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– Es interesante -dijo Brunetti cerrando el libro pero conservándolo sobre las rodillas-. Que también tú, de entrada, hayas pensado en la pobreza.

– En la mayoría de esos países es la característica principal, además de los disturbios. -Hizo una pausa y añadió-: Y el Imodium barato.

– ¿Cómo?

– ¿Recuerdas cuando estábamos en Egipto y tuvimos que comprar Imodium?

Brunetti recordó el viaje que habían hecho a Egipto diez años atrás, durante el cual los dos habían sufrido fuerte diarrea y subsistido durante días a base de yogur, arroz e Imodium.

– Sí -contestó él, aunque no recordaba este detalle.

– Sin receta, sin preguntas y barato, barato, barato. De haber llevado una lista de todas las cosas que toman mis amistades neuróticas, hubiera podido hacer mis compras de Navidad para cinco años. -Al observar que él no seguía la broma, ella miró otra vez el atlas-. Pero, ¿por qué te interesan esos países?

– Mitri recibía dinero de ellos, fuertes sumas. O sus empresas. No sé quién era el beneficiario, porque todo iba a Suiza.

– ¿No es donde acaba siempre el dinero? -preguntó ella con un suspiro de cansancio.

Él ahuyentó el pensamiento de aquellos países y puso el atlas a su lado en el sofá.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó.

– Hoy cenan con mis padres.

– ¿Quieres que salgamos?

– ¿Estás dispuesto a sacarme otra vez, a dejar que te vean conmigo? -preguntó ella con ligereza.

Brunetti, que no estaba seguro de hasta dónde bromeaba, respondió escuetamente:

– Sí.

– ¿Adónde?

– Donde tú quieras.

Ella se recostó a su lado, estirando las piernas junto a las de él.

– Lejos no. ¿Una pizza en el Due Colonne?

– ¿A qué hora vuelven los niños? -preguntó él poniendo su mano sobre la de ella.

– No será antes de las diez -respondió ella mirando su reloj.

– Bien -dijo Brunetti llevándose a los labios la mano de su mujer.

22

Ni aquel día ni al siguiente averiguó Brunetti algo acerca de Palmieri. En Il Gazzettino apareció un artículo en el que se señalaba que no se había adelantado nada en el caso Mitri, pero no se mencionaba a Paola, de lo que Brunetti dedujo que su suegro, efectivamente, habría hablado con sus conocidos. La prensa nacional también callaba. Al poco, once personas morían abrasadas en la cámara de oxígeno de un hospital de Milán, y el asesinato de Mitri cayó de las páginas de la prensa, desplazado por las denuncias contra todo el sistema sanitario italiano.

La signorina Elettra cumplió su palabra y entregó a Brunetti tres páginas de información sobre Sandro Bonaventura. Él y su esposa tenían dos hijos, ambos, en la universidad, una casa en Padua y un apartamento en Castelfranco Veneto. La fábrica, Interfar, como había dicho Bonaventura, estaba a nombre de su hermana. El importe de la compra, realizada hacía año y medio, había sido pagado un día después de que se retirara una fuerte suma de la cuenta de Mitri en un banco veneciano.

Bonaventura había sido gerente de una de las fábricas de su cuñado hasta que se hizo cargo de la dirección de la que poseía su hermana. Y esto era todo. Un caso típico de éxito profesional, clase media.

Al tercer día, un hombre fue detenido al atracar la oficina de Correos de campo San Polo. Tras cinco horas de interrogatorio, confesó ser el atracador del banco de campo San Luca. Era el hombre cuya foto había identificado Iacovantuono y al que, después de la muerte de su esposa, no había querido reconocer. Brunetti bajó a ver al atracador a través del cristal de la sala de interrogatorios. Era un individuo bajo y grueso, de pelo castaño y escaso; el hombre al que Iacovantuono describió la segunda vez era pelirrojo y pesaba veinte kilos menos.

Brunetti volvió a su despacho, llamó a Negri, de Treviso, el que llevaba el caso de la signora Iacovantuono -el caso que no era tal caso- y le dijo que habían arrestado al atracador del banco, que en nada se parecía al hombre que Iacovantuono había identificado la segunda vez.

Después de dar esta información, Brunetti preguntó:

– ¿Qué hace él?

– Sale a trabajar, vuelve a casa y hace la comida para sus hijos. Día sí y día no va al cementerio a poner flores en la tumba -dijo Negri.

– ¿Alguna otra mujer?

– Todavía no.

– Si lo hizo él, es bueno -reconoció Brunetti.

– Cuando hablé con él me pareció absolutamente convincente. Hasta puse vigilancia en la casa para protegerlo, al día siguiente de que ella muriera.

– ¿Vieron algo los agentes?

– Nada.

– Si hay algo nuevo, avíseme -dijo Brunetti.

– No parece probable.

– No.

Generalmente, la intuición de Brunetti le advertía cuando alguien mentía o trataba de ocultar algo, pero con Iacovantuono no había tenido sospechas ni recelos. Ahora se preguntaba qué prefería, si haber estado en lo cierto o haberse equivocado y que el pequeño pizzaiolo resultara un asesino.

Sonó el teléfono antes de que retirara la mano, sacándolo de especulaciones que él sabía inútiles.

– Guido, aquí Della Corte.

El pensamiento de Brunetti voló a Padua, a Mitri y a Palmieri.

– ¿Qué hay? -preguntó muy interesado, sin entretenerse en buscar fórmulas de cortesía, mientras Iacovantuono se borraba de su mente.

– Creo que lo hemos encontrado.

– ¿A Palmieri?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Al norte de aquí. Al parecer, conduce un camión.

– ¿Un camión? -repitió Brunetti estúpidamente. Parecía una frivolidad para un hombre que quizá había matado a cuatro personas.

– Usa otro nombre. Michele de Luca.

– ¿Cómo lo habéis encontrado?

– Uno de nuestra brigada antidroga estuvo preguntando por ahí y un confidente se lo dijo. Como no estaba seguro, enviamos a un hombre, que hizo una identificación bastante positiva.

– ¿Existe la posibilidad de que Palmieri lo viera?

– No; es un buen elemento. -Los dos callaron hasta que Della Corte preguntó:

– ¿Quieres que lo detengamos?

– No creo que sea fácil.

– Sabemos donde vive. Podríamos ir de noche.

– ¿Dónde?

– En Castelfranco Veneto. Conduce un camión para un laboratorio farmacéutico llamado Interfar.

– Yo también voy. Hay que detenerlo. Esta misma noche.

Para poder acompañar a la policía de Padua a detener a Palmieri, Brunetti tuvo que mentir a Paola. Durante el almuerzo le dijo que la policía de Castelfranco le había pedido que fuera a hablar con un sospechoso que tenía en custodia. Cuando ella le preguntó por qué había de estar fuera toda la noche, Brunetti le explicó que no llevarían al hombre hasta muy tarde y que después de las diez no había tren de regreso. En realidad, en el Véneto no habría trenes en toda la tarde. Los controladores aéreos habían empezado una huelga salvaje a mediodía, por lo que se había cerrado el aeropuerto y los aviones eran desviados a Bolonia y a Trieste, y el sindicato de maquinistas había decidido solidarizarse con los controladores, paralizando todo el tráfico ferroviario del Véneto.

– Pues toma un coche.

– Ya lo tomo, hasta Padua. Es todo lo que autoriza Patta.

– Eso significa que él no quiere que vayas, ¿verdad? -preguntó ella, mirándolo por encima de los restos del almuerzo. Los chicos ya se habían ido cada uno a su cuarto, por lo que podían hablar claro-. O que no sabe que vas.

– En parte -reconoció él. Tomó una manzana del frutero y empezó a pelarla-. Son buenas estas manzanas -observó poniéndose en la boca el primer trozo.