Cuando llegó, la mayoría del personal se había ido a almorzar, por lo que tuvo que contentarse con dejar una nota en la mesa de la signorina Elettra en la que le pedía que viera qué podía encontrar sobre Alessandro Bonaventura, el cuñado de Mitri. Cuando se irguió y se tomó la libertad de abrir el cajón de arriba para guardar el lápiz que había utilizado, pensó en cómo le gustaría dejarle un e-mail. No tenía ni idea de cómo se hacía, pero sería muy agradable, aunque no fuera más que para demostrarle que no era el cavernícola de la informática por el que ella le tenía. Al fin y al cabo, si Vianello había aprendido, no había razón por la que él no pudiera llegar a manejar un ordenador. Era licenciado en derecho, y para algo tenía que contar esto.
Miró el ordenador: estaba mudo, las «tostadoras» quietas y la pantalla oscura. ¿Sería muy difícil? Pero entonces se le ocurrió la idea salvadora: quizá, al igual que Mitri, él fuera más apto para mover los hilos entre bastidores que para hacer funcionar las máquinas. Con la conciencia reconfortada por este bálsamo, bajó al bar del puente a tomar un tramezzino y una copa de vino y esperar a que los otros volvieran de almorzar.
Eran ya cerca de las cuatro cuando volvieron, pero Brunetti, que hacía tiempo que había dejado de hacerse ilusiones acerca de la laboriosidad de las personas con las que trabajaba, esperó leyendo el periódico sentado tranquilamente en su despacho más de una hora. Hasta tuvo tiempo de consultar su horóscopo, preguntándose con curiosidad quién sería la rubia desconocida que entraría en su vida y felicitándose del anuncio de que «en breve recibiría buenas noticias». Ya sería hora.
Poco después de las cuatro, sonó el intercomunicador, y Brunetti descolgó, seguro de que sería Patta, aunque le sorprendía que la actividad empezara tan pronto y le intrigaba qué pudiera querer el vicequestore.
– ¿Podría bajar a mi despacho, comisario? -preguntó su superior, y Brunetti, cortésmente, le contestó que ahora mismo bajaba.
La chaqueta de la signorina Elettra estaba colgada del respaldo de la silla y en la pantalla del ordenador había una lista de nombres y números pulcramente dispuestos en columnas, pero ella no estaba. Brunetti llamó a la puerta de Patta y, al oír la voz de su jefe, entró en el despacho.
Y allí vio a la signorina Elettra, sentada delante de la mesa de Patta, con las rodillas recatadamente juntas, el bloc en el regazo y la mano que sostenía el lápiz levantada, mientras flotaba en el aire la última palabra de Patta, que no había anotado, puesto que era el Avanti con el que el vicequestore había invitado a entrar a Brunetti.
Patta apenas se dio por enterado de la llegada del comisario, al que dedicó un levísimo movimiento de cabeza antes de seguir dictando.
– «Y sírvase comunicarles que no deseo…» No, mejor «que no toleraré…». Resulta más enérgico, ¿no le parece, signorina?
– Desde luego, vicequestore -dijo ella mirando sus signos.
– «No toleraré» -prosiguió Patta- «el continuo uso de las embarcaciones y vehículos de la policía en viajes no autorizados. Si un miembro del personal…» -Aquí se interrumpió para decir en tono más natural-: ¿Hará el favor de comprobar cuáles son las categorías que tienen derecho a utilizar las lanchas y los coches y especificarlas, signorina?
– Desde luego, vicequestore.
– «…precisa transporte oficial, el interesado deberá…» ¿Qué ocurre, signorina? -Patta interrumpió el dictado al ver que ella lo miraba, confusa.
– Quizá fuera preferible decir «la persona interesada», señor -sugirió-. Para no dar impresión de prejuicio sexista, como si sólo los hombres pudieran tener autoridad para utilizar lanchas. -Aquí bajó la cabeza y volvió la página del bloc.
– Claro, claro, si usted lo cree así -convino Patta, y prosiguió-: «… la persona interesada deberá rellenar los formularios pertinentes y solicitar el visto bueno de la autoridad correspondiente.» -Toda su actitud cambió y su gesto se hizo menos imperioso, como si hubiera ordenado a su mandíbula que dejara de emular a la de Mussolini-. ¿Tendrá la bondad de comprobar quiénes tienen que autorizarlo y agregar los nombres?
– Sí, señor -dijo ella, escribiendo varios signos más. Levantó la mirada y sonrió-. ¿Eso es todo?
– Sí, sí -dijo Patta, y Brunetti vio que se inclinaba hacia adelante mientras ella se levantaba, como para ayudarla a ponerse en pie.
En la puerta, ella se volvió y sonrió a los dos hombres.
– Lo tendrá mañana a primera hora.
– ¿Antes no? -preguntó Patta.
– No, señor, lo siento. Tengo que calcular el presupuesto de gastos de la oficina para el mes que viene. -Había en su sonrisa tanto pesar como severidad.
– Está bien.
Sin otra palabra, ella salió del despacho cerrando la puerta.
– ¿Cómo está el caso Mitri, Brunetti? -preguntó Patta sin preámbulos.
– Hoy he hablado con el cuñado -empezó Brunetti, curioso por ver si Patta ya se había enterado. Su gesto vacuo indicaba que no era así, y el comisario prosiguió-: También he descubierto que durante los últimos años ha habido otros tres asesinatos en los que se utilizó lo que podría ser un cable forrado de plástico, quizá un cable eléctrico. Y, al parecer, todas las víctimas fueron atacadas por la espalda, lo mismo que Mitri.
– ¿Qué clase de asesinatos? -preguntó Patta-. ¿Como éste?
– No, señor. Al parecer se trataba de ejecuciones, probablemente, de la Mafia.
– Entonces no pueden tener nada que ver con esto -dijo Patta descartando de entrada la posibilidad-. Esto es obra de un loco, un fanático empujado al asesinato por… -Aquí Patta o bien perdió el hilo del argumento o bien recordó con quién estaba hablando, porque calló bruscamente.
– Me gustaría investigar la posibilidad de que exista una relación entre los asesinatos -dijo Brunetti, como si Patta no hubiera hablado.
– ¿Dónde se cometieron?
– Uno en Palermo, uno en Reggio Calabria y el último en Padua.
– Ah. -Patta suspiró audiblemente. Al cabo de un momento explicó-: Si existiera una relación, probablemente, el caso no sería nuestro, ¿no le parece? ¿No debería ser la policía de esas ciudades la que investigara también nuestro caso, como parte de una serie?
– Es posible. -Brunetti no se molestó en señalar que, según este razonamiento, también podía ser la policía de Venecia la que investigara los otros crímenes de la serie.
– Bien, pues informe a todos ellos de lo ocurrido y téngame al corriente de las respuestas.
Brunetti tuvo que reconocer el ingenio de la solución. La investigación del crimen era subcontratada, endosada a la policía de aquellas otras ciudades. Patta había hecho lo oficialmente correcto, lo burocráticamente ortodoxo: pasarlo a la mesa de al lado, con lo que había cumplido con su deber o, lo que era más importante, parecería haberlo cumplido, en el caso de que un día se cuestionara su decisión. Brunetti se puso en pie.
– Sí, señor. Inmediatamente me pondré en contacto con ellos.
Patta inclinó la cabeza en cortés gesto de despedida. Era insólito que Brunetti, un hombre tan terco y difícil, se aviniera a razones tan pronto.
21
Al salir del despacho de Patta, Brunetti encontró a la signorina Elettra poniéndose la chaqueta. Encima de la mesa tenía el bolso y una bolsa de compras y, a su lado, el abrigo.
– ¿Y el presupuesto? -preguntó Brunetti.