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Volvió a chocarle su corpulencia. Hoy llevaba un traje de chaqueta de falda recta, sin concesiones a moda ni estilo. Era el traje que habían llevado las mujeres de su tamaño, edad y posición desde hacía décadas y probablemente -ellas u otras como ellas- seguirían llevando en décadas venideras. Apenas iba maquillada y, si aquella mañana se había pintado los labios, ya se había comido la pintura. Tenía las mejillas tan abultadas como si las estuviera hinchando para hacer reír a un niño.

La mujer estaba sentada de cara a la puerta, con las manos entrelazadas en el regazo, las rodillas juntas y los ojos fijos en la ventanilla de la puerta. Parecía mayor que la otra vez, aunque Brunetti no hubiera podido decir por qué. Tuvo la sensación de que ella lo miraba, a pesar de saber que lo único que podía ver era un cristal negro, aparentemente opaco. Ella no pestañeaba, y el primero en desviar la mirada fue Brunetti. Abrió la puerta y entró.

– Buenas tardes, signora. -Se acercó a ella con la mano extendida.

Ella lo observaba con expresión neutra y ojos activos. No se levantó sino que se limitó a darle la mano, que no era blanda ni yerta.

Brunetti se sentó frente a ella.

– ¿Ha venido a ver a su hermano, signora?

Sus ojos eran infantiles y reflejaban una confusión que a Brunetti le pareció auténtica. Abrió la boca y se humedeció los labios con una lengua nerviosa.

– Quería preguntarle… -empezó pero no acabó la frase.

– ¿Preguntarme, signora? -instó Brunetti.

– No sé si debería decir esto a un policía.

– ¿Por qué no? -Brunetti inclinó ligeramente el torso hacia ella.

– Porque… -empezó, y se interrumpió. Luego, como si hubiera explicado algo y él lo hubiera entendido, dijo-: Necesito saberlo.

– ¿Qué es lo que necesita saber, signora? -la apremió él.

Ella apretó los labios y, ante los ojos de Brunetti, se convirtió en una anciana desdentada.

– Necesito saber si lo hizo él -dijo al fin. Entonces, admitiendo otras posibilidades, agregó-: O lo mandó hacer.

– ¿Se refiere a la muerte de su esposo?

Ella asintió.

Brunetti, para los micrófonos escondidos y la cinta que estaba grabando todo lo que se decía en la habitación, recalcó:

– ¿Piensa que él pudiera ser el responsable de su muerte?

– Yo no… -empezó ella, luego, cambiando de idea, susurró-: Sí -tan suavemente que quizá los micrófonos no lo captaron.

– ¿Qué le hace pensar que él pueda estar implicado? -preguntó el comisario.

Ella se revolvió en la silla, con aquel movimiento que Brunetti había observado en las mujeres durante más de cuatro décadas: se levantó a medias alisándose la falda por debajo de las piernas y volvió a sentarse juntando bien tobillos y rodillas.

Durante un momento, dio la impresión de que ella pensaba que aquel gesto ya era suficiente respuesta, por lo que Brunetti insistió:

– ¿Por qué cree que él está implicado?

– Se peleaban -dijo ella, dosificando la respuesta.

– ¿Por qué?

– Cosas de los negocios.

– ¿Podría ser más explícita, signora? ¿Qué negocios?

Ella movió la cabeza negativamente varias veces, insistiendo en manifestar ignorancia. Finalmente, dijo:

– Mi marido no me hablaba de sus negocios. Decía que no necesitaba saber nada.

Nuevamente, Brunetti se preguntó cuántas veces habría oído esta frase y cuántas veces se le habría dado esta respuesta para encubrir culpas. Pero creía que esta mujer gruesa decía la verdad: era verosímil que el marido no considerara oportuno tenerla al corriente de su vida profesional. Evocó al hombre que había conocido en el despacho de Patta: elegante, elocuente, casi engolado. Qué mal armonizaba con esta mujer del traje prieto y el pelo teñido. Le miró los pies y vio unos zapatos de tacón robusto que le comprimían los dedos en afilada y dolorosa punta. En el izquierdo, un grueso juanete tensaba la piel con su protuberancia en forma de medio huevo. ¿Sería el matrimonio el misterio supremo?

– ¿Cuándo se peleaban?

– Continuamente. Sobre todo, durante el último mes. Algo debió de ocurrir que puso furioso a Paolo. Nunca se habían llevado bien, pero tenían que transigir, por la familia y por el negocio.

– ¿Pasó algo de particular durante el último mes? -preguntó él.

– Tuvieron una disputa, me parece -dijo ella en una voz tan baja que Brunetti, pensando en los futuros oyentes de la cinta, se creyó en la necesidad de recalcar:

– ¿Una discusión entre su esposo y su hermano?

– Sí. -Ella asintió repetidamente.

– ¿Por qué lo cree?

– Paolo y él se reunieron en casa. Fue dos noches antes de que ocurriera.

– ¿De que ocurriera qué, signora?

– Antes de que mi marido fuera… antes de que lo mataran.

– Comprendo. ¿Por qué fue la disputa? ¿Los oyó usted?

– Oh, no -dijo ella rápidamente mirándole como si la sorprendiera la sugerencia de que alguien hubiera podido levantar la voz en casa de los Mitri-. Deduje que habían discutido de lo que dijo Paolo cuando subió después de la reunión.

– ¿Qué dijo?

– Sólo que era un incompetente.

– ¿Se refería a su hermano?

– Sí.

– ¿Algo más?

– Que Sandro estaba hundiendo la fábrica, arruinando el negocio.

– ¿Sabe de qué fábrica hablaba?

– Pensé que se refería a la de aquí, de Castelfranco.

– ¿Y por qué había de interesar eso a su marido?

– Había invertido dinero en ella.

– ¿Dinero de él?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No.

– ¿De quién era el dinero, signora?

Ella titubeó como si buscara la mejor respuesta.

– El dinero era mío.

– ¿Suyo?

– Sí; yo llevé mucho dinero al matrimonio. Dinero que siguió estando a mi nombre. El testamento de nuestro padre… -explicó haciendo un ademán vago con la mano derecha-. Paolo siempre me había aconsejado lo que tenía que hacer con él. Y cuando Sandro dijo que quería comprar la fábrica, los dos me propusieron que invirtiera en ella. Eso fue hace un año. O quizá dos. -Se interrumpió al ver el gesto de Brunetti ante su vaguedad-. Lo siento, pero yo nunca he prestado mucha atención a estas cosas. Paolo me pidió que firmara unos papeles y el hombre del banco me explicó de qué se trataba. Pero en realidad no entendía para qué querían el dinero. -Calló y se sacudió la falda con la punta de los dedos-. Era para la fábrica de Sandro, pero, como era mío, Paolo siempre consideró que también le pertenecía a él.

– ¿Tiene idea de cuánto invirtió en la fábrica, signora? -Ella miraba a Brunetti como la colegiala que está a punto de echarse a llorar porque no recuerda cuál es la capital del Canadá, por lo que él agregó-: Aproximadamente. No necesitamos saber la cantidad exacta. -Ya lo averiguarían más adelante.

– Creo que eran trescientos o cuatrocientos millones de liras -contestó ella.

– Comprendo. Muchas gracias -dijo Brunetti y entonces preguntó-: ¿Su esposo dijo algo más aquella noche, después de hablar con su hermano?

– Bien. -Ella hizo una pausa y, según le pareció a Brunetti, trató de recordar-. Dijo que la fábrica perdía dinero. Por su manera de hablar, me pareció que también Paolo había invertido dinero particularmente.

– ¿Además del de usted?

– Sí. Pero extraoficialmente, sólo contra un recibo de Paolo. -Ante el silencio de Brunetti, ella prosiguió-: Me parece que Paolo quería tener más control sobre la manera de llevar la empresa.