– No te escabullas, Guido. ¿Cuál es la otra razón?
– Quizá tenga que hablar con él mucho rato, de modo que no sé cuándo terminaré.
– ¿Así que ellos detienen, a ese hombre y tienes que interrogarlo tú? -preguntó ella con escepticismo.
– Tengo que interrogarlo acerca de Mitri -dijo Brunetti. Mejor una evasiva que una mentira.
– ¿Es el asesino?
– Podría serlo. Está reclamado para ser interrogado en relación con otros tres asesinatos por lo menos.
– ¿Cómo, tres?
Brunetti había leído los informes, por lo que sabía que había un testigo que lo había visto con la segunda víctima la noche de su muerte. Luego estaba la pelea con Narduzzi. Y ahora conducía un camión de una empresa farmacéutica. De Castelfranco. La empresa de Bonaventura.
– Está implicado.
– Comprendo -dijo ella, percibiendo en su tono su resistencia a ser más explícito-. ¿Entonces volverás mañana por la mañana?
– Sí.
– ¿A qué hora te vas? -preguntó ella con súbita aquiescencia.
– A las ocho.
– ¿Vas esta tarde a la questura?
– Sí.
Iba a agregar que quería saber si el hombre había sido acusado formalmente, pero desistió. No le gustaba mentir, aunque lo prefería a dejar que ella se preocupara por su decisión de exponerse deliberadamente al peligro. Si se enterase, le diría que tanto la edad como la categoría deberían eximirlo de tal obligación.
Brunetti no sabía dónde dormiría aquella noche, ni si dormiría siquiera, pero fue al dormitorio y metió unas cuantas cosas en una bolsa. Abrió la puerta de la izquierda del gran armadio de nogal que el conde Orazio les había ofrecido como regalo de boda y sacó las llaves. Con una abrió un cajón y con otra una caja metálica rectangular de la que extrajo la pistola y la funda, que se guardó en el bolsillo antes de volver a cerrar cuidadosamente la caja y el cajón.
Entonces se acordó de la Ilíada, y del pasaje en que Aquileo se arma para el combate con Héctor, con grande y fuerte escudo, grebas, lanza, espada y fornido yelmo. Qué vil nimiedad parecía, en comparación, este pequeño artilugio que ahora le rozaba la cadera, la pistola que Paola solía llamar el pene portátil. Y, sin embargo, con qué celeridad la pólvora había puesto fin a la caballerosidad y a las ideas de gloria, legado de Aquileo. Se paró en la puerta, exhortándose a poner su atención en el presente: se iba a Castelfranco a trabajar y antes tenía que despedirse de su esposa.
Aunque hacía años que Brunetti no veía a Della Corte, lo reconoció al instante, al verlo desde la misma puerta de la questura de Padua: aquellos ojos oscuros y aquel bigote despeinado eran inconfundibles.
Cuando Brunetti lo llamó, el policía volvió la cabeza.
– Guido -dijo acercándose rápidamente-. Encantado de volver a verte.
Hablando de lo que habían hecho durante los últimos años fueron hasta el despacho de Della Corte. Allí continuaron la charla sobre antiguos casos mientras tomaban café y, cuando terminaron, se pusieron a hablar de los planes de la noche. Della Corte propuso esperar hasta después de las diez para salir de Padua, a fin de llegar a Castelfranco a las once, hora a la que habían quedado en reunirse con la policía local que, al ser informada de la presencia de Palmieri, había insistido en acompañarlos.
Cuando, minutos antes de las once, llegaron a la questura de Castelfranco, encontraron esperándolos al comisario Bonino y a dos agentes vestidos con pantalón vaquero y cazadora de cuero. Los de Castelfranco habían dibujado un mapa detallado de la zona inmediata al apartamento en el que vivía Palmieri, sin omitir la disposición del aparcamiento contiguo a la casa, ni la situación de todas las puertas del edificio. También tenían un plano del apartamento.
– ¿Cómo lo han conseguido? -preguntó Brunetti dejando que su voz tradujera su admiración.
Bonino señaló con un movimiento de la cabeza al más joven de los policías.
– El edificio fue construido hace sólo un par de años -explicó el agente-. Los planos tenían que estar en el ufficio catasto, de modo que esta tarde he ido a pedir copia del plano de la segunda planta. Él vive en la tercera, pero la distribución es idéntica. -Calló y se quedó mirando el plano, con lo que hizo que la atención de todos se concentrara en el papel.
La disposición era muy simple: una única escalera y un corredor en cada piso. El apartamento de Palmieri estaba al fondo del corredor. Podían situar a dos hombres debajo de sus ventanas y uno al pie de la escalera, con lo que aún dispondrían de dos hombres para entrar, más otros dos de reserva, apostados en el corredor. Brunetti iba a observar que parecían demasiado siete hombres, pero al recordar que Palmieri podía haber asesinado a cuatro personas, decidió callar.
Los dos coches pararon a unos cientos de metros del edificio y los hombres se apearon. Los jóvenes del pantalón vaquero subirían al apartamento con Brunetti y Della Corte, que haría el arresto. Bonino dijo que él cubriría la escalera y los dos hombres de Padua se apostaron bajo los tres gruesos pinos que estaban entre el edificio y la calle, uno vigilando la entrada principal y el otro, la de servicio.
Brunetti, Della Corte y los dos agentes subieron la escalera. Arriba se dispersaron. Los del pantalón vaquero se quedaron en la caja de la escalera. Uno de ellos, con el pie en el umbral, mantenía abierta la vidriera del corredor. Brunetti, en silencio, hizo girar el picaporte de la puerta del apartamento, pero estaba puesto el seguro. Della Corte llamó con los nudillos, no muy fuerte. Silencio. Volvió a llamar, ahora con más fuerza, y gritó:
– Ruggiero, soy yo. Me han enviado a avisarte. Tienes que largarte. La policía viene hacia aquí.
Dentro, algo cayó y se rompió, probablemente, una lámpara. Pero no se veía luz por debajo de la puerta. Della Corte volvió a golpearla:
– Ruggiero, per l'amor di Dio, sal, márchate ya.
Ahora se oyeron más ruidos; otro objeto cayó, pero éste era pesado, una silla o una mesa. Abajo sonaron gritos, probablemente, de los policías. Al oír las voces, tanto Brunetti como Della Corte se apartaron de la puerta, pegándose a la pared.
Y no les sobró ni un segundo. Una bala, dos más y luego otras dos perforaron la gruesa madera de la puerta. Brunetti sintió una quemazón en la cara y al bajar la mirada vio que tenía dos gotas de sangre en el abrigo. De pronto, los dos jóvenes agentes ya estaban uno a cada lado de la puerta, rodilla en tierra y pistola en mano. Uno, retorciéndose como una anguila, se tumbó en el suelo de espaldas, encogió las piernas y estirándolas violentamente con la fuerza de un ariete, golpeó la puerta con los pies, cerca del marco. La madera se estremeció y, a la segunda patada, cedió con estrépito. Antes de que la puerta chocara con la pared, el que estaba en el suelo ya había girado sobre sí mismo y entrado en el apartamento.
Brunetti apenas había tenido tiempo de empuñar la pistola cuando oyó dos disparos y luego un tercero. Después, nada. Pasaron varios segundos y una voz gritó:
– Ya pueden entrar.
Brunetti cruzó el umbral y tras él entró Della Corte. El policía estaba arrodillado detrás de un sofá volcado, con la pistola en la mano. En el suelo, con la cabeza iluminada por una franja de luz que entraba de la escalera, yacía un hombre en el que Brunetti reconoció a Ruggiero Palmieri. Tenía un brazo extendido con los dedos apuntando a la puerta y a la libertad que había más allá y el otro, aplastado bajo el cuerpo. Donde hubiera debido estar la oreja izquierda había sólo un agujero rojo, por el que había salido la segunda bala disparada por el policía.
23
Brunetti era policía viejo y ya había visto fracasar muchas operaciones como para perder el tiempo tratando de averiguar qué era lo que se había torcido o de trazar un plan alternativo que hubiera podido funcionar. Pero los otros eran más jóvenes y aún no habían descubierto que es muy poco lo que se aprende de los fracasos, de manera que ellos hablaban y él escuchaba y asentía, pero sin prestar atención, mientras esperaban la llegada del equipo del laboratorio.