– Lo sé. Pero he pensado que querría usted estar al corriente.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento, y Vianello volvió al despacho de los agentes.
Media hora después, la signorina Elettra llamó a la puerta y entró con varias hojas de papel en la mano derecha.
– ¿Eso es lo que imagino? -preguntó él.
Ella asintió.
– Durante los seis últimos años ha habido tres asesinatos similares a éste. Dos fueron actos de la Mafia, o aparentaban serlo. -Ella se acercó a la mesa y puso delante de él dos hojas, una al lado de la otra, señalando los nombres-: Uno en Palermo y uno en Reggio Calabria.
Brunetti leyó los nombres y las fechas. Un hombre había aparecido muerto en una playa y el otro en su coche. Los dos, estrangulados con algo que parecía ser un fino cable forrado de plástico: no se habían encontrado hilos ni fibras en el cuello de las víctimas.
Ella puso entonces otra hoja al lado de las dos anteriores. Davide Narduzzi había sido asesinado en Padua hacía un año y se había acusado a un vendedor ambulante marroquí, que por cierto había desaparecido antes de que pudieran arrestarlo. Brunetti leyó los detalles: al parecer, Narduzzi había sido atacado por la espalda y estrangulado antes de que pudiera reaccionar. La misma descripción valía para los otros dos asesinatos. Y para el de Mitri.
– ¿Y el marroquí?
– Ni rastro de él.
– ¿De qué me suena este nombre? -preguntó Brunetti.
– ¿Narduzzi?
– Sí.
La signorina Elettra puso en la mesa la última hoja de papel.
– Drogas, robo a mano armada, agresión, asociación con la Mafia y sospecha de extorsión -leyó Brunetti de la lista de acusaciones formuladas contra Narduzzi durante su corta vida-. Imagine la clase de amigos que tendría éste. No es de extrañar que el marroquí desapareciera.
El comisario había leído rápidamente toda la página.
– Si existió alguna vez.
– ¿Cómo?
– Fíjese en esto -dijo él señalando uno de los nombres de la lista. Dos años antes, Narduzzi tuvo una pelea con Ruggiero Palmieri, supuesto miembro de uno de los clanes criminales más violentos del norte de Italia. Palmieri acabó en el hospital, pero no presentó cargos. -Brunetti conocía a esta clase de hombres lo suficiente como para saber que estas cuestiones se ventilaban en privado.
– ¿Palmieri? -preguntó la signorina Elettra-. No conozco el nombre.
– Mejor. Nunca ha trabajado aquí, si puede llamarse trabajar a lo que él hace. A Dios gracias.
– ¿Usted lo conoce?
– Lo vi una vez hace años. Un mal bicho.
– ¿Él haría una cosa así? -preguntó ella, golpeando con el dedo los otros dos papeles.
– Es lo que hace, eliminar a la gente -respondió Brunetti.
– Entonces, ¿por qué se metería con él ese otro, Narduzzi?
Brunetti movió la cabeza.
– Ni idea. -Leyó los tres breves informes y se levantó.
– Vamos a ver qué puede usted encontrar de Palmieri -dijo, y bajó con ella a su despacho.
No era mucho, desgraciadamente. Palmieri estaba escondido desde hacía un año, después de ser identificado como uno de los tres hombres que habían asaltado un furgón blindado. Dos guardias habían sido heridos, pero los ladrones no habían conseguido llevarse los más de ocho mil millones de liras que transportaba el furgón.
Leyendo entre líneas, Brunetti dedujo que no se habrían desplegado grandes recursos materiales ni humanos para buscar a Palmieri: no había muerto nadie ni se había robado nada en el incidente. Pero ahora se había cometido un asesinato.
Brunetti dio las gracias a la signorina Elettra y bajó al despacho de Vianello. El sargento estaba inclinado sobre un montón de papeles con la frente apoyada en las palmas de las manos. En el despacho no había nadie más, por lo que Brunetti se quedó un rato observándolo antes de acercarse a su mesa. Vianello, al oírle, levantó la cabeza.
– Me parece que ha llegado el momento de cobrar algunos favores -dijo Brunetti sin preámbulos.
– ¿A quién?
– A gente de Padua.
– ¿Gente buena o gente mala?
– De las dos clases. ¿A cuántos conocemos?
Si Vianello se sintió halagado por aquel plural que lo equiparaba a su jefe, no lo demostró. Pensó un momento y dijo:
– A un par. De unos y de otros. ¿Qué hay que pedirles?
– Información sobre Ruggiero Palmieri. -Vio que Vianello reconocía el nombre y empezaba a buscar mentalmente a quienes, buenos o malos, pudieran decirle algo sobre él.
– ¿Qué desea saber? -preguntó el sargento.
– Me gustaría saber dónde estaba cuando murieron estos hombres -dijo Brunetti poniendo en la mesa los papeles que le había dado la signorina Elettra-. Y dónde estaba la noche en que Mitri fue asesinado.
Vianelli levantó la barbilla en un gesto inquisitivo y Brunetti explicó:
– Al parecer, es un asesino a sueldo. Hace años tuvo problemas con un tal Narduzzi.
Vianello movió la cabeza de arriba abajo, indicando que conocía el nombre.
– ¿Recuerda lo que le ocurrió? -preguntó Brunetti.
– Que murió. Pero no recuerdo cómo.
– Estrangulado, quizá con un cable eléctrico.
– ¿Y esos dos? -preguntó Vianello, indicando la documentación con un movimiento de la cabeza.
– Lo mismo.
Vianello puso los papeles encima de los que ya tenía en la mesa y los leyó atentamente.
– De estos dos no sabía nada. A Narduzzi lo asesinaron hará un año, ¿no?
– Sí, en Padua. -Probablemente, la policía de aquella ciudad se alegró de la desaparición de Narduzzi. Desde luego, la investigación del caso no llegó hasta Venecia-. ¿Se le ocurre alguien que pueda saber algo?
– Ese hombre que trabajaba con usted, comisario, el de Padua.
– Della Corte -indicó Brunetti-. Ya había pensado en él. Probablemente, conocerá a varios elementos a los que preguntar. Pero se me ha ocurrido que quizá también usted conociera a alguien.
– A dos -dijo Vianello sin más explicaciones.
– Bien. Pregúnteles.
– ¿Qué puedo ofrecerles a cambio, comisario?
Brunetti tuvo que pensar un rato tanto en los favores que podía pedir a otros policías como en los que podía ofrecer él y al fin dijo:
– Diga que les deberé un favor y, si tuvieran algún percance en Padua, también Della Corte se lo debería.
– No es mucho -dijo Vianello con sincero escepticismo.
– Es lo más que van a conseguir.
20
La hora siguiente estuvo ocupada con llamadas telefónicas a y de Padua, mediante las que Brunetti se comunicó con policías y carabinieri, entregado a la delicada tarea de cobrar algunos de los favores que había acumulado en su haber durante sus años de servicio. La mayoría de las llamadas partieron de su despacho con destino a otros despachos. Della Corte accedió a hacer indagaciones en Padua y se dijo dispuesto a secundar a Brunetti en sus ofertas de favores a cambio de ayuda. Terminada esta tanda de llamadas, el comisario salió de la questura y se trasladó a una hilera de teléfonos públicos de Riva degli Schiavoni, desde donde gastó unas cuantas tarjetas telefónicas de quince mil liras llamando a los telefonini de varios pequeños y no tan pequeños delincuentes con los que había estado en contacto en el pasado.
Él sabía, lo mismo que todos los italianos, que muchas de aquellas llamadas podían ser interceptadas y grabadas -y quizá estuvieran siéndolo en aquel momento- por distintas agencias del Estado, por lo que nunca daba su nombre y hablaba siempre de forma vaga, diciendo tan sólo que cierta persona de Venecia estaba interesada en saber el paradero de Ruggiero Palmieri, aunque, desde luego, no deseaba establecer contacto ni que el signor Palmieri se enterase de que alguien se interesaba por él. Su sexta llamada, a un traficante a cuyo hijo Brunetti no había arrestado después de ser atacado por el muchacho al día siguiente de la última condena de su padre, hacía varios años, le dijo que vería lo que podía hacer.