– El camión no ha desaparecido -dijo Brunetti suavemente, observando la cara de Bonaventura. Vio que trataba de disimular el sobresalto y de cambiar de expresión rápidamente, sin conseguir más que una grotesca parodia de alivio.
– ¿Dónde está?
– Seguramente, a estas horas, en el garaje de la policía. -Esperó a oír lo que preguntaría Bonaventura y, como guardara silencio, agregó-: Las cajas estaban dentro.
Bonaventura intentaba ocultar la consternación, lo intentaba pero no podía.
– No habían sido enviadas a Sri Lanka -dijo Brunetti, y entonces agregó-: ¿Cree que podría ayudarme a encontrar esos conocimientos de embarque, signor Bonaventura?
– Desde luego. -Bonaventura inclinó la cabeza hacia la mesa y se puso a mover papeles de un lado al otro, luego los apiló y los fue repasando uno a uno.
– Es extraño -dijo mirando a Brunetti, cuando hubo terminado. -Se levantó. -Si tiene la bondad de esperar, diré a mi secretaria que los traiga.
Antes de que diera un solo paso hacia la puerta, Brunetti se puso en pie.
– Quizá sea preferible que se lo diga por teléfono -sugirió.
Bonaventura levantó las comisuras de los labios en una sonrisa.
– En realidad, quien los tiene es el encargado, y está en el andén de carga.
Fue a pasar por el lado de Brunetti, que extendió una mano y le asió por el brazo.
– Lo acompaño, signor Bonaventura.
– No es necesario -dijo el hombre con otro estirón de labios.
– Yo diría que sí -fue toda la respuesta de Brunetti. No tenía idea de cuáles eran aquí sus atribuciones, ni con qué autoridad podía detener o seguir a Bonaventura. Estaba fuera de Venecia, incluso fuera de los límites de la provincia de Venezia, y no se habían contemplado -y, menos, presentado- cargos contra Bonaventura. Pero nada de esto le importaba. Se hizo a un lado, dejó que Bonaventura abriera la puerta del despacho y lo siguió por el corredor, alejándose de la parte frontal del edificio.
Al fondo, una puerta daba a un largo andén de cemento. Dos grandes camiones estaban perpendiculares y de espaldas a él, con las puertas traseras de par en par, y cuatro hombres empujaban plataformas rodantes cargadas de cajas que sacaban por otras puertas más alejadas abiertas al andén y subían a los camiones. Al ver salir a los dos hombres, levantaron la mirada un momento, pero sin interrumpir el trabajo. Al pie del andén, entre los camiones, había dos hombres que charlaban, con las manos en los bolsillos de las chaquetas.
Bonaventura se acercó al borde del andén. Cuando los hombres levantaron la cabeza, él dijo a uno de ellos:
– Han encontrado el camión de De Luca. La mercancía aún está dentro. Este policía quiere ver los conocimientos de embarque.
Aún no había acabado de decir «policía», cuando el más alto de los dos hombres se apartó de su compañero de un salto y sacó la mano del bolsillo empuñando una pistola, pero Brunetti, al ver el movimiento, retrocedió por la puerta que había quedado abierta a su espalda, sacando su propia arma.
No ocurrió nada. No hubo disparos, ni voces. Brunetti oyó pasos, el golpe de lo que parecía la puerta de un coche, luego el de otra, y el bronco zumbido de un motor potente que arrancaba. En lugar de volver a salir al andén para ver lo que ocurría, Brunetti corrió por el pasillo y salió por la puerta frontal del edificio, donde aguardaba su propio conductor, con el motor en marcha para mantener el coche caliente mientras leía Il Gazzettino dello Sport.
Brunetti abrió bruscamente la puerta del copiloto y subió al coche, a tiempo de ver cómo se borraba el susto de la cara del conductor al reconocerlo.
– Un camión sale por la puerta del fondo. Dé media vuelta y sígalo. -Antes de que la mano de Brunetti llegara al teléfono del coche, el conductor había arrojado el diario al asiento trasero, puesto la primera y daba la vuelta. Al doblar la esquina, el conductor giró bruscamente el volante hacia la izquierda, para esquivar una de las cajas que habían caído por las puertas abiertas del camión. Pero la siguiente no pudo sortearla y las ruedas de la izquierda pasaron sobre ella reventándola y dejando una ancha estela de ampollas. Cuando salían del recinto, Brunetti vio cómo el camión enfilaba la autovía en dirección a Padua, con un violento bamboleo de las puertas traseras.
Lo que ocurrió después fue tan previsible como trágico. A la salida de Resana, había dos coches de carabinieri atravesados en la calzada, bloqueando el tráfico. Para eludirlos, el conductor del camión dio un brusco viraje a la derecha subiéndose al arcén. En sentido contrario venía un Fiat, que frenó al ver el control de policía. El camión volvió a la carretera invadiendo el carril contrario y se empotró en el costado del Fiat, cuya conductora, una mujer que iba a buscar a su hija a la guardería, murió instantáneamente. Bonaventura y el conductor, que llevaban el cinturón abrochado, estaban ilesos, aunque aturdidos por el choque.
Antes de que pudieran soltar los cinturones, los dos hombres se encontraban rodeados por carabinieri que los sacaban del camión y los ponían de cara contra las puertas. Pronto quedaron custodiados por cuatro carabinieri armados con metralletas. Otros dos corrieron hacia el Fiat, donde comprobaron que no había nada que hacer.
El coche de Brunetti se detuvo y él se apeó. La escena era extrañamente muda. El comisario oía sus propios pasos acercarse a los detenidos que jadeaban con fuerza. Algo cayó del camión al suelo con un ruido metálico.
Brunetti miró al sargento.
– Llévenlos al coche -fue lo único que dijo.
24
Empezó una discusión sobre adónde había que llevar a los detenidos para ser interrogados, si a Castelfranco, que tenía jurisdicción sobre el lugar de su captura o a Venecia, la ciudad en la que se había iniciado la investigación. Brunetti escuchó unos momentos y luego cortó el debate con voz áspera.
– He dicho que los suban al coche. Vamos a Castelfranco. -Los otros policías se miraron, pero ninguno puso objeciones, y así se hizo.
En el despacho de Bonino se informó a Bonaventura de que podía llamar a su abogado, y lo mismo se dijo al otro hombre, después de que se identificara con el nombre de Roberto Sandi, encargado de la fábrica. Bonaventura mencionó a un conocido criminalista de Venecia y pidió que se le permitiera llamarlo. Parecía desentenderse de Sandi.
– ¿Y a mí? -preguntó éste mirando a Bonaventura.
Su jefe no contestó.
– ¿Y a mí? -volvió a decir Sandi.
Bonaventura seguía callado.
Sandi, que tenía un marcado acento piamontés, preguntó entonces al agente de uniforme que estaba a su lado:
– ¿Dónde está su jefe? Quiero hablar con su jefe.
Antes de que el agente pudiera responder, Brunetti se adelantó diciendo:
– Yo me encargo del caso. -Aunque no estaba seguro de que fuera así.
– Entonces con usted quiero hablar -dijo Sandi con un brillo de malicia en los ojos.
– Vamos, Roberto -terció Bonaventura de pronto, poniendo la mano en el antebrazo de Sandi-, ya sabes que puedes contar con mi abogado. En cuanto llegue hablamos con él.
Sandi se desasió jurando entre dientes.
– Nada de abogados. Y, menos, tuyos. Quiero hablar con el poli. -Miró a Brunetti-. ¿Qué? ¿Dónde podemos hablar?
– Roberto -dijo Bonaventura con una voz que quería ser amenazadora-. No puedes hablar con él.
– Ya basta de decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer -escupió Sandi. Brunetti abrió la puerta del despacho y se llevó a Sandi al pasillo. Uno de los agentes de uniforme los siguió, abrió la puerta de un pequeño locutorio y se apartó para dejarles paso diciendo:
– Aquí, comisario.
Brunetti vio una mesa pequeña y cuatro sillas. Se sentó y se quedó esperando a Sandi. Cuando el otro se hubo sentado, el comisario lo miró fijamente y dijo: