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Simon Hawke

El peregrino

La Tribu De Uno Volumen II

Título originaclass="underline" The Seeker. Tribe of One Trilogy, book two

Traducción: Gemma Gallart

Con todo mi afecto para Rod y Shari

Agradecimientos

Con mi más profundo agradecimiento a Bruce y Peggy Wiley, Becky Ford, Pat Connors, Robert M. Powers y Sandra West, Pamela Lloyd, Michel Leckband y al personal y directivos de Acton, Dystel, Leone y Jaffe, Inc. También deseo dar las gracias a Nancy L. Thompson del Pima Community College, y a todos mis alumnos, por mantenerme alerta y lleno de energía. Y si olvido a alguien, la culpa la tiene la fatiga del combate…

Prólogo

Las lunas gemelas de Athas inundaban el desierto de una luz espectral a medida que el oscuro sol se hundía en el horizonte. La temperatura descendía veloz mientras Ryana se calentaba sentada ante la fogata, satisfecha de haber abandonado la ciudad.

No tenía de Tyr más que malos recuerdos. De jovencita, mientras crecía en el convento villichi, había soñado con visitar la ciudad situada al pie de las Montañas Resonantes. En aquellos tiempos en que sólo podía imaginar sus mercados abarrotados y su seductora vida nocturna, Tyr había parecido un lugar exótico y fascinante. Había oído relatos sobre la ciudad de labios de las sacerdotisas de más edad, aquellas que habían realizado peregrinaciones, y había anhelado que llegara el día en que pudiera realizar su propio peregrinaje y abandonar el convento para conocer el mundo exterior. Ahora ya lo había conocido, y no se parecía en nada a sus sueños juveniles.

Cuando en sus sueños infantiles había imaginado las calles atestadas y los atractivos mercados de Tyr, lo había hecho sin los patéticos y tumefactos mendigos que se agazapaban en el polvo y gimoteaban quejumbrosos en demanda de algunas monedas, extendiendo suplicantes las manos mugrientas ante todo el que pasaba. Las pintorescas imágenes de su imaginación no habían resistido el hedor a orina y a estiércol procedente de todos los animales encerrados en la plaza del mercado, ni la basura generada por los habitantes de la ciudad, que se limitaban a lanzar sus desperdicios por las ventanas a las calles y callejones. Había imaginado una ciudad de edificios magníficos e imponentes, como si toda Tyr fuera tan impresionante como la Torre Dorada o el zigurat de Kalak, pero en lugar de ello había encontrado sobre todo edificios de ladrillos toscamente enlucidos cubiertos de yeso agrietado y desconchado, construcciones vetustas, macizas y de un invariable tono terroso, como los desvencijados cuchitriles de los suburbios. Era allí donde la gente pobre de Tyr vivía en unas condiciones sórdidas y lastimosas, apretados unos contra otros como animales apiñados en corrales apestosos.

No había imaginado la existencia de tantas alimañas y porquería, ni las moscas y la fetidez de la descomposición de las basuras que se pudrían en las calles, ni los rateros, los asesinos y las vulgares prostitutas pintarrajeadas, ni tampoco las turbas desatadas de gente desesperada atrapada en la dolorosa transición de una ciudad que se esforzaba por pasar de la tiranía de un rey-hechicero a una forma de gobierno más abierta y democrática. Ni se le había pasado por la cabeza que podría ir a Tyr no como una sacerdotisa en peregrinación, sino como una joven que había roto sus sagrados votos y huido del convento en plena noche, en pos del único hombre que había conocido y amado; tampoco se había figurado que antes de abandonar la ciudad aprendería lo que significaba matar.

Volvió la espalda a la ciudad desdibujada en la distancia, sin arrepentirse por haberla abandonado, y fijó la mirada en el desierto que se extendía a sus pies. Ella y Sorak habían acampado en la cima de una loma que dominaba el valle de Tyr, justo al este de la ciudad. Más allá de la ciudad, al oeste, las colinas se elevaban al encuentro de las Montañas Resonantes y, al este, descendían progresivamente, rodeando el valle casi por completo a excepción del desfiladero que se abría directamente al sur, por el que discurría la ruta comercial que desde Tyr atravesaba los altiplanos. Las caravanas utilizaban siempre el desfiladero, para luego dirigirse al sudoeste hacia Altaruk, o girar al nordeste en dirección al Arroyo Plateado, antes de encaminarse al norte a Urik, o al nordeste a Raam y Draj. Al este del oasis conocido como Arroyo Plateado, no había otra cosa que rocoso e inhóspito desierto, un erial sin senderos conocido por el nombre de Planicies Pedregosas que se extendía durante kilómetros hasta morir ante las Montañas Barrera, tras las que se encontraban las ciudades de Gulg y Nibenay.

Todas las caravanas tenían sus rutas trazadas, se dijo Ryana, en tanto que la de ellos aún no estaba fijada. Sentada allí sola, arrebujada en su capa, la larga melena plateada ondeando suavemente a impulsos de la brisa, la joven se preguntaba cuándo regresaría Sorak. O más bien habría que decir «el Vagabundo», pensó, puesto que, poco antes de abandonar el campamento, Sorak se había dormido y el Vagabundo había hecho su aparición y tomado el control de su cuerpo. En realidad no conocía muy bien al Vagabundo a pesar de haber estado en contacto con él muchas veces, ya que aquel ente no era nada conversador. Era un cazador y un rastreador, una entidad que conocía bien los bosques montañosos y el desértico altiplano.

El Vagabundo comía carne, al igual que las otras entidades que componían la tribu interior de Sorak, y sin embargo este último, así como las villichis entre las que se había criado, era vegetariano; era una de las muchas anomalías de su multiplicidad. Aunque, a diferencia de ella, el joven no había nacido villichi, había crecido en su convento y adoptado muchas de sus costumbres, y, como todas las villichis, había jurado seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector.

Ryana recordaba el día en que la venerable pyreen había llevado a Sorak al convento, tras encontrarlo medio muerto en el desierto, donde había sido abandonado a su suerte por su tribu, que lo había expulsado de su seno por ser mestizo. A pesar de que las razas humanas y semihumanas de Athas se mezclaban con frecuencia, y mestizos como semienanos, semigigantes y semielfos no eran nada insólito, Sorak era un elfling, tal vez el único de su raza.

Elfos y halflings eran enemigos mortales, y por lo general se mataban nada más verse. Sin embargo, de algún modo, un miembro de la raza elfa y otro de la raza halfling se habían apareado para producir a Sorak y otorgarle las características de ambas razas. Los halflings eran menudos, aunque fornidos, mientras que los elfos eran altos, delgados y de extremidades largas. Las dimensiones de Sorak, una mezcla de ambas, eran similares a las de los humanos y, de hecho, a simple vista el joven parecía totalmente humano.

Las diferencias eran pequeñas pero significativas. La larga cabellera negra era espesa y abundante, como la melena de un halfling. Los ojos estaban hundidos y eran muy oscuros, con una mirada inquietante y taladradora, y, al igual que a elfos y halflings, le permitían ver en la oscuridad; poseían además el mismo brillo felino que cobraban los ojos de los halflings cuando la luz desaparecía. Las facciones de su rostro tenían un aspecto élfico muy marcado, con pómulos elevados y prominentes; una nariz afilada; una barbilla estrecha, casi puntiaguda; una boca ancha y sensual, cejas arqueadas y orejas puntiagudas. Y, como los elfos, era barbilampiño.

Pero, por extraordinario que fuese su aspecto físico, su estructura mental resultaba aún más insólita: Sorak era una «tribu de uno». Se trataba de un estado sumamente raro y, por lo que Ryana sabía, tan sólo las villichis lo comprendían. Sabía al menos de dos casos acaecidos entre las villichis, aunque ambos pertenecían al pasado. Las dos sacerdotisas afectadas habían redactado prolijos diarios, y, de niña, Ryana los había estudiado en la biblioteca del templo para poder comprender mejor a su amigo.