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Brunetti desconectó la grabadora y volvió a la sala. La mujer seguía con la mano sobre los ojos, pero levantó la cabeza al oírle entrar.

Él puso el aparato encima de la mesa, delante de ella.

– ¿Es ésta la grabadora, signora?

Ella asintió.

– ¿Puedo escuchar lo grabado?

Hacía tiempo, Brunetti había visto un programa de televisión en el que se mostraba la manera en que las serpientes hipnotizan a la presa. Al ver cómo ella movía la cabeza de atrás adelante, cuando él se inclinaba hacia la grabadora, se acordó de la serpiente y se sintió incómodo.

La mujer asintió sin dejar de seguir sus movimientos con la cabeza mientras él oprimía, primero, «Re-wind» y, cuando sonó el chasquido que indicaba que la cinta se había rebobinado, «Play».

Ellos escuchaban mientras en la habitación sonaban otras voces, una de ellas, la de un muerto. Mitri se citaba para cenar con un compañero de estudios; la signora Mitri encargaba unas cortinas; el signor Mitri decía a una mujer que estaba ansioso de volver a verla. Al oír esto, la signora Mitri volvió la cara, turbada y las lágrimas volvieron a manar.

Siguieron varios minutos de llamadas diversas que sólo tenían en común la banalidad. Y nada parecía más intrascendente que la expresión verbal de la sensualidad de Mitri ahora que estaba muerto. Entonces sonó la voz de Bonaventura que preguntaba a Mitri si tendría tiempo de mirar unos papeles la noche siguiente. Cuando Mitri respondió afirmativamente, Bonaventura dijo que pasaría a eso de las nueve o, quizá, enviaría a uno de los chóferes con los documentos. Y fue entonces cuando Brunetti oyó la llamada que él confiaba que estuviera grabada. El teléfono sonó dos veces, Bonaventura contestó con un nervioso «¿Sí?» y en la habitación se oyó la voz de otro muerto.

«Soy yo. Ya está hecho.»

«¿Seguro?»

«Sí. Aún estoy aquí.»

La pausa que seguía denotaba la consternación de Bonaventura ante semejante temeridad.

«Márchate de ahí. Ahora mismo.»

«¿Cuándo nos vemos?»

«Mañana. En mi despacho. Entonces te daré el resto.»

Y los que escuchaban oyeron colgar el teléfono.

A continuación, sonó la voz nerviosa de un hombre que hablaba con la policía. Brunetti alargó la mano y oprimió «Stop». Cuando miró a la mujer vio que de su cara había sido barrida toda emoción, como por efecto de un trauma, y que las lágrimas estaban olvidadas.

– ¿Su hermano?

Ella, lo mismo que la víctima de un bombardeo, no pudo sino mover la cabeza de arriba abajo, con los ojos muy abiertos.

Brunetti se levantó y se inclinó para recoger la grabadora y la guardó en el bolsillo.

– No tengo palabras para expresar cuánto lo siento, signora.

28

Mientras caminaba hacia casa, la pequeña grabadora le pesaba en el bolsillo más que cualquier pistola o instrumento de muerte. Era como si algo tirara de él hacia abajo, y también los mensajes que contenía le pesaban, pero en el espíritu. Con qué facilidad había preparado Bonaventura la muerte de su cuñado: una simple llamada, para decirle que el chófer le llevaría unos papeles que quería que leyera. Y Mitri, inconscientemente, había abierto la puerta a su asesino, quizá había tomado unos papeles y se había vuelto para dejarlos en una mesa. Esto había dado a Palmieri la ocasión de rodearle el cuello con el cable fatal.

Para un hombre tan fuerte y experimentado como Palmieri, habría sido una maniobra instantánea, seguida, quizá, de un minuto de tensar el cable tirando de cada extremo hasta estrangular la vida de Mitri. Los restos de piel hallados en las uñas de la víctima indicaban que se había resistido, pero desde el momento en que Bonaventura llamó para decirle que le enviaba los papeles, no tenía escapatoria, estaba condenado desde el instante en que Bonaventura había decidido librarse del hombre que amenazaba su fábrica y su sórdido tráfico.

Brunetti ya no recordaba cuántas veces había dicho que de la maldad humana poco o nada podía sorprenderlo, y sin embargo, cada vez que se tropezaba con ella, seguía asombrándolo. Había visto matar por unos miles de liras y por millones de dólares, pero, cualquiera que fuera la suma, aquellas muertes no tenían sentido para él, porque era poner precio a la vida humana y afirmar que la adquisición de riqueza era un bien superior, principio que él no concebía. Ni comprendía que alguien pudiera regirse por él. Entendía por qué lo hacía la gente. Esto era relativamente fácil, y los móviles eran tan diáfanos como diversos: codicia, ambición, celos. Pero, ¿cómo se podía llegar a cometer el acto? Su imaginación no daba para tanto; era demasiado trascendente la acción, las consecuencias desbordaban sus facultades de comprensión.

Brunetti llegó a casa con las ideas confusas. Paola salió del estudio y fue a su encuentro por el pasillo. Al ver la expresión de su cara, dijo:

– Haré una tisana.

Él colgó el abrigo y entró en el cuarto de baño, se lavó las manos y la cara y se miró al espejo. ¿Cómo podía saber semejantes cosas y no tener en la cara alguna señal de este conocimiento? Recordó un poema que Paola le había leído, que trataba de la forma en que el mundo contemplaba el desastre sin sentirse estremecido por él. Los perros, creía recordar que había escrito el poeta, seguían atendiendo sus asuntos perrunos. Como él atendía los suyos.

En la cocina, en el centro de la mesa, sobre una esterilla de rafia, Brunetti vio la tetera de su abuela con dos tazones a un lado y una jarra de miel al otro. Se sentó y Paola sirvió la tisana.

– ¿Te viene bien una tila? -preguntó abriendo el tarro de la miel y echando una cucharada en una de las tazas. Él movió la cabeza de arriba abajo y su mujer le acercó la taza con la cuchara dentro. Removió la infusión, aspirando con gusto el humo aromático.

Entonces dijo sin preámbulos:

– Envió a alguien a matarlo y el asesino lo llamó desde la misma casa. -Paola no dijo nada, y procedió con el ritual de echar la miel en su propia taza, ahora, menos colmada la cuchara. Mientras ella removía el líquido, Brunetti prosiguió-: Su esposa, la de Mitri, grababa sus conversaciones con otras mujeres. -Sopló y bebió un sorbo de tila, dejó la taza en la mesa y prosiguió-: Hay una cinta de la llamada. Del asesino a Bonaventura. Este último dice que le dará el resto del dinero al día siguiente.

Paola seguía removiendo con la cuchara como si hubiera olvidado que tenía que beber. Cuando comprendió que Brunetti no tenía más que decir, preguntó:

– ¿Será suficiente? ¿Suficiente para condenarlo?

Brunetti asintió.

– Eso espero. Creo que sí. Seguramente, podrán sacar un gráfico de voz de la cinta. Es una grabadora muy sofisticada.

– ¿Y la conversación?

– Lo que dicen no deja lugar a duda.

– Ojalá -dijo ella sin dejar de remover.

Brunetti se preguntaba cuál de los dos sería el primero en mencionarlo. La miró, vio las rubias bandas de pelo caer a cada lado de su cara y se sintió conmovido.

– Ya ves que tú no tuviste nada que ver -dijo.

Ella callaba.

– Nada en absoluto -insistió él.

Esta vez ella se encogió de hombros, pero tampoco dijo nada.

Él alargó el brazo por encima de la mesa y le quitó la cuchara, la dejó en el tapete de rafia y le oprimió la mano. Ella no respondía.

– Paola, tú no tuviste absolutamente nada que ver. Lo hubiera matado de todos modos.

– Pero yo se lo puse más fácil.

– ¿Te refieres a la nota?