– ¿Envían a los campos de refugiados los mismos productos que en los embarques normales?
– No; allí enviamos sobre todo cosas contra la diarrea. Y mucho jarabe para la tos. Cuando la gente está tan flaca, es lo que más les preocupa.
– Comprendo -aventuró Brunetti-. ¿Cuánto tiempo llevaba usted en esto?
– Un año.
– ¿En calidad de qué?
– Encargado. Antes trabajaba para Mitri, en su fábrica. Pero luego vine aquí. -Hizo una mueca, como si el recuerdo le disgustara.
– ¿Mitri hacía lo mismo?
Sandi asintió.
– Sí, hasta que vendió la fábrica.
– ¿Por qué la vendió?
Sandi se encogió de hombros.
– Tengo entendido que le hicieron una oferta que no pudo rechazar. O sea, que hubiera sido peligroso rechazar. Que gente importante quería comprarla.
Brunetti comprendió perfectamente lo que quería decir y le sorprendió que, incluso aquí, Sandi temiera mencionar la organización que representaba aquella «gente importante».
– ¿Así que la vendió?
Sandi asintió.
– Pero a mí me recomendó a su cuñado. -La mención de Bonaventura le hizo volver de los tiempos pasados a la realidad presente-. Y maldigo la hora en que empecé a trabajar para él.
– ¿Lo dice por esto? -preguntó Brunetti señalando con un ademán la lóbrega asepsia de la habitación y todo lo que representaba.
Sandi asintió.
– ¿Y qué me dice de Mitri? -preguntó Brunetti.
Sandi juntó las cejas simulando confusión.
– ¿Estaba involucrado en las actividades de la fábrica?
– ¿Qué fábrica?
Brunetti levantó la mano y descargó un puñetazo en la mesa delante de Sandi, que dio un brinco como si el golpe lo hubiera recibido él.
– No me haga perder el tiempo, signor Sandi -gritó-. No me haga perder el tiempo con preguntas estúpidas. -Como Sandi no respondiera, se inclinó hacia él para preguntar-: ¿Me ha entendido?
Sandi asintió.
– Bien -dijo Brunetti-. ¿Qué puede decirme de la fábrica? ¿Mitri tenía parte en ella?
– Debía de tenerla.
– ¿Por qué?
– Venía de vez en cuando a preparar una fórmula o a decir a su cuñado qué aspecto debía tener un medicamento. Tenían que asegurarse de que cada cosa parecía lo que debía parecer. -Miró a Brunetti y agregó-: No es que esté del todo seguro, pero yo diría que por eso venía.
– ¿Con qué frecuencia?
– Una vez al mes, quizá más.
– ¿Cómo se llevaban? -Y, para evitar que Sandi preguntara quién, agregó-: Bonaventura y Mitri.
Sandi pensó la respuesta.
– No muy bien. Mitri estaba casado con la hermana del otro, y tenían que aguantarse, pero no creo que a ninguno de los dos le gustara.
– ¿Y qué hay del asesinato de Mitri? ¿Qué es lo que sabe?
Sandi agitó la cabeza repetidamente.
– Nada. Nada en absoluto.
Brunetti dejó pasar un largo momento antes de preguntar:
– ¿Y en la fábrica, se hablaba?
– Siempre se habla.
– Del asesinato, signor Sandi. ¿Se hablaba del asesinato?
Sandi callaba, tratando de recordar, o quizá sopesando posibilidades. Finalmente, musitó:
– Se hablaba de que Mitri quería comprar la fábrica.
– ¿Por qué?
– ¿Se refiere a por qué se hablaba o por qué quería comprarla?
Brunetti suspiró profundamente y dijo con calma:
– ¿Por qué quería comprarla?
– Porque la llevaba mucho mejor que Bonaventura. Él no sabía dirigirla. La gente no cobraba puntualmente. El descontrol era total. Yo nunca sabía cuándo estaría lista la carga para el embarque. -Sandi movió la cabeza a derecha e izquierda apretando los labios en gesto de desagrado, la estampa del contable metódico ante el desbarajuste administrativo.
– Dice que es usted el encargado de la fábrica, signor Sandi. -Éste asintió-. Yo diría que sabía usted más sobre su funcionamiento que el mismo dueño.
Sandi volvió a mover la cabeza afirmativamente, como si le halagara que alguien se hubiera dado cuenta de esto.
Sonó un golpe en la puerta, que se abrió una rendija, y Brunetti vio a Della Corte en el pasillo llamándole por señas. Cuando Brunetti salió, el otro le dijo:
– Ha venido la mujer.
– ¿La mujer de Bonaventura? -preguntó Brunetti.
– No; la de Mitri.
25
– ¿Cómo que ha venido? -preguntó Brunetti. Al ver la confusión que la pregunta provocaba en Della Corte, explicó-: Quiero decir, cómo se le ha ocurrido venir.
– Dice que estaba con la esposa de Bonaventura y que, al enterarse de que había sido arrestado, ha decidido venir.
Los sucesos de la mañana habían distorsionado la noción del tiempo de Brunetti, que ahora, al mirar el reloj, se sorprendió de que fueran casi las dos. Habían transcurrido horas desde que había llevado a los dos hombres al puesto de policía, pero, absorto como estaba en sus pesquisas, ni se había enterado. De pronto, se le despertó un fuerte apetito y sintió cosquilleo en todo el cuerpo, como si le hubieran conectado una leve corriente eléctrica.
Su primer impulso fue el de ir a hablar con la mujer inmediatamente, pero comprendió que sería inútil si antes no comía algo o conseguía calmar de algún modo los calambres que le recorrían el cuerpo. ¿Eran ya los años la causa de esta sensación, o serían los nervios, o acaso debía preocuparlo la posibilidad de que fuera algo peor, el anuncio de algún trastorno físico?
– Tengo que comer algo -dijo a Della Corte, que no pudo disimular la sorpresa al oír sus palabras.
– En la esquina hay un bar donde te harán un sándwich. -Salió con Brunetti a la puerta del edificio, desde donde le señaló el bar y, diciendo que tenía que hacer una llamada a Padua, volvió a entrar. Brunetti recorrió la media manzana hasta el bar, donde tomó un sándwich del que no hubiera podido decir qué sabor tenía y dos vasos de agua mineral que no le quitaron la sed. Por lo menos, aquello puso fin a los temblores y se sintió más dueño de sí, aunque no dejaba de preocuparlo que hubiera sido tan fuerte su reacción física a los hechos de la mañana.
De vuelta en la questura, pidió el número del telefonino de Palmieri. Cuando lo tuvo, llamó a la signorina Elettra y le dijo que dejara lo que estuviera haciendo y le consiguiera una lista de todas las llamadas hechas durante las dos semanas anteriores, a y desde el móvil de Palmieri y los domicilios de Mitri y Bonaventura. Le pidió luego que aguardara un momento y preguntó al agente cuyo teléfono estaba usando adónde habían llevado el cadáver de Palmieri. Cuando el hombre le dijo que estaba en el depósito del hospital local, Brunetti dio instrucciones a la signorina Elettra para que se lo comunicara a Rizzardi y enviara inmediatamente a alguien para tomar muestras de tejido corporal. Quería comprobar si coincidía con el hallado en las uñas de Mitri.
Cuando acabó de hablar, Brunetti pidió que lo llevaran a donde estaba la signora Mitri. Después de hablar con ella aquella primera y única vez, Brunetti intuyó que la mujer nada podía saber acerca de la muerte de su marido, por lo que no había vuelto a interrogarla. El que ahora se hubiera presentado aquí le hacía dudar de lo acertado de su decisión.
Un agente de uniforme lo recogió en la puerta y lo llevó por un pasillo. El hombre se detuvo delante de la habitación contigua a la que ocupaba Bonaventura.
– El abogado está con él -dijo a Brunetti señalando la puerta de al lado-. La mujer está aquí.
– ¿Han venido juntos? -preguntó Brunetti.
– No, señor. Él entró un poco después, y no parecían conocerse.
Brunetti le dio las gracias y se acercó a mirar por el falso espejo. Frente a Bonaventura estaba sentado un hombre del que Brunetti no veía más que la parte posterior de la cabeza y los hombros. Pasó entonces a la otra puerta y observó a la mujer.