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– ¿Su marido le dijo lo que pensaba hacer?

– Oh, no. -La mujer estaba claramente sorprendida por la pregunta-. Él no me hablaba de esas cosas. -Brunetti se preguntaba de qué cosas le hablaría su marido, pero se reservó la pregunta-. Después, se fue a su cuarto y al día siguiente no volvió a hablar de aquello, por lo que creí, o quizá quería creer, que él y Sandro habían llegado a un acuerdo.

Brunetti reaccionó instantáneamente a la referencia a «su cuarto», que sin duda no era indicio de un matrimonio feliz. Imprimió en su voz un tono más grave al decir:

– Le pido perdón, signora pero, ¿me permite preguntar cómo eran las relaciones entre usted y su esposo?

– ¿Relaciones?

– Ha dicho que él había ido a «su cuarto» -respondió Brunetti suavemente.

– Ah. -Fue un sonido leve que ella dejó escapar involuntariamente.

Brunetti esperaba. Al fin, dijo:

– Él ya no está, signora, creo que puede usted hablar.

La mujer lo miró a la cara y él vio lágrimas en sus ojos.

– Había otras mujeres -susurró-. Durante muchos años, otras mujeres. Una vez lo seguí y me quedé esperando delante de la casa, bajo la lluvia, hasta que salió. -Ahora las lágrimas le resbalaban por la cara, sin que ella pareciera notarlo, y le caían en la blusa, dejando en la tela largas marcas ovaladas-. También contraté a un detective. Y escuchaba sus llamadas telefónicas. Las grababa y le oía decirles a ellas las mismas cosas que me decía a mí. -Las lágrimas la obligaron a callar, pero Brunetti se abstuvo de apremiarla. Finalmente, ella prosiguió-: Yo lo quería con todas mis fuerzas. Desde el primer día en que lo vi. Si Sandro ha hecho esto… -Volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, que ella se enjugó con las palmas de las manos-. Si él lo ha hecho, quiero que ustedes lo descubran y que sea castigado. Por eso he venido a hablar con Sandro. -Calló y bajó la mirada-. ¿Me contará lo que él le diga? -preguntó, mirándose las manos que tenía en el regazo.

– No puedo, signora, hasta que haya terminado todo. Pero entonces se lo diré.

– Gracias -dijo ella, levantando la mirada para volver a bajarla enseguida. Entonces se puso en pie bruscamente y fue hacia la puerta. Brunetti llegó antes que ella, la abrió y le cedió el paso-. Me voy a casa -dijo la mujer y, antes de que él pudiera responder, salió y se alejó por el pasillo hacia el vestíbulo del puesto de policía.

26

Brunetti volvió a la mesa del agente desde cuyo teléfono había hablado y, sin pararse a pedir permiso, llamó otra vez a la signorina Elettra. Nada más oír su voz, ella le comunicó que el técnico ya iba camino del hospital de Castelfranco, para tomar las muestras de tejido y le pidió que le diera un número de fax. Él dejó el teléfono y fue al mostrador, donde hizo que el sargento le anotara el número. Después de darlo a la signorina Elettra, recordó que aquella mañana no había llamado a Paola, y marcó el número de su casa. Como nadie contestó, dejó el mensaje de que el trabajo lo retenía en Castelfranco, pero pensaba regresar aquella misma tarde.

Después se sentó y apoyó la cabeza en las manos. Minutos más tarde, oyó una voz que decía a su lado.

– Perdone, comisario, pero se ha recibido esto para usted.

Brunetti levantó la cabeza y, delante de la mesa que se había apropiado, vio a un joven agente que tenía en la mano unos papeles que se rizaban con el alabeado característico del fax. Eran varias hojas.

Brunetti, haciendo un esfuerzo por sonreír, alargó la mano hacia los papeles y los puso en la mesa, alisándolos con el canto de la mano. Recorrió con la mirada las columnas y vio con satisfacción que la signorina Elettra había puesto un asterisco al lado de las llamadas hechas entre aquellos números, y separó las hojas en tres pilas. Palmieri, Bonaventura y Mitri.

Durante los diez días anteriores al asesinato de Mitri, se habían hecho varías llamadas entre el telefonino de Palmieri y el número de Interfar, una de ellas, de siete minutos. La víspera del crimen, a las nueve y veintisiete de la noche, se hizo una llamada desde el teléfono del domicilio de Bonaventura al de Mitri. La conversación duró dos minutos. La noche del asesinato, casi a la misma hora, se hizo una llamada de quince segundos desde el teléfono de Mitri al de Bonaventura. Después, se habían hecho tres llamadas desde la fábrica al telefonino de Palmieri y varias más entre los domicilios de Bonaventura y de Mitri.

Brunetti juntó los papeles, se levantó y se fue por el pasillo. Cuando le abrieron la puerta de la pequeña habitación en la que había hablado con Bonaventura, encontró a éste sentado frente a un hombre de pelo negro que tenía encima de la mesa, a su lado, una pequeña cartera de mano y, abierto ante sí, un cuaderno con tapas de piel a juego con la cartera. Cuando el hombre se volvió, Brunetti reconoció a Piero Candiani, un abogado penalista de Padua. Candiani llevaba gafas sin montura, detrás de las que Brunetti vio unos ojos oscuros, en los que se combinaban inteligencia y candor, mezcla que no dejaba de ser sorprendente en un abogado.

Candiani se levantó y extendió la mano.

– Comisario Brunetti -saludó.

– Avvocato -Brunetti hizo una inclinación de cabeza en dirección a Bonaventura, que no se había molestado en levantarse.

Candiani acercó una de las sillas vacantes y esperó a que Brunetti se sentara antes de ocupar de nuevo la suya. Sin preámbulos, señalando al techo con un ademán negligente, dijo:

– Supongo que esta conversación se está grabando.

– Sí -admitió Brunetti. Y, sin más dilación, recitó en voz alta la fecha, la hora y los nombres de los presentes.

– Tengo entendido que usted ya ha hablado con mi cliente -empezó Candiani.

– Sí. Le pregunté por los envíos de medicinas que Interfar ha venido haciendo a países del extranjero.

– ¿En relación con las disposiciones de la Unión Europea? -preguntó Candiani.

– No.

– ¿De qué se trata entonces?

Brunetti lanzó una mirada a Bonaventura, que ahora había puesto una pierna encima de la otra y un brazo alrededor del respaldo de la silla.

– Se trata de envíos a países del Tercer Mundo.

Candiani escribió en su cuaderno y preguntó, sin levantar la cabeza:

– ¿Y por qué interesan a la policía esos envíos?

– Al parecer, muchos de ellos contenían medicamentos en mal estado, caducados o adulterados.

– Comprendo. -Candiani volvió la página-. ¿Y en qué pruebas funda estas acusaciones?

– En la declaración de un cómplice.

– ¿Un cómplice? -preguntó Candiani disimulando apenas el escepticismo-. ¿Y puedo preguntar quién es el cómplice? -La segunda vez pronunció la palabra poniendo en ella todo el énfasis de la duda.

– El encargado de la fábrica.

Candiani miró a su cliente, y Bonaventura se encogió de hombros con gesto de confusión o de ignorancia. Apretó los labios y, con un parpadeo rápido, rechazó la posibilidad.

– ¿Y desea usted preguntar sobre ello al signor Bonaventura?

– Sí.

– ¿Eso es todo?

– No. También deseo preguntar al signor Bonaventura qué sabe del asesinato de su cuñado.

Al oír esto, la expresión de Bonaventura derivó hacia la estupefacción, pero siguió sin traducirse en palabras.

– ¿Por qué? -Candiani volvía a estar inclinado sobre su cuaderno.

– Porque hemos empezado a considerar la posibilidad de que pueda estar implicado en la muerte del signor Mitri.

– ¿Implicado, cómo?

– Eso es exactamente lo que me gustaría que me dijera el signor Bonaventura -respondió Brunetti.