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– ¿Y bien?

– ¿Bien qué? -preguntó Sandi, todavía furioso por la cólera provocada por Bonaventura.

– ¿Qué tiene que decirme de esos envíos?

– ¿Qué es lo que usted sabe? -preguntó Sandi.

Como si no le hubiera oído, Brunetti preguntó:

– ¿Cuántos de ustedes están implicados en eso?

– ¿En qué?

En vez de contestar inmediatamente, Brunetti apoyó los codos en la mesa, juntó las manos y apoyó los labios en los nudillos. Así estuvo durante casi un minuto, mirando fijamente a Sandi, y repitió:

– ¿Cuántos de ustedes están implicados en eso?

– ¿En qué? -volvió a preguntar Sandi, esta vez permitiéndose una sonrisita como la que tiene el niño cuando hace una pregunta que cree que va a poner en un aprieto al maestro.

Brunetti levantó la cabeza, apoyó las manos en la mesa y se puso en pie. Sin decir nada, fue a la puerta y llamó con los nudillos. Al otro lado de la tela metálica de la mirilla apareció una cara. La puerta se abrió y Brunetti salió al pasillo y cerró la puerta. Hizo seña al agente de que se quedara y se alejó por el pasillo. Miró al interior de la habitación en la que estaba Bonaventura y vio que no había nadie con él. Brunetti se quedó diez minutos observando a través del cristal opaco. Bonaventura estaba sentado de perfil a la puerta, tratando de no mirarla ni reaccionar al ruido de pasos cuando pasaba alguien.

Finalmente, Brunetti abrió la puerta y entró. Bonaventura se volvió rápidamente.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Hablar con usted de esos envíos.

– ¿Qué envíos?

– Los de medicamentos. A Sri Lanka. Y a Kenia. Y a Bangladesh.

– ¿Qué hay de ellos? Son perfectamente legales. En el despacho tenemos todos los papeles.

Brunetti estaba seguro de que así era. Se había quedado junto a la puerta, con los hombros y un pie apoyados en ella y los brazos cruzados.

– Signor Bonaventura, ¿quiere que hablemos de esto o prefiere que vuelva a hablar con su encargado? -Brunetti imprimió en su voz una nota de cansancio, casi de aburrimiento.

– ¿Qué le ha dicho? -preguntó Bonaventura sin poder contenerse.

Brunetti lo miró fijamente y repitió:

– Hábleme de esos envíos.

Bonaventura tomó una decisión. Cruzó los brazos imitando a Brunetti.

– No diré nada hasta que llegue mi abogado.

Brunetti volvió a la otra habitación. En la puerta seguía el mismo agente que, al ver a Brunetti, se apartó y la abrió.

Sandi miró a Brunetti.

– Está bien, ¿qué quiere saber? -dijo sin preámbulos.

– Esos envíos, signor Sandi -dijo Brunetti, mencionando el apellido para que lo captaran los micrófonos escondidos en el techo y sentándose frente al detenido-, ¿adónde van?

– A Sri Lanka, como el de anoche. A Kenia, a Nigeria y otros muchos sitios.

– ¿Siempre eran medicamentos?

– Sí, como los que encontrará en ese camión.

– ¿Qué clase de medicamentos?

– Muchos son para la hipertensión. Jarabe para la tos. Y estimulantes. Están muy solicitados en el Tercer Mundo. Dicen que allí pueden comprarse sin receta. Y antibióticos.

– ¿Cuántos de esos medicamentos están en las debidas condiciones?

Sandi se encogió de hombros, como si no le interesaran los detalles.

– Ni idea. Muchos están caducados o han dejado de fabricarse, son cosas que ya no pueden venderse en Europa, por lo menos, en Occidente.

– ¿Qué hacen? ¿Cambiar las etiquetas?

– No estoy seguro. Eso no me lo explicaban. Lo único que yo hacía era enviarlos -dijo Sandi con la voz firme y serena del embustero avezado.

– Pero alguna idea tendría -le instó Brunetti, suavizando el tono para dar a entender que un hombre tan avispado como Sandi debía de haberlo adivinado. En vista de que Sandi no respondía, prescindió de la suavidad-. Signor Sandi, me parece que ha llegado el momento de que empiece a decir la verdad.

Sandi meditó mientras miraba a un implacable Brunetti.

– Supongo que eso es lo que hacen -dijo finalmente. Señalando con un movimiento de la cabeza en dirección a la habitación en la que estaba Bonaventura, agregó-: Él también tiene una empresa que se dedica a recoger de las farmacias medicamentos caducados. Para su eliminación. Se supone que los queman.

– ¿Y qué hacen en realidad?

– Queman cajas.

– ¿Cajas de qué?

– De papel viejo. O sólo cajas. Basta con que den el peso. A nadie parece interesarle lo que haya dentro, mientras el peso concuerde.

– ¿Y no hay alguien que controle?

Sandi asintió.

– Un funcionario del Ministerio de Sanidad.

– ¿Y?

– Está de acuerdo.

– Así pues, ¿esa mercancía, esos medicamentos que no se queman, son enviados al aeropuerto y expedidos al Tercer Mundo?

Sandi asintió.

– ¿Se expiden? -repitió Brunetti, que necesitaba que la respuesta quedara grabada.

– ¿Y se cobran?

– Naturalmente.

– ¿A pesar de estar caducados?

Sandi pareció ofenderse por la pregunta.

– Muchas de esas cosas duran más de lo que dice el Ministerio de Sanidad. Buena parte de la mercancía está bien. Seguramente, tiene una vida mucho más larga de lo que indica el envase.

– ¿Qué más envían?

Sandi lo miró con ojos astutos, pero no dijo nada.

– Cuanto más hable ahora, mejor para usted más adelante.

– ¿Mejor en qué sentido?

– Los jueces sabrán que ha colaborado y eso pesará en favor suyo.

– ¿Qué garantías tendría?

Brunetti se encogió de hombros.

Ninguno de los dos habló durante mucho rato, y luego Brunetti preguntó:

– ¿Qué más enviaban?

– ¿Les dirá que le he ayudado? -preguntó Sandi, ansioso de hacer un trato.

– Sí.

– ¿Qué garantías? -repitió.

Brunetti volvió a encogerse de hombros.

Sandi inclinó la cabeza un momento, trazó un dibujo con el dedo en la mesa y levantó la mirada.

– Parte de lo que se envía no sirve para nada. No es nada. Harina, azúcar, lo que sea que usan para hacer placebos. Y, en las ampollas, aceite o agua con colorante.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y dónde lo hacen?

– Allí. -Sandi levantó una mano para señalar un punto lejano, donde podría estar la fábrica de Bonaventura, o no-. Hay un turno que trabaja de noche. Lo envasan, etiquetan y embalan. Y lo llevan al aeropuerto.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti y, al ver que Sandi no entendía la pregunta, agregó-: ¿Por qué, placebos? ¿Por qué no las auténticas medicinas?

– Concretamente, la medicina para la hipertensión es muy cara. Por la materia prima, la sustancia química, o lo que sea. Y el remedio para la diabetes, lo mismo, o eso creo, por lo menos. Así que, para reducir costes, usan placebos. Pregúntele a él -dijo, volviendo a señalar en la dirección en la que había dejado a Bonaventura.

– ¿Y en el aeropuerto?

– Allí, todo normal. Las cajas se cargan en los aviones y se entregan en destino. No hay problemas. Todo está controlado.

– ¿Y todo es operación comercial? -A Brunetti le había asaltado una idea-. ¿O destinan parte a beneficencia?

– Muchas cosas van a organizaciones benéficas. La ONU y demás. Les vendemos con descuento y así desgravamos por obras de caridad.

Brunetti contuvo su reacción a lo que estaba oyendo. Daba la impresión de que Sandi sabía muchas más cosas de las necesarias para llevar un camión al aeropuerto.

– ¿Alguien de la ONU comprueba el contenido?

Sandi dio un bufido de incredulidad.

– Lo único que les interesa es hacerse la foto cuando entregan las cosas en los campos de refugiados.