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– ¿Y Luigino? -preguntó Brunetti, para demostrar que no guardaba rencor.

– Lo he enviado a Estados Unidos. A estudiar empresariales -dijo el padre antes de colgar. Probablemente, esto significaba que la próxima vez Brunetti tendría que arrestar al hijo. O que, quizá, armado de un título en administración de empresas otorgado por una prestigiosa universidad americana, escalaría un alto puesto en la organización, pasando a un plano en el que difícilmente estaría expuesto a ser arrestado por un modesto comisario de policía de Venecia.

Con la última tarjeta, Brunetti llamó a la viuda de Mitri, cuyo número llevaba escrito en un papel y, lo mismo que en su anterior llamada, hecha al día siguiente de la muerte de Mitri, escuchó una grabación que decía que la familia, afligida por la tragedia, no aceptaba mensajes. Se pasó el teléfono al otro oído y hurgó en el bolsillo hasta encontrar un papel en el que había anotado el número del hermano de Mitri, pero tampoco allí obtuvo más respuesta que una grabación. Entonces decidió pasarse por el apartamento de Mitri, para ver si encontraba a algún otro miembro de la familia.

Tomó el 82 hasta San Marcuola y no tardó en encontrar el edificio. Tocó el timbre y casi enseguida oyó una voz masculina que preguntaba quién llamaba. Brunetti respondió que la policía y dio su graduación, pero no el apellido y, al cabo de un momento, la voz le dijo que subiera. La sal seguía entregada a su labor corrosiva, y en la escalera había montoncitos de escamas de pintura y de yeso, como antes.

Arriba, en la puerta del apartamento, había un hombre con traje oscuro. Era alto y muy delgado, con cara enjuta y pelo oscuro y corto que empezaba a encanecer en las sienes. Al ver a Brunetti, dio un paso atrás para dejarle entrar y extendió la mano.

– Soy Sandro Bonaventura -dijo-, el cuñado de Paolo. -Al igual que su hermana, hablaba italiano, no veneciano, aunque era perceptible el acento de la región.

Brunetti le estrechó la mano y, sin dar su nombre todavía, entró en el apartamento. Bonaventura lo llevó hasta una habitación grande situada al extremo de un pasillo corto. El comisario observó que el suelo estaba cubierto de las que debían de ser las tablas de roble originales, no parquet, y que las cortinas de las dobles ventanas parecían de auténtica tela Fortuny.

Bonaventura señaló un sillón y, cuando Brunetti se hubo sentado, tomó asiento frente a él.

– Mi hermana no está -empezó-. Ella y su nieta han ido a pasar unos días con mi esposa.

– Deseaba hablar con ella -dijo Brunetti-. ¿Sabe cuándo volverá?

Bonaventura movió la cabeza negativamente.

– Ella y mi esposa están muy unidas, son casi como hermanas, y le pedimos que viniera a nuestra casa cuando… cuando ocurrió esto. -Se contemplaba las manos moviendo la cabeza lentamente a derecha e izquierda y luego alzó la cara y sostuvo la mirada de Brunetti-. No puedo creer que haya ocurrido esto, y menos a Paolo. No había razón, ninguna razón.

– No suele haberla, cuando una persona entra a robar y se asusta…

– ¿Cree que era un ladrón? ¿Y la nota? -preguntó Bonaventura.

Brunetti hizo una pausa antes de contestar.

– Quizá el ladrón lo eligió a causa de la publicidad suscitada por la agencia de viajes. Quizá traía la nota con intención de dejarla después de cometer el robo.

– Pero, ¿por qué tomarse la molestia?

Brunetti no tenía ni la menor idea, y la posibilidad le parecía ridícula.

– Para hacernos creer que no había sido un ladrón profesional -se inventó.

– Eso es imposible -dijo Bonaventura-. Paolo fue asesinado por un fanático que pensó que era responsable de algo que él ni sospechaba que estuviera ocurriendo. Han destrozado la vida de mi hermana. Es absurdo. No me vengan hablando de ladrones que traen notas en el bolsillo ni pierdan el tiempo buscándolos. Tendrían que estar persiguiendo al loco que ha hecho esto.

– ¿Su cuñado tenía enemigos? -preguntó Brunetti.

– Desde luego que no.

– Qué extraño.

– ¿Qué quiere decir? -exigió Bonaventura inclinando el cuerpo hacia adelante e invadiendo el espacio de Brunetti.

– Por favor, no se ofenda, signor Bonaventura. -Brunetti puso entre los dos una mano apaciguadora-. Quiero decir que el dottor Mitri era un empresario, y próspero. Más de una vez, habrá tenido que tomar decisiones que hayan molestado o, incluso, indignado a otras personas.

– La gente no mata por haber salido perjudicada en un negocio -insistió Bonaventura.

Brunetti, que había visto muchos casos que demostraban todo lo contrario, calló durante un rato. Y luego:

– ¿No recuerda a nadie con quien tuviera dificultades?

– No -respondió Bonaventura instantáneamente y, después de reflexionar, confirmó-: A nadie.

– Ya. ¿Está familiarizado con las empresas de su cuñado? ¿Trabajaba usted con él?

– No. Yo dirijo nuestra fábrica de Castelfranco Veneto, Interfar. Es mía, aunque está a nombre de mi hermana. -Al ver que Brunetti no parecía satisfecho, agregó-: Por motivos fiscales.

Brunetti asintió con un gesto que él estimó sacerdotal. Más de una vez, había pensado que en Italia a una persona se le perdonaba cualquier atrocidad si alegaba que lo había hecho por motivos fiscales. Ya podías liquidar a la familia, pegar un tiro al perro o incendiar la casa del vecino: si decías que lo habías hecho por motivos fiscales, no habría juez ni jurado que te condenara.

– ¿El dottor Mitri tenía intereses en la fábrica?

– Ninguno, en absoluto.

– ¿De qué es la fábrica, si me permite la pregunta?

A Bonaventura no pareció sorprenderle la pregunta.

– No faltaba más. Es un laboratorio de farmacia. Fabricamos aspirina, insulina y productos homeopáticos.

– ¿Y usted es farmacéutico, para supervisar los procesos?

Bonaventura titubeó antes de responder.

– No; en absoluto. Yo soy un simple empresario. Me dedico a sumar columnas de cifras, escucho a los científicos que preparan las fórmulas y trato de diseñar estrategias para la buena comercialización.

– ¿No se requieren conocimientos de farmacia? -preguntó Brunetti, recordando que Mitri era químico.

– No; mi gestión es puramente administrativa. Lo mismo da que el producto sea calzado, barcos o pegamento.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Su cuñado era químico, ¿verdad?

– Sí, en efecto. Había estudiado la carrera y ejerció varios años, al principio de su vida profesional.

– ¿Ya no ejercía?

– No; hace años que lo dejó.

– Entonces, ¿qué hacía en sus fábricas? -Brunetti se preguntaba si también Mitri habría priorizado las estrategias de dirección.

Bonaventura se puso en pie.

– Perdone mi brusquedad, comisario, pero tengo muchas cosas que hacer y ésas son preguntas que no puedo contestar. Creo que debería hacérselas a los directores de las fábricas de Paolo. Yo nada sé de sus empresas ni de cómo las administraba. Lo siento.

Brunetti se levantó. Le parecía lógico el argumento. El hecho de que Mitri hubiera estudiado química no influía en su capacidad para dirigir fábricas de otros productos. En el diverso mundo empresarial, ya no era necesario que, para dirigir una sociedad, tuvieras grandes conocimientos de lo que producía. Y, para demostrarlo, ahí estaba Patta, concluyó.

– Muchas gracias por su tiempo -dijo volviendo a extender la mano a Bonaventura, que se la estrechó y lo acompañó a la puerta, donde se despidieron, y Brunetti se dirigió a la questura por las estrechas calles de Cannaregio, el que, para él, era el barrio más bello de la ciudad. Lo que significaba, supuso, el más bello del mundo.