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– Comprendo -dijo la muchacha-. En ese caso, si fuera yo la que debiera escoger, me negaría, desde luego. Pero supón que se tratara del primer caso que mencionaste…

– ¿Unirnos a todos en una persona…, en Sorak? -inquirió la Guardiana.

– De un modo que os conservara a todos, aunque como un solo individuo en lugar de muchos. ¿Entonces qué dirías?

– Si eso fuera posible -respondió la otra-, entonces creo que, quizá, no tendría objeciones. Si la conversión de todos en uno junto con su conservación como una parte de Sorak beneficiara a la tribu, sería sin duda mejor así. Pero, una vez más, hay que considerar lo que podría ganarse y lo que podría perderse. ¿Qué sería de todos los poderes que acumulamos como tribu? ¿Permanecerían, o se perderían? ¿Y qué pasaría con Kether? Si Kether es, como sospechamos, un espíritu procedente de otro plano, ¿se podría conservar su capacidad para manifestarse a través de Sorak, o habríamos destruido para siempre ese puente?

– Sí, ésas son cosas que habría que tener en cuenta -repuso Ryana, asintiendo-. De todos modos, no era más que especulación inútil. Tal vez ni siquiera el Sabio tenga ese poder.

– No lo sabremos hasta encontrarlo -contestó la Guardiana-. ¿Y quién sabe el tiempo que puede necesitar esta búsqueda? Todavía hay algo más que debemos tener en cuenta en el análisis de posibilidades. Algo que a lo mejor no has tomado en consideración.

– ¿Y es?

– Supongamos que encontrábamos al Sabio, y que él pudiera unirnos a todos en una persona, sin perjuicio para nadie. Sorak se convertiría en la tribu, todos fusionados en una persona que fuera, como tú dices, «normal». Y la tribu se convertiría en Sorak. Todas las cosas que yo soy, todo lo que es Kivara y Poesía, la Centinela y el Vagabundo y la Sombra, Chillido y Eyron y los otros, algunos de los cuales están aún profundamente enterrados, todos se convertirían en una parte de Sorak. ¿Qué le sucedería, entonces, al Sorak que tú conoces y amas? ¿No se convertiría en alguien muy diferente?, ¿no dejaría de existir el Sorak que tú conoces?

Ryana siguió andando en silencio durante un rato, rumiando sus palabras, y la Guardiana no interfirió en su meditación. Por fin, la muchacha dijo:

– Jamás había considerado la posibilidad de que Sorak pudiera cambiar de un modo que lo hiciera totalmente distinto. Si ése fuera el caso, supongo que mis propias ideas sobre la cuestión, mis propios sentimientos, dependerían de que tal cambio redundara o no en su beneficio; es decir, en beneficio de todos vosotros.

– No quisiera ser dura -intervino la Guardiana-, pero considera también que es el Sorak que conoces ahora el que te ama. Yo comprendo ese amor, y soy capaz de compartirlo hasta cierto punto, pero yo no podría quererte del modo en que lo hace él. Quizá sea porque soy mujer y mi naturaleza me impide amar a otra de mi sexo. Si Sorak cambiara en la forma que estamos debatiendo, tal vez ese amor cambiaría igualmente. Pero también debes tener en cuenta a los otros. Si bien Eyron es hombre, piensa en ti como una amiga, no como una amante. La Centinela no te ama y jamás podría hacerlo. Al Vagabundo le resultas indiferente, aunque no por alguna falta tuya; simplemente el Vagabundo es el Vagabundo, y no es muy dado a tales emociones. Lo mismo sucede con la Sombra. A Kivara la fascinan las sensaciones y experiencias nuevas, por lo que probablemente no se negaría a una relación física contigo, pero sería una amante voluble y despreocupada. Y están todos los otros, cuyos sentimientos y formas de pensar contribuirían a la creación del nuevo Sorak del que hablamos. Es posible que este nuevo Sorak ya no te amara.

– Si el cambio lo beneficiara a él -Ryana se humedeció los labios-, si os beneficiara a todos, y lo hiciera feliz a él, yo lo aceptaría, sin importar el sufrimiento que pudiera causarme.

– Bueno, estamos hablando de algo que a lo mejor no sucede jamás -respondió la Guardiana-. La primera vez que hablamos de tu amor por Sorak, te llamé egoísta y te acusé de pensar sólo en ti. Fui desagradable y ahora lo lamento, porque ahora sé que no eres nada de eso. Y lo que voy a decir lo digo no por mí, sino por tu bien. Anhelar algo que tal vez nunca llegue es como poner los cimientos en una ciénaga. Es más que probable que tus esperanzas se hundan en el cenagal. Sé que esto es más fácil de decir que de hacer, pero, si pudieras intentar aprender a querer a Sorak como un amigo, un hermano, quizás evitarías que se te parta el corazón suceda lo que suceda en el futuro.

– Tienes razón -repuso Ryana-. Es más fácil de decir que de hacer. Ojalá no fuera así.

Siguieron viajando durante todo el día, deteniéndose de vez en cuando a descansar, y el viaje transcurrió, en su mayor parte, sin incidentes. A medida que avanzaba la jornada, la temperatura fue subiendo sin pausa, y el oscuro sol athasiano empezó a caer a plomo sobre ellos, inmisericorde. Sorak volvió a salir al exterior y la acompañó el resto del trayecto, aunque la Guardiana le impidió recordar la última parte de su conversación; de todos modos la conversación se fue tornando más escasa entre ambos, a fin de conservar las energías para el largo trayecto que tenían por delante.

Ryana no había viajado nunca por el desierto athasiano y, mientras atravesaban el altiplano, que se extendía ante ellos aparentemente hasta el infinito, se maravillaba ante la salvaje belleza del terreno y su sobrenatural quietud.

Siempre había considerado el desierto como un lugar vacío y desolado, pero no era así en absoluto. Estaba lleno de vida, aunque, por fuerza, ésta había tenido que encontrar formas de adaptarse al inhóspito clima.

El paisaje estaba salpicado de achaparrados árboles de pagafa, que crecían aquí mucho más pequeños y más retorcidos que en el bosque y alrededor de las ciudades, donde disponían de más agua. Aquí, en el altiplano, no crecían por encima de los tres o cuatro metros, y sus ramas desnudas, retorcidas y sin hojas no proporcionaban la menor sombra. Sus troncos y ramas de un tono azulverdoso les permitían fabricar energía nutriente a partir del sol, y sus raíces se hundían profundamente en busca de agua, extendiéndose a uno y otro lado mediante numerosas ramificaciones. Durante la breve estación de las lluvias, cuando los monzones barrían el desierto para depositar la preciosa agua en breves pero violentas tormentas, las ramas del árbol de pagafa echaban unas hojas finas como agujas que creaban una especie de corona plumosa, e incluso brotaban ramas adicionales para aprovechar el agua extra. Luego, al regresar la casi omnipresente sequía, las hojas en forma de aguja caían y las nuevas ramas volvían a secarse de modo que el árbol conservara la energía para el nuevo ciclo de crecimiento.

Las hojas caían, secas en menos de un día, y formaban un manto de color orín bajo el árbol. Estas hojas secas resultaban un excelente material para los nidos que construían los roedores del desierto, los cuales excavaban sus madrigueras debajo de las muchas clases de cactos que crecían en el altiplano. Algunos cactos eran muy pequeños, apenas del tamaño de un puño humano, cubiertos de una pequeña capa de plateados alfileres que una o dos veces al año -tras las lluvias- se convertían en flores de brillantes colores que sólo duraban un día; otros eran grandes y en forma de tonel, tan altos como un hombre adulto y el doble de gruesos.

A los roedores les encantaba anidar entre las gruesas raíces de la base del pagafa, y, con el tiempo, sus excavaciones mataban la planta, aunque ello tardaba varios años en suceder. Poco a poco, el enorme árbol perdía su punto de apoyo y se desplomaba a causa de su propio peso, y al poco tiempo ya estaba seco; se convertía entonces en hogar temporal de kips y escarabajos, que se alimentaban de su carne pulposa antes de que acabara de secarse. Las largas y gruesas espinas de los cactos eran cosechadas por los antloids del desierto, cuyos obreros formaban largas hileras a través del desierto cada vez que trasladaban las gruesas espinas hasta sus nidos para que sirvieran de sostén a los innumerables túneles que excavaban en el reseco suelo del desierto.