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Paola se iba todos los días a la universidad y Brunetti, a la questura. Por primera vez en su vida profesional se alegraban del profuso papeleo que generaba el bizantino Estado que les daba empleo a ambos.

Dada la implicación de Paola en el caso, Brunetti decidió no asistir a los funerales de Mitri, contra lo que era su norma en estos casos. Dos días después, releyó los informes del laboratorio sobre el escenario del crimen, así como las cuatro páginas del informe de la autopsia, suscrito por Rizzardi. La lectura le ocupó buena parte de la mañana y cuando terminó se preguntaba por qué tanto en su vida profesional como en la personal se repetían con insistencia los mismos temas. Durante su exilio temporal de la questura había terminado la lectura de Gibbon, ahora había empezado con Herodoto y, para después, ya tenía preparada la Ilíada. Cuánta muerte, cuántas vidas truncadas por la violencia.

Con el informe de la autopsia en la mano, Brunetti bajó al despacho de la signorina Elettra, cuyo aspecto era el antídoto para todas sus cavilaciones de la mañana. Hoy llevaba una chaqueta del rojo más encendido que nunca viera él y una blusa de crespón de seda blanco con los dos últimos botones desabrochados. Sorprendentemente, la encontró inactiva, sentada a su escritorio, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, mirando por la ventana el trozo de la fachada de San Leonardo que se veía a lo lejos.

– ¿Se encuentra bien, signorina? -preguntó él al verla tan pensativa.

Ella se irguió y sonrió.

– Desde luego, comisario. Estaba pensando en un cuadro.

– ¿Un cuadro?

– Aja -dijo ella volviendo a apoyar la barbilla en la palma de la mano y a mirar a lo lejos.

Brunetti siguió la dirección de su mirada, como si el cuadro pudiera estar allí, pero no vio más que la ventana y, al otro lado, la iglesia.

– ¿Qué cuadro?

– Uno que está en el Correr, el de las cortesanas y los perritos.

Él conocía el cuadro, aunque nunca podía recordar quién lo había pintado. Las mujeres parecían tan ausentes y aburridas como ahora ella, mirando hacia un lado, insensibles a la idea de que estaban siendo inmortalizadas.

– ¿Qué le pasa al cuadro?

– Nunca he sabido si eran cortesanas o damas nobles, ociosas y hastiadas de todo que no saben sino sentarse a mirar el vacío.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Oh, no sé -dijo ella encogiéndose de hombros.

– ¿La aburre esto? -preguntó él abarcando el despacho y todo lo que significaba con un ademán, y deseando que la respuesta fuera no.

Ella volvió la cabeza y lo miró fijamente.

– ¿Bromea, comisario?

– De ninguna manera. ¿Por qué lo pregunta?

Ella estudió largamente su expresión antes de contestar.

– No me aburre en absoluto. Al contrario. -No sorprendió a Brunetti que lo alegrara oír esto. Al cabo de un momento, ella agregó-: Aunque nunca estoy del todo segura de cuál es mi posición.

Brunetti la miró desconcertado. Su título oficial era el de secretaria del vicequestore. También era ayudante a tiempo parcial de Brunetti y de otro comisario, pero ninguno de los dos le había dictado nunca una carta ni un memorándum.

– ¿Se refiere a su posición real frente a su posición oficial? -apuntó.

– Sí, desde luego.

Brunetti había dejado caer a lo largo del cuerpo la mano que sostenía el informe. Ahora la levantó hacia ella diciendo:

– Yo pienso que usted es nuestros ojos, nuestra nariz y el vivo espíritu de nuestra curiosidad, signorina.

La cabeza de ella se alzó apartándose de la mano y le obsequió con una de sus radiantes sonrisas.

– Qué bonito quedaría eso en una descripción de las atribuciones del cargo, comisario.

– Creo que vale más que dejemos la descripción de sus atribuciones tal como está -dijo Brunetti agitando la carpeta en dirección al despacho de Patta.

– Ah -dijo ella únicamente, pero su sonrisa se ensanchó un poco más.

– Y que no nos preocupemos de poner nombre a la ayuda que nos presta.

La signorina Elettra se inclinó para tomar la carpeta que Brunetti le tendía.

– Me interesa averiguar si este método de estrangular se había usado antes, por quién y contra quién.

– ¿El garrote?

– Sí.

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

– Tenía que haberlo pensado, si no hubiera estado tan ocupada compadeciéndome de mí misma -dijo. Y rápidamente-: ¿Toda Europa o sólo Italia y desde cuándo?

– Empiece por Italia y, si no encuentra nada, amplíe el campo, empezando por el Sur. -A Brunetti ésta le parecía una manera de matar más bien mediterránea-. Los últimos cinco años. O diez, si no hay nada.

Ella dio media vuelta y encendió el ordenador, y Brunetti advirtió con sorpresa hasta qué punto él consideraba ya esta máquina una extensión de la mente de la joven. Sonrió y salió del despacho dejándola entregada a la tarea y preguntándose si no sería otra prueba de machismo pensar esto y si considerarla de algún modo parte de un ordenador no sería degradarla. Mientras subía la escalera, iba riendo interiormente de lo que podía hacer a un hombre el vivir con una fanática, y se sorprendió de que, en realidad, no le disgustara.

Encontró a Vianello esperándolo en la puerta de su despacho.

– Pase, sargento, ¿qué hay?

El sargento siguió a Brunetti al despacho.

– Iacovantuono, comisario. -Como Brunetti no respondiera, agregó-: Los de Treviso han preguntado por ahí.

– ¿Preguntado por ahí sobre qué?

– Sobre sus amigos.

– ¿Y sobre su esposa? -preguntó Brunetti. La visita de Vianello no podía tener otra razón.

El sargento asintió.

– ¿Y?

– Parece ser que la mujer que hizo aquella llamada decía la verdad, comisario. Pero aún no han podido localizarla. El matrimonio se peleaba. -Brunetti escuchaba en silencio. Vianello prosiguió-: Una mujer que vive en la casa de al lado dice que él le pegaba y que una vez ella estuvo en el hospital.

– ¿Lo han comprobado?

– Sí. Se cayó en el baño o, por lo menos, eso fue lo que ella dijo. -Los dos habían oído decir eso a muchas mujeres.

– ¿Han comprobado la hora? -preguntó, sabiendo que no necesitaba puntualizar.

– El vecino la encontró en la escalera a las doce menos veinte. Iacovantuono llegó a su trabajo un poco después de las once. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello agregó-: No; nadie sabe cuánto rato llevaba allí la mujer.

– ¿Quién ha estado preguntando?

– Negri, el que habló con nosotros la primera vez que fuimos. Cuando le mencioné la llamada que habíamos recibido, me dijo que ya había preguntado a los vecinos. Para ellos también forma parte de la rutina. Yo le dije que pensábamos que la llamada era falsa.

– ¿Y?

Vianello se encogió de hombros.

– Nadie lo vio salir hacia el trabajo. Nadie sabe a qué hora llegó exactamente. Nadie sabe cuánto llevaba la mujer en el suelo.

Aunque eran tantas las cosas que habían sucedido desde la última vez que Brunetti había visto al pizzaiolo, aún recordaba claramente su cara, la tristeza de sus ojos.

– Nosotros nada podemos hacer -dijo finalmente a Vianello.