Con la punta del bolígrafo, metió el sobre y empujó la tapa de la guantera. Luego cerró con llave la cabina y se dirigió a las puertas traseras. La primera llave las abrió. El compartimiento de carga estaba lleno casi hasta el techo de grandes cajas de cartón que llevaban un logo en el que Brunetti reconoció el de Interfar: las letras I y F en negro a cada lado de un caduceo rojo. Había etiquetas pegadas a la parte central de las cajas y, encima, en rojo, la inscripción: «Por avión.»
Todas las cajas estaban selladas con cinta adhesiva, que Brunetti prefirió no cortar: que lo hicieran los del laboratorio. Apoyando un pie en el parachoques, introdujo el cuerpo en el camión hasta poder leer la etiqueta de la primera caja.
«TransLanka», rezaba, y una dirección de Colombo.
Brunetti se bajó al suelo y cerró las puertas con llave. Él y Della Corte volvieron al apartamento.
Los policías aguardaban, terminado el registro. Cuando entraron ellos, uno de los agentes locales movió la cabeza negativamente y Bonino dijo:
– Nada. Ni en el cuerpo, ni en la casa. Nunca había visto tanta limpieza.
– ¿Alguna idea de cuánto tiempo llevaba aquí? -preguntó Brunetti.
El más alto de los dos agentes, el que no había disparado, contestó:
– He hablado con los vecinos de al lado. Dicen que les parece que llegó hará unos cuatro meses. No molestaba ni hacía ruido.
– Hasta esta noche -apostilló su compañero, pero sus palabras cayeron en el vacío.
– Bueno, ya podemos irnos a casa -dijo Bonino.
Salieron del apartamento y empezaron a bajar la escalera. Al llegar abajo, Della Corte se paró y preguntó a Brunetti:
– ¿Qué quieres hacer? ¿Te llevamos a Venecia?
Era un ofrecimiento muy generoso; pero dejarlo en piazzale Roma y retroceder hasta Padua los retrasaría una hora.
– Muchas gracias, pero no es necesario -dijo Brunetti-. Quiero hablar con los de la fábrica, no vale la pena que vaya con vosotros, teniendo que volver mañana.
– ¿Qué harás entonces?
– Seguro que en la questura tendrán una cama -dijo él, y se acercó a Bonino para preguntárselo.
Acostado en aquella cama, pensando que no podría dormir de tan cansado como estaba, Brunetti trataba de recordar cuándo había sido la última vez que había dormido sin tener a Paola a su lado. Pero sólo le vino a la memoria la madrugada en que se había despertado sin ella, cuando todo esto había empezado con un estallido. Y se durmió.
A la mañana siguiente, Bonino le proporcionó un coche y un conductor y, a las nueve y media, ya estaba en la Interfar, un edificio bajo y extenso, situado en el centro de un polígono industrial junto a una de las muchas autovías que partían de Castelfranco. Los edificios, que no hacían ninguna concesión a la estética, se levantaban a cien metros de la carretera, y estaban rodeados por todas partes de los coches de la gente que trabajaba dentro, como pedazos de carne sitiados por las hormigas.
Brunetti dijo al conductor que buscara un bar y lo invitó a un café. Había dormido profundamente pero no lo bastante, y estaba aturdido e irritable. Le dio la impresión de que esta segunda taza lo despejaría; o la cafeína o el azúcar lo mantendrían en pie durante unas horas.
Eran poco más de las diez cuando entró en las oficinas de Interfar y preguntó por el signor Bonaventura. Dio el nombre a la recepcionista y se quedó de pie delante del mostrador, mientras ella hacía la llamada. La respuesta fue inmediata, y entonces la joven colgó el teléfono, se puso en pie y condujo a Brunetti por una puerta y un pasillo cubierto de un pavimento industrial color gris pálido.
Al llegar a la segunda puerta de mano derecha, ella se paró, llamó con los nudillos, abrió y se hizo a un lado para dejarle paso. Bonaventura estaba sentado detrás de una mesa cubierta de papeles, folletos y catálogos. Se levantó al entrar Brunetti, pero se quedó detrás de la mesa, sonriendo mientras su visitante se acercaba, y se inclinó para estrecharle la mano. Los dos hombres se sentaron.
– Está usted lejos de su casa, comisario -dijo afablemente.
– Sí. Asuntos de trabajo.
– Trabajo de policía, imagino.
– Sí.
– ¿Tiene que ver conmigo ese trabajo? -preguntó Bonaventura.
– Así es.
– Pues parece un milagro.
– No comprendo.
– Ahora mismo estaba hablando con el encargado, de llamar a los carabinieri. -Bonaventura miró su reloj-. No hace ni cinco minutos, y aparece usted, como si me hubiera leído el pensamiento.
– ¿Puedo preguntar por qué iba a llamarlos?
– Para informar de un robo.
– ¿Un robo de qué? -preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de saberlo.
– Uno de nuestros camiones ha desaparecido, y el chófer no se ha presentado al trabajo.
– ¿Eso es todo?
– No. Dice el encargado que también parece faltar una considerable cantidad de mercancía.
– ¿La carga de un camión, por ejemplo? -preguntó Brunetti con voz neutra.
– Si han desaparecido camión y conductor parece lo más lógico, ¿no? -Todavía no estaba enfadado, pero Brunetti tenía tiempo de sobra para inducirlo a eso.
– ¿Quién es el conductor?
– Michele de Luca.
– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja para ustedes?
– No sé, unos seis meses. Yo no me ocupo de estas cosas. Lo único que sé es que hace varios meses que lo veo por aquí. Esta mañana el encargado me ha dicho que ni el camión estaba en su sitio ni él se había presentado.
– ¿Y la mercancía que falta?
– De Luca se marchó ayer por la tarde con una carga completa. Tenía que traer el camión antes de irse a su casa y estar aquí a las siete de la mañana a recoger otro cargamento. Pero no ha venido y el camión no está en su sitio. El encargado lo ha llamado al móvil, pero no contesta, de modo que he decidido avisar a los carabinieri.
Ésta pareció a Brunetti una reacción excesiva a lo que muy bien podía ser un simple retraso de un empleado, pero luego recordó que Bonaventura no había llegado a hacer la llamada, por lo que decidió guardar para sí la sorpresa y mantenerse a la expectativa.
– Es natural -dijo-. ¿En qué consistía la carga?
– Productos farmacéuticos, por supuesto. Es lo que aquí fabricamos.
– ¿Y adónde estaban destinados?
– No sé. -Bonaventura miró los papeles que inundaban la mesa-. Por aquí deben de estar los conocimientos de embarque.
– ¿Podría verlos? -preguntó Brunetti señalando los papeles con el mentón.
– ¿Qué importa adónde fuera la mercancía? -inquirió Bonaventura-. Lo que importa es encontrar al hombre y recuperarla.
– Por él ya no debe preocuparse -dijo Brunetti, sospechando que también en lo de querer recuperar la mercancía mentía Bonaventura.
– ¿Qué quiere decir?
– Que anoche fue muerto a tiros por la policía.
– ¿Muerto? -repitió Bonaventura con lo que parecía estupefacción auténtica.
– La policía fue a su casa para interrogarlo y él los recibió a tiros. Resultó muerto cuando ellos entraron en el apartamento. -Entonces, cambiando de tema rápidamente, Brunetti preguntó-: ¿Adónde llevaba la carga?
Bonaventura, desconcertado por el brusco viraje, titubeó al contestar:
– Al aeropuerto.
– Ayer el aeropuerto estaba cerrado. Los controladores hacían huelga -dijo Brunetti, pero la expresión del otro le hizo comprender que ya lo sabía.
– ¿Qué instrucciones tenía el conductor para el caso de no poder entregar la mercancía?
– Las mismas que tienen todos los conductores: traer el camión y dejarlo en el garaje de la fábrica.
– ¿No pudo haberlo dejado en su propio garaje?
– ¿Cómo voy a saber lo que pudo hacer? -estalló Bonaventura-. El camión ha desaparecido y usted dice que el conductor ha muerto.