En este momento, intervino el Ministerio de Sanidad. La fábrica Interfar fue clausurada y las naves, selladas mientras los inspectores examinaban cajas, frascos y tubos. Se comprobó que todos los productos que se encontraban en la parte central de la fábrica eran lo que indicaban los respectivos envases, pero una sección del almacén contenía cajas de embalaje llenas de sustancias sin valor terapéutico. En tres de ellas había botellas de plástico que, según la etiqueta, debían contener jarabe para la tos. Los análisis demostraron que el producto era un compuesto de agua, azúcar y líquido anticongelante, combinación que podía resultar nociva y hasta letal.
Otras cajas contenían cientos de fármacos caducados y paquetes de gasas y de hilo de sutura cuyos envases se deshacían al tacto, por el mucho tiempo que llevaban deambulando por distintos almacenes. Sandi facilitó los conocimientos de embarque y facturas que debían acompañar estas cajas a su destino en países castigados por el hambre y las epidemias, así como la lista de precios que se facturaban a las agencias internacionales, deseosas de distribuirlos entre los pobres.
Brunetti, retirado del caso por orden expresa de Patta que, a su vez, actuaba a instancias del ministro de Sanidad, seguía la investigación por la prensa. Bonaventura admitió haber intervenido en la venta de medicinas falsificadas, pero mantuvo que la idea y la instigación partían de Mitri. Al adquirir Interfar, había contratado a gran parte del personal de la fábrica que Mitri se había visto obligado a vender: ellos habían traído consigo el mal y la corrupción, y Bonaventura nada pudo hacer para oponerse. Cuando protestó a Mitri, su cuñado le amenazó con exigirle la devolución del préstamo personal y retirar el capital de su esposa, lo que suponía la ruina para Bonaventura. Éste, víctima de su propia debilidad e indefenso ante el superior poder financiero de Mitri, no había tenido más opción que la de continuar la producción y venta de medicinas falsas. Protestar hubiera supuesto la quiebra y la deshonra.
De lo que leía, Brunetti dedujo que, si el caso de Bonaventura llegaba a juicio, lo más que podía caerle era una multa, que tampoco sería muy fuerte, ya que, en realidad, las etiquetas del Ministerio de Sanidad no habían sido sustituidas ni manipuladas. Brunetti no sabía qué ley se infringía con la venta de medicinas caducadas, y menos, si la venta se realizaba a un país extranjero. La ley era más explícita en lo referente a falsificación de medicamentos, pero la circunstancia de que éstos no se vendieran ni distribuyeran en Italia complicaba la cuestión. Aunque todo esto le parecían especulaciones gratuitas. El delito de Bonaventura era asesinato, no manipular envoltorios: el asesinato de Mitri y de las personas que hubieran muerto por tomar las medicinas que él vendía.
En esta tesitura, Brunetti estaba solo. La prensa se mostraba convencida de que a Mitri lo había matado Palmieri, aunque ningún periódico se retractó de la primitiva idea, manifestada con absoluta certidumbre, de que el asesino era un fanático inducido al crimen por el acto de Paola. El magistrado decidió no procesar a Paola y el caso fue archivado.
Varios días después de que Bonaventura fuera enviado a su casa, donde debía permanecer bajo arresto, Brunetti estaba en la sala, enfrascado en la lectura del relato que hacía Arriano de las campañas de Alejandro Magno, cuando sonó el teléfono. Él levantó la cabeza, aguzando el oído para averiguar si Paola contestaba desde el estudio. Cuando, después de la tercera señal, dejó de sonar el aparato, Brunetti volvió al libro y al evidente deseo de Alejandro de que sus amigos se postraran ante él como si fuera un dios. La fuerza del relato lo arrastró inmediatamente hacia aquellos remotos tiempos y lugares.
– Es para ti -dijo Paola a su espalda-. Una mujer.
– ¿Hmm? -hizo Brunetti levantando la mirada del libro, pero sin haber vuelto del todo a la habitación ni al presente.
– Una mujer -repitió Paola desde la puerta.
– ¿Quién? -preguntó Brunetti, intercalando un billete de barco usado entre las páginas y dejando el libro en el sofá, a su lado.
Estaba levantándose cuando Paola dijo:
– No tengo ni idea. Yo no escucho tus llamadas.
Él se quedó en suspenso, encorvado como un viejo con dolor de espalda.
– Madre di Dio -exclamó. Enderezó el cuerpo y miró fijamente a Paola, que lo observaba con extrañeza.
– ¿Qué te ocurre, Guido? ¿Te duele la espalda?
– No, no, estoy bien. Pero me parece que ya lo tengo. Me parece que ya lo he pescado. -Fue al armadio y sacó el abrigo.
– ¿Qué haces? -preguntó Paola.
– Tengo que salir -dijo él sin más explicaciones.
– ¿Qué le digo a esa mujer?
– Que no estoy -respondió él y, al cabo de un momento, era la verdad.
La signora Mitri le abrió la puerta. Estaba sin maquillar y en la raya del pelo se veía una fina franja gris. Llevaba un vestido marrón sin forma y parecía haber engordado aún más desde la última vez que la había visto. Cuando él se acercó para estrecharle la mano, notó un olorcillo dulzón, a vermut o Marsala.
– ¿Ha venido a decirme algo definitivo? -preguntó ella cuando se hubieron sentado en la sala a uno y otro lado de una mesita de centro en la que había tres copas sucias y una botella de vermut vacía.
– No, señora. Lo siento, pero aún no puedo decirle nada.
La decepción hizo a la mujer cerrar los ojos y juntar las manos. Al cabo de un momento, lo miró y susurró:
– Yo confiaba…
– ¿Ha leído los periódicos?
Ella, sin preguntarle a qué se refería, movió la cabeza negativamente.
– Necesito saber una cosa. Necesito que me explique una cosa -dijo Brunetti.
– ¿Qué? -preguntó ella con voz neutra, sin demostrar interés.
– La última vez que hablamos, usted dijo que escuchaba las conversaciones de su marido. -Como ella no diera señales de haberle oído, él agregó-: Con otras mujeres.
Como él temía, las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de la mujer, cayendo en la gruesa tela del vestido. Ella asintió.
– ¿Podría decirme cómo?
Ella lo miró entornando los ojos desconcertada.
– ¿Cómo escuchaba las conversaciones?
La mujer movió la cabeza negativamente.
– ¿Cómo las escuchaba? -Ella no contestaba, y él insistió-: Es muy importante. Necesito saberlo.
Brunetti vio cómo se le encendía la cara. A demasiada gente había dicho ya que él era como un sacerdote y que sus secretos estarían bien guardados, y no quiso volver a utilizar este falso argumento. Sólo se quedó esperando.
Al fin ella dijo:
– El detective puso un aparato en el teléfono de mi habitación.
– ¿Una grabadora? -preguntó Brunetti.
Ella asintió, más colorada todavía.
– ¿Aún está instalada?
Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.
– ¿Podría traérmela? -Ella no parecía haber oído, y él repitió-. ¿Podría traérmela? ¿O decirme dónde está?
Ella se tapó los ojos, pero por debajo de la mano seguían resbalando las lágrimas.
Brunetti esperaba. Finalmente, con la otra mano, ella señaló por encima del hombro izquierdo, hacia el interior del apartamento. Moviéndose con rapidez, para no darle tiempo a arrepentirse, Brunetti se levantó y salió al vestíbulo. Recorrió todo el pasillo, pasando por delante de una cocina a un lado y un comedor al otro y, al fondo, se asomó a una habitación en la que vio trajes de hombre colgados de un perchero. Abrió la puerta de enfrente y se encontró en el dormitorio con el que sueña toda adolescente, con volantes de organza blanca en la cama y el tocador y una pared cubierta de espejos.
Al lado de la cama vio un artístico teléfono dorado, cuyo auricular descansaba en una esbelta horquilla sobre una gran caja cuadrada, provista de un disco evocador de tiempos pasados. Brunetti se acercó a la cama, se arrodilló y apartó la nube de organza. De la base del teléfono salían dos hilos, uno que iba al conector y el otro a una grabadora no mayor que un walkman. Él conocía el aparato, lo había usado para hablar con sospechosos, se activaba por la voz y la claridad de sonido era sorprendente para su tamaño.