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Candiani miró a su cliente.

– ¿Desea contestar a las preguntas del comisario?

– No estoy seguro de poder hacerlo -dijo Bonaventura-. Pero desde luego estoy dispuesto a prestarle toda la ayuda que me sea posible.

Candiani se volvió hacia Brunetti.

– Si desea interrogar a mi cliente, comisario, sugiero que lo haga ahora.

– Me gustaría saber -empezó Brunetti, hablando directamente a Bonaventura- qué tratos tenía con Ruggiero Palmieri o, como se hacía llamar cuando trabajaba en su empresa, Michele de Luca.

– ¿El chófer?

– Sí.

– Como le dije antes, comisario, lo veía de vez en cuando en la fábrica. Pero no era más que un chófer. Quizá haya hablado un par de veces con él, pero eso es todo. -Bonaventura no preguntó el porqué del interés de Brunetti.

– ¿De manera que no tenía con él más trato que el ocasional que pudiera haber en la fábrica?

– No -dijo Bonaventura-. Ya se lo he dicho: era un chófer.

– ¿Nunca le dio dinero? -preguntó Brunetti, confiando en que en los billetes encontrados en el bolsillo de Palmieri hubiera huellas de Bonaventura.

– Por supuesto que no.

– Quedamos en que usted no lo veía ni hablaba con él más que en la fábrica.

– Es lo que acabo de decirle. -Bonaventura no ocultaba la irritación.

Brunetti miró a Candiani.

– Creo que eso es todo, por el momento.

La sorpresa de los dos hombres fue evidente. Candiani, reaccionando antes que su cliente, se puso en pie y cerró el cuaderno.

– ¿Podemos marcharnos entonces? -preguntó inclinándose sobre la mesa para acercarse la cartera. Gucci, observó Brunetti.

– Creo que no.

– ¿Cómo? -preguntó Candiani imprimiendo décadas de asombro procesal en la palabra-. ¿Y por qué no?

– Yo diría que la policía de Castelfranco debe de tener varios cargos contra el signor Bonaventura.

– ¿Por ejemplo? -inquirió Candiani.

– Resistencia al arresto, obstrucción a investigación policial y homicidio por imprudencia, por ejemplo.

– No conducía yo -interrumpió Bonaventura, con una indignación audible tanto en las palabras como en el tono.

Brunetti, que miraba a Candiani, observó que la piel de debajo de sus ojos se contraía mínimamente al oír la protesta, aunque no estaba seguro de si era de sorpresa o de un sentimiento más fuerte.

Candiani guardó el cuaderno en la cartera y cerró ésta con un movimiento ágil.

– Me gustaría cerciorarme de que la policía de Castelfranco tiene esta intención, comisario. -Y, para suavizar la falta de confianza que pudiera atribuirse a sus palabras, agregó-: Pura formalidad, desde luego.

– Desde luego -repitió Brunetti levantándose a su vez.

Brunetti dio unos golpecitos en el cristal de la puerta, para llamar al agente que esperaba en el pasillo. Dejando a Bonaventura en la habitación, los dos hombres fueron en busca de Bonino, quien confirmó la suposición de Brunetti, de que la policía de Castelfranco formularía varios cargos graves contra Bonaventura.

Un agente acompañó a Candiani al locutorio, para que informara a su cliente y se despidiera de él, dejando a Brunetti con Bonino.

– ¿Lo tienen todo? -preguntó Brunetti.

Bonino asintió.

– El equipo de sonido es nuevo y lo graba todo, hasta el más leve susurro, hasta un suspiro. Sí, lo tenemos todo.

– ¿Y antes de que yo entrara?

– No. No podemos grabar mientras no haya un policía en la habitación. Confidencialidad abogado-cliente.

– ¿En serio? -preguntó Brunetti, sin poder disimular el asombro.

– En serio -repitió Bonino-. El año pasado perdimos un caso porque la defensa pudo demostrar que habíamos escuchado lo que decía a su cliente. Por eso el questore ha ordenado que no se hagan excepciones. No se graba nada si no hay un policía en la habitación.

Brunetti asintió y preguntó:

– ¿Le tomarán las huellas en cuanto se vaya el abogado?

– ¿Lo dice por los billetes?

Brunetti asintió.

– Ya están tomadas -dijo Bonino con una pequeña sonrisa-. Extraoficialmente. Esta mañana ha bebido agua mineral y del vaso hemos sacado tres huellas claras.

– ¿Y?

– El técnico del laboratorio dice que hay coincidencia; por lo menos dos aparecen en varios de los billetes que estaban en la cartera de Palmieri.

– También preguntaré en el banco -dijo Brunetti-. Esos billetes de quinientas mil liras aún son nuevos. Incluso hay gente que no los quiere, porque no encuentras quien te dé cambio. No sé si tienen un registro de la numeración, pero si es así…

– Recuerde que él tiene a Candiani -dijo Bonino.

– ¿Lo conoce?

– Todo el mundo lo conoce en el Véneto.

– Pero nosotros tenemos las llamadas telefónicas a un hombre al que él niega conocer bien, y tenemos las huellas -insistió Brunetti.

– Pero él tiene a Candiani.

27

Y nunca se había cumplido más fielmente una profecía. El banco de Venecia tenía un registro de la numeración de los billetes de quinientas mil liras distribuidos el día en que Bonaventura retiró del banco quince millones en efectivo, y entre ellos estaban los encontrados en la billetera de Palmieri. Y, por si ello no era prueba suficiente, los billetes tenían las huellas de Bonaventura.

Candiani, hablando en representación de Bonaventura, adujo que esta circunstancia era perfectamente explicable. Su cliente había retirado el dinero para pagar un préstamo personal que le había hecho Paolo Mitri, su cuñado, préstamo que había devuelto en efectivo al día siguiente de retirar el dinero, es decir, el día en que Mitri fue asesinado. Los fragmentos de la piel de Palmieri hallados en las uñas de Mitri eran prueba de lo ocurrido: Palmieri había robado a Mitri y preparado la nota por adelantado, a fin de alejar sospechas. Él había matado a Mitri, accidental o intencionadamente, para robarle.

En cuanto a las llamadas telefónicas, Candiani no tuvo dificultad para invalidarlas. Le bastó señalar que la fábrica Interfar tenía centralita, por lo que las llamadas hechas desde cualquier extensión quedaban registradas como procedentes de la centralita. Por ello, las llamadas al móvil de Palmieri había podido hacerlas cualquiera, desde cualquier lugar de la fábrica, lo mismo que Palmieri podía haber llamado a la fábrica, simplemente, para avisar del retraso de un envío.

Cuando se mencionó a Bonaventura la llamada hecha a su número desde el apartamento de Mitri la noche del asesinato, él recordó que Mitri había llamado para invitarlos a él y a su esposa a cenar la semana siguiente. Y, al hacerle observar que la llamada había durado sólo quince segundos, Bonaventura recordó que Mitri había colgado enseguida diciendo que estaban llamando a la puerta. Y manifestó consternación al darse cuenta de que el que llamaba debía de ser el asesino.

Cada uno de los detenidos había tenido tiempo para hilvanar una justificación de su huida de la fábrica Interfar. Sandi dijo que había interpretado el repentino aviso de Bonaventura de que la policía estaba allí como una orden para huir y que Bonaventura había sido el primero en correr hacia el camión. Bonaventura, por su parte, insistía en que Sandi le apuntaba a él con la pistola para obligarle a subir a la cabina. El tercer hombre decía no haber visto nada.

En la cuestión de los envíos de medicamentos, Candiani no fue tan eficaz para alejar las sospechas de la justicia. Sandi repitió y amplió su testimonio y dio los nombres y direcciones del equipo del turno de noche encargado de envasar y embalar los medicamentos falsos. Como se les pagaba en efectivo, no había constancia de sus salarios, pero Sandi facilitó hojas de horarios con sus nombres y firmas. También dio a la policía una extensa lista de envíos pasados, con fechas, contenidos y destinos.