Выбрать главу

Cuando el agente que había matado a Palmieri, tendido en el suelo, comprobaba el ángulo con el que había irrumpido en el apartamento, Brunetti entró en el cuarto de baño y humedeció el pañuelo con agua fría para limpiarse la herida, del tamaño de un botón de camisa, que le había hecho en la mejilla una astilla de la puerta. Sosteniéndose el pañuelo en la cara, abrió el botiquín, en busca de una gasa para contener la sangre, y descubrió que estaba lleno, y no precisamente de material para pequeñas curas.

Se dice que las visitas siempre curiosean en el botiquín del cuarto de baño; Brunetti nunca había hecho tal cosa. Ahora lo sorprendió lo que veía: tres hileras de medicamentos de todas clases, una cincuentena de cajas y frascos de los más diversos tamaños y presentaciones, y todos, con la etiqueta distintiva del Ministerio de Sanidad y el número de nueve dígitos correspondiente. Pero no había esparadrapo. Cerró el armario y volvió a la habitación en la que estaba Palmieri.

Mientras Brunetti estaba en el cuarto de baño, habían entrado los otros policías y ahora los jóvenes se hallaban reunidos en la puerta, reconstruyendo el tiroteo, con la misma fruición -o eso le pareció a un disgustado Brunetti- con que contemplarían la repetición de una escena de acción en un vídeo. Los de más edad, diseminados por la habitación, guardaban silencio. Brunetti se acercó a Della Corte.

– ¿Podemos empezar a registrar la casa?

– No hasta que llegue el equipo, diría yo.

Brunetti asintió. En realidad, no importaba esperar. Tenían toda la noche. Sólo quería que llegaran cuanto antes para que se llevaran el cadáver. Evitaba mirarlo, pero a medida que pasaba el tiempo y los jóvenes dejaban de comentar el episodio, más difícil le resultaba. Brunetti acababa de acercarse a la ventana cuando oyó pasos en el corredor y al volverse vio entrar en el apartamento a los personajes familiares: técnicos, fotógrafos, los funcionarios de la muerte violenta.

Se volvió otra vez hacia la ventana y miró los coches aparcados y los pocos que a aquella hora aún circulaban. Le hubiera gustado llamar a Paola, pero ella lo creía descansando en la cama de algún pequeño hotel, y desistió. No se movió al percibir los repetidos fogonazos del flash, ni al oír la llegada del que debía de ser el medico legale. Ninguna novedad.

Brunetti no se apartó de la ventana hasta oír los gruñidos de los dos camilleros de chaqueta blanca y el golpe de una de las empuñaduras de la camilla en el marco de la puerta. Entonces se acercó a Bonino que estaba hablando con Della Corte y preguntó:

– ¿Podemos empezar?

El otro asintió.

– Por supuesto. Lo único que el muerto llevaba encima era un billetero. Con más de doce millones de liras, en los nuevos billetes de quinientas mil. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, agregó-: Lo he enviado al laboratorio, para que saquen las huellas.

– Bien -dijo Brunetti y, mirando a Della Corte-: ¿Empezamos por el dormitorio?

Della Corte asintió y juntos entraron en la otra habitación, dejando que la policía local se encargara del resto del apartamento.

Nunca habían registrado juntos una habitación, pero como por tácito acuerdo, Della Corte fue al armario y empezó a palpar los bolsillos de los pantalones y las chaquetas.

Brunetti se dedicó a la cómoda, sin molestarse en usar guantes de plástico, al ver que todas las superficies ya habían sido espolvoreadas por los técnicos en huellas. Al abrir el primer cajón, lo sorprendió ver las cosas de Palmieri tan bien dobladas, y se preguntó por qué habría supuesto que un asesino tenía que ser desordenado. La ropa interior estaba dispuesta en dos pulcros montoncitos y los calcetines, recogidos y, le pareció, clasificados según el color.

El siguiente cajón contenía jerseys y sudaderas. El de abajo de todo estaba vacío. Lo cerró con la punta del pie y miró a Della Corte. Había poca ropa en el armario: un anorak de pluma, chaquetas y unos pantalones en una bolsa transparente de tintorería.

Encima del tocador había una caja de madera tallada que el técnico había dejado cerrada. Cuando Brunetti la abrió se levantó una nubecilla de polvo gris. En su interior encontró un montón de papeles que sacó y puso encima del mueble.

Fue leyéndolos despacio y dejándolos a un lado, uno a uno. Había facturas de electricidad y de gas, a nombre de Michele de Luca, pero ninguna de teléfono, y el móvil que estaba al lado de la caja explicaba esta falta.

En el fondo encontró un sobre dirigido a R. P. con la parte superior, por donde se había rasgado cuidadosamente, un poco grisácea, de tan sobada. Dentro, fechado cinco años atrás, había un papel azul celeste, con unas líneas escritas con esmerada caligrafía. «Mañana, a las ocho, en el restaurante. Hasta entonces, los latidos de mi corazón me dirán lo despacio que pasan los minutos.» Estaba firmado con la inicial M. ¿Maria?, se preguntó Brunetti. ¿Mariella? ¿Monica?

Dobló la carta, volvió a guardarla en el sobre y la puso encima de las facturas. En la caja no había nada más.

Miró a Della Corte.

– ¿Has encontrado algo?

El otro se volvió y levantó la mano con un juego de llaves.

– Sólo esto -dijo-. Dos son de coche.

– ¿O de camión? -sugirió Brunetti.

Della Corte asintió.

– Vamos a ver qué hay aparcado ahí fuera -propuso.

La sala estaba vacía, pero Brunetti vio a dos hombres en el ángulo que ocupaba la cocina, donde tanto el frigorífico como los armarios estaban abiertos. Del cuarto de baño salía luz y ruido, pero Brunetti dudaba que allí encontraran algo.

Él y Della Corte bajaron al aparcamiento. Al mirar atrás, observaron que en el edificio había muchas luces encendidas. Se abrió una ventana del apartamento de encima del de Palmieri y una voz gritó:

– ¿Qué ocurre?

– Policía -respondió Della Corte-. No pasa nada.

Brunetti se preguntó si el hombre de la ventana preguntaría algo más, si pediría una explicación por los disparos, pero una vez más se evidenció el temor de los italianos a la autoridad, y el vecino se retiró y cerró la ventana.

Había siete vehículos aparcados detrás del edificio: cinco turismos y dos camiones. Della Corte empezó por el primero de éstos, un camión cerrado, color gris, con el nombre de una fábrica de juguetes pintado en el lateral. Debajo de las letras, un osito de felpa cabalgaba en un caballo de madera. Ninguna de las llaves encajaba. Dos sitios más allá, había un Iveco color gris sin nombre. La llave tampoco abría. Y ninguna de las dos llaves era de los turismos.

Cuando ya iban a volver al apartamento, descubrieron al fondo del aparcamiento una hilera de puertas de garaje. Probaron inútilmente todas las llaves en las cerraduras de las tres primeras puertas, pero al fin una de ellas abrió la cuarta.

Dentro había un camión cerrado, blanco.

– Creo que deberíamos llamar otra vez a los del laboratorio.

Brunetti miró el reloj y vio que eran más de las dos. Della Corte comprendió. Probó la primera llave en la cerradura de la puerta del conductor. La llave giró con suavidad y él abrió la puerta. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo del pecho de la chaqueta, accionó el interruptor de la luz. Brunetti tomó las llaves y fue a la otra puerta. La abrió, eligió una llave más pequeña y abrió la guantera. La bolsa de plástico transparente que había dentro no contenía más que la documentación del vehículo y del seguro. Brunetti, con la punta de su bolígrafo, empujó el sobre hacia la luz, dándole la vuelta para poder leer los papeles. El camión estaba registrado a nombre de «Interfar».