Aunque el Vagabundo estaba a la vanguardia de su conciencia corporativa, aquellos de ellos que estaban despiertos participaban de sus percepciones y experiencias. No todas las entidades que componían la compleja criatura llamada Sorak compartían la vigilia aquella noche. Poesía dormía, pues prefería la luz del día para estar despierto y así observar con infantil satisfacción lo que Sorak y los otros hacían, y salir al exterior de vez en cuando para cantar o silbar cuando los otros sentían necesidad de su carácter alegre. La temible entidad conocida como la Sombra también dormía, y los otros temían deambular por las profundidades de la esencia de Sorak donde ésta dormitaba. Era como una enorme bestia en hibernación, casi siempre dormida, aunque a veces despertaba para observar como una criatura al acecho en su cueva, que sólo se manifestaba cuando era necesario liberar el lado siniestro de la naturaleza de Sorak.
Más abajo, en lo más profundo de la psiquis de Sorak, dormía un ser que ninguno de los otros conocía realmente, ya que esta entidad nunca despertaba. Todos conocían su existencia, pero sólo en el sentido de que sabían que se encontraba allí, envuelta en capas de protectores bloqueos mentales. Se trataba del Niño Interior, la parte más vulnerable de todos ellos, aquella de la que todos habían surgido. El Niño era el progenitor de los hombres y mujeres en que se habían convertido, pues los había dado a luz diez años atrás en el desierto athasiano, cuando la pequeña y asustada criatura que era había sido desterrada por su tribu para morir en el desierto ignoto. En un último grito desgarrador de abyecto terror, aquel niño había dado a luz a todos ellos y había huido de algo que ya no podía soportar. Ahora dormía, en las profundidades del refugio que se había construido para sí, acurrucado en un sueño parecido a la muerte. Y, en cierto modo, quizás, era una especie de muerte. Era probable que el Niño Interior no despertara jamás. Y, si lo hacía, ninguno de los otros sabía qué sería de ellos.
La Guardiana recelaba. Todos habían nacido cuando el Niño había huido de la vida de vigilia, que se había convertido en una pesadilla. Ahora el Niño dormía. Si despertaba otra vez, podría muy bien ser el final de todos ellos, quizás incluso de Sorak. Sorak, en cierto sentido, no era el Niño crecido. El joven era el primario, porque así era el acuerdo al que habían llegado entre ellos, un pacto que había sido necesario para preservar la cordura general; pero también él había nacido después del hecho, después de que el Niño se durmiera. Si el Niño Interior despertaba, existía la posibilidad -la Guardiana no sabía hasta qué punto era ello probable- de que se integrara con el muchacho, y tal vez también con algunos de ellos. Pero existía asimismo la posibilidad de que Sorak, como el resto de ellos, dejara de existir, y que el cuerpo que todos compartían regresara al Niño que había sido antes; no en una forma física, sino mental. La Guardiana meditaba sobre ello a menudo, y se sentía intrigada.
Kivara no tenía tales preocupaciones. A ella le encantaba la noche, y a menudo efectuaba cortas siestas durante el día para poder mantenerse despierta por la noche, en especial cuando el Vagabundo tomaba las riendas y salía de caza. Kivara no era cazadora. Era puramente una criatura de los sentidos, traviesa y curiosa, una jovencita astuta que carecía de la capacidad de reconocer cualquier límite. Si hubiera podido actuar con total libertad, se habría entregado a todo placer sensual que se le presentara, o habría explorado cualquier nueva experiencia fascinadora que se cruzara en su camino, sin tener en cuenta los riesgos. En ese sentido, podía resultar peligrosa, ya que, si los otros no la vigilaban, podía ponerlos en peligro a todos… y luego huir, regresando al interior para dejar que otro cargara con la responsabilidad de salvaguardar su bienestar.
Aquella noche, sin embargo, Kivara tenía suficiente con permanecer despierta y observar, sentir y escuchar. A través de los aguzados sentidos del Vagabundo, la noche le llegaba llena de animación, y ella no tenía intención de inmiscuirse, en parte porque carecía de esa capacidad. El Vagabundo era mucho más fuerte y, si ella hubiera realizado tal intento, se habría limitado a hacerla a un lado con violencia y devolverla al interior, de la misma forma en que espantaría a una molesta mosca del desierto o se quitaría de los pantalones de un capirotazo a una pulga de la arena. Pero Kivara no sentía ningún deseo de salir al exterior cuando el Vagabundo se manifestaba porque a través de él podía experimentar placeres sensuales con mucha más claridad que cuando era ella la que tomaba las riendas. Y además, claro está, estaba hambrienta, y nadie comería hasta que la entidad hubiera cazado.
Eyron se limitaba a esperar… impaciente como siempre. Deseaba que el Vagabundo se diera prisa y les encontrara alguna pieza. Nunca conseguía entender por qué se demoraba tanto. Su naturaleza irónicamente cínica y pesimista lo hacía preocuparse pensando que, tal vez, aquella noche el Vagabundo fracasaría en su caza y tendrían que soportar un día más de Sorak y su comida de druidas. Eso exasperaba a Eyron. Aquellas sacerdotisas estúpidas habían embrollado el pensamiento del muchacho. El chico era mitad elfo y mitad halfling; y tanto los unos como los otros comían carne.
Eyron prefería la suya cruda y recién cazada, pero cualquier carne serviría en lugar del forraje que Sorak comía durante el día. ¿Para qué necesitaba semillas y fruta y hojas de loto? ¡Eso era una dieta para un kank, no para un elfling! Cada vez que estaban en una ciudad y Sorak pasaba ante un puesto donde vendían carne guisada, Eyron la olía y empezaba a salivar. A veces, el mismo Sorak empezaba a salivar impulsado por el hambre del otro, y Eyron percibía la irritación del primario y se retiraba precipitadamente, enfurruñado. Deseó que el Vagabundo no tardara mucho. Quería alimentarse e irse a dormir con la panza llena.
El Vagabundo sintió la impaciencia de Eyron, pero no le prestó atención. Casi nunca prestaba demasiada atención a aquella entidad porque los pensamientos que ésta tenía eran insustanciales y no le interesaban. Eyron no sabía cazar, no sabía seguir un rastro, no era capaz de oler la caza, ni era lo bastante observador para detectar sus movimientos entre la maleza del desierto. No podía oír nada excepto el sonido de su propia voz, de la que se sentía desmesuradamente orgulloso. Eyron, pensaba el Vagabundo, era una criatura estúpida. Él prefería mucho más la compañía de Poesía, que también era estúpido, pero de una forma agradable. Durante el día, cuando el Vagabundo salía al exterior, a menudo dejaba que Poesía saliera con él y entonara una alegre canción que él escuchaba mientras seguía un rastro. Pero escuchar a Eyron era una pérdida de tiempo, se dijo el Vagabundo. Eyron percibió el pensamiento y muy ofendido se mantuvo en silencio.
Mientras andaba, el Vagabundo mantenía la vista fija en el suelo a su alrededor en busca de señales de caza. Su visión nocturna era tan aguda como la de un gato montes, y de improviso descubrió algo; el Vagabundo se arrodilló para examinar unas débiles marcas en el suelo que habrían pasado inadvertidas a cualquiera de los otros. Eran los arañazos producidos por el paso de un erdland, una enorme ave del desierto incapaz de volar que andaba erguida sobre dos largas y fuertes patas terminadas en afiladas garras. El Vagabundo sabía que los erdlands estaban emparentados con los erdlus, que corrían en libertad por el altiplano, pero a los que también criaban los pastores del desierto para venderlos en los mercados de las ciudades. Los erdlus eran muy apreciados por los habitantes de las ciudades, en especial por sus huevos, aunque a menudo también se consumía su carne. Un erdlu salvaje podía resultar difícil de atrapar, ya que se espantaban con facilidad y podían correr a gran velocidad. Sin embargo, al ser aves de mayor tamaño, los erdlands no eran tan veloces. Y, si bien sus huevos no eran tan sabrosos como los de los erdlus, su carne podía resultar una cena satisfactoria; un erdland podía suministrar un festín, bastante carne para llenar varios estómagos hasta reventar, y aún dejar sobras suficientes para que pudieran comer los carroñeros del desierto. No obstante, aunque un erdland no se moviera tan deprisa como su pariente de menor tamaño, abatir uno planteaba otras dificultades.