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Un erdland adulto medía unos cinco metros de altura y pesaba casi una tonelada. Sus fuertes patas lanzaban patadas mortales, y sus zarpas infligían graves heridas. Por otra parte, un ave adulta, como lo era ésta a juzgar por su rastro, poseía un gran pico cuneiforme, al contrario que los animales jóvenes, cuyos picos eran pequeños y no tan peligrosos; un erdland adulto picaba con tanta fuerza que podía destrozar un hueso, y un mordisco de su poderoso pico podía arrancar una mano de cuajo.

El Vagabundo estudió con atención el terreno alrededor del rastro. Los erdlands salvajes acostumbraban vagar en rebaños, pero éste parecía solo, y el rastro era reciente. El Vagabundo regresó junto al rastro y empezó a seguirlo, buscando indicios que pudieran decirle si el animal estaba herido. Pocos metros más allá, encontró lo que buscaba: al ave le faltaba parte de una zarpa; no era suficiente para incapacitarla, pero sí para aminorar su velocidad e impedir que corriera junto al resto del rebaño. Ésta había quedado rezagada, si bien no por ello sería presa fácil.

El Vagabundo siguió el rastro, avanzando deprisa pero sin hacer ruido mientras iba tras su presa. De cuando en cuando, casi como un animal, se detenía y olfateaba el aire, para evitar tropezar de improviso con el ave y alertarla de su presencia. Por fin, tras seguir el rastro durante quizás un kilómetro o más, percibió su olor. Los sentidos de un humano no habrían sido lo bastante finos para captarlo, pero el Vagabundo olió el leve olor almizclero de la criatura en el viento. Calculó rápidamente de dónde soplaba la brisa para asegurarse de que se encontraba a favor del viento, y luego avanzó agachado iniciando el acecho.

Tras recorrer tal vez un cuarto de kilómetro, lo oyó. Se movía despacio, y las patas producían débiles ruidos sordos que habrían sido inaudibles para oídos humanos, pero no para los del Vagabundo. Éste volvió a comprobar el terreno. Aunque no había señales de otros depredadores, se tomó el tiempo necesario para confirmar que ninguna otra criatura iba también tras su presa. Los erdlands eran lo bastante grandes para que sólo se atrevieran a atacarlos las criaturas nocturnas de mayor tamaño y ferocidad, pero no sería inteligente centrarse tan sólo en la pieza a mano y descuidar a otro depredador que pudiera acecharla. Eso podía conducir a una sorpresa desagradable, y competir con otro animal por la presa no sólo sería peligroso, sino un modo seguro de dar al erdland tiempo suficiente para escapar.

El Vagabundo notó la ansiedad de los otros pero no hizo el menor caso. Un buen cazador nunca se precipitaba. Se acercó con cautela y muy despacio a su presa. Poco a poco, redujo la distancia entre él y la enorme ave. Tenía sus buenos cuatro metros de altura, con un largo cuello sinuoso y un enorme cuerpo redondeado del que surgían sus fuertes patas como si fueran zancos. El escamoso collar, que el animal hinchaba y dilataba al atacar para que su cabeza resultara mayor y más temible, estaba doblado sobre sí mismo mientras la criatura avanzaba con lentitud, escudriñando el terreno frente a ella en busca de comida. El Vagabundo se agachó al máximo y con suma paciencia empezó a describir un círculo por detrás, teniendo buen cuidado de no hacer el menor ruido, y haciendo caso omiso del tenso nerviosismo de los otros para evitar que nada lo distrajera. Sus movimientos eran ágiles y felinos mientras se acercaba a cuatro patas, deteniéndose de vez en cuando para comprobar el viento y asegurarse de que no había cambiado.

Se necesitaba una paciencia infinita, ya que el menor sonido podía poner sobre aviso a su presa. El más leve chasquido de una rama seca de algún matorral enano del desierto, el más ligero crujido del pie sobre las piedras, un cambio repentino de la brisa… y el ave se enteraría de su presencia en un instante y o bien huiría o se volvería y atacaría. Un erdland resultaba de lo más peligroso cuando uno se lo encontraba de frente.

El Vagabundo avanzó despacio, acortando distancias gradualmente entre él y su presa, que seguía sin advertir su presencia a pesar de que él había conseguido acercarse hasta quedar a sólo tres o cuatro metros de ella. Estaba casi lo bastante cerca, pero aún no, aún no lo suficiente. Quería asegurarse.

Sólo dos o tres metros ahora. Si el pájaro se volvía, no podría evitar verlo. La luz de las lunas sobre el desierto hacía que destacara con claridad, y sólo su sigilo y el hecho de mantenerse justo detrás de su presa le habían permitido acercarse tanto.

De improviso el ave se detuvo en seco y elevó alarmada la cabeza mientras erguía el cuello.

Fue entonces cuando el Vagabundo atacó.

Con una rapidez igualada tan sólo por la de un elfo, se incorporó, dio tres zancadas a toda velocidad, y saltó. Aterrizó sobre el lomo en el mismo instante en que el ave emprendía la huida, y apretó las piernas con fuerza alrededor del cuerpo a la vez que se asía a su cuello con ambas manos.

La criatura lanzó un grito agudo y saltó hacia adelante, brincando con fuerza sobre las poderosas patas en un intento de quitárselo de encima, en tanto que al mismo tiempo el collar se hinchaba al máximo y el fuerte y musculoso cuello se retorcía entre sus manos. El Vagabundo se aferró con todas sus energías mientras el ave intentaba torcer la cabeza y picotearlo. Un golpe de aquel potente pico cuneiforme podía partirle el cráneo. El Vagabundo resistió los esfuerzos del ave para girar la cabeza, y se sujetó con fuerza, apretando las piernas, mientras el erdland saltaba de un lado a otro frenético, intentando desmontarlo.

El animal lo intentó todo para soltarse. Lanzó al frente el largo cuello para lanzar a su atacante hacia adelante y hacerle perder el equilibrio de modo que pudiera arrojarlo al suelo, pero el Vagabundo se mantuvo firme y tiró hacia atrás, impidiendo que el ave estirara por completo el cuello. Por un instante, el erdland luchó contra su tirón; luego cedió de improviso y dejó que el tirón llevara el cuello hacia atrás. El Vagabundo estuvo a punto de perder el equilibrio, pero consiguió sujetarse.

La criatura saltaba de una pata a la otra, haciendo lo imposible para desmontarlo, y el Vagabundo sentía arder sus músculos por el esfuerzo de intentar seguir aferrado. El ave torció la cabeza primero a un lado, luego al otro, pero él no se soltó. Cuando el animal volvió a echar el cuello bruscamente hacia atrás una vez más para intentar derribarlo, él se dejó llevar por el movimiento y utilizó la oportunidad para deslizar las manos con rapidez cuello arriba hasta debajo del hinchado collar del erdland, en el preciso punto en que el cráneo se unía al cuello.

El pájaro chilló mientras él intentaba doblarle la cabeza hacia arriba y atrás; los saltos del ave redoblaron, pero el Vagabundo no se soltó. La criatura intentó estirar el cuello hacia adelante otra vez, pero él luchó con todas sus fuerzas para impedirlo, al tiempo que forzaba la cabeza hacia arriba hasta que el pico del ave apuntó directamente al cielo. El pico cuneiforme chasqueó impotente y el animal chilló cuando él forzó la cabeza aún más atrás, los músculos de sus brazos tensos y a punto de estallar. Y, por fin, el cuello se partió.

El pájaro se desplomó como una piedra y chocó con fuerza contra el suelo, mientras el Vagabundo saltaba lejos, aterrizaba violentamente y gateaba para alejarse de sus patas, que se debatieron por unos instantes antes de que el animal quedara totalmente inmóvil. Las demás entidades estaban entusiasmadas. El Vagabundo se incorporó y desenvainó el cuchillo de caza.