

Brunetti caminaba con el codo de ella inserto en el ángulo de su brazo. Movió la cabeza afirmativamente.

– Quizá ella lo cree así. -Y, unos pasos más allá-: Siempre me han reventado esas mujeres.

– ¿Qué mujeres?

– Las que no quieren a las mujeres. -Caminaron un trecho-. ¿Imaginas lo que debe de ser una de sus clases? -Antes de que Paola pudiera responder, prosiguió-: ¡Está tan segura de todo lo que dice, tan segura de haber descubierto la única verdad! -Hizo una breve pausa-. Y pobre del que tenga que examinarse con ella. Si no está de acuerdo con sus teorías, suspenso seguro.

– No creo que haya muchos aspirantes a licenciarse en Antropología Cultural -observó Paola.

Él se echó a reír, totalmente de acuerdo. Cuando entraban en su calle, aminoró la marcha, se detuvo y la volvió hacia sí.

– Gracias, Paola.

– ¿Por qué? -preguntó ella fingiendo inocencia.

– Por haber evitado el combate.

– Hubiera acabado preguntándome por qué me hice arrestar, y no quiero hablar de eso con una persona como ella.

– Vaca estúpida -murmuró Brunetti.

– Es una calificación machista.

– ¿Verdad que sí?

19

Aquella incursión en la vida social les quitó el deseo de reincidir, y reanudaron la política de rehusar toda clase de invitaciones. Si bien tanto a Paola como a Brunetti les irritaba la limitación de movimientos que suponía quedarse en casa noche tras noche y Raffi hacía comentarios irónicos acerca de su constante presencia en el hogar, Chiara estaba encantada de tenerlos allí, y organizaba partidas de cartas, les hacía ver interminables programas de televisión sobre animales y hasta inició un torneo de monopoly que amenazaba con prolongarse hasta el año siguiente.