Se inclinó y, levantando una de las largas patas del ave, desgarró la parte más blanda del vientre. La sangre corrió a borbotones, y su olor resultaba embriagador. La entidad echó hacia atrás la cabeza y lanzó un grito triunfal. Los otros sintieron su alegría y sensación de logro, el cumplimiento de su propósito, y lo celebraron con él. Luego empezaron a comer.
El Vagabundo no se apresuró mientras se encaminaba de regreso al lugar donde habían acampado. Todos habían comido hasta hartarse y dejado atrás lo suficiente para satisfacer una horda de carroñeros. Nada se desperdiciaría. Sólo los huesos de la enorme ave quedarían para blanquearse despacio bajo el sol del desierto, una vez que sus escamas se hubieran secado y desperdigado con el viento. Tras una cacería afortunada, al Vagabundo le gustaba andar y sentir la noche, saborear sus sonidos y olores, abrir su espíritu a la inmensidad del desierto.
A diferencia del amparo del bosque en las Montañas Resonantes, donde gozaba del dosel de hojas sobre su cabeza y sentía la proximidad de los árboles, los altiplanos eran amplios y al descubierto, una llanura desértica aparentemente infinita que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista. El Vagabundo sentía una fuerte afinidad con el bosque, pues éste era y sería siempre su hogar, pero el desierto poseía su propia belleza dulce y salvaje. Era como si él se sintiera a sí mismo expandiéndose en un desesperado intento de llenarlo con su presencia. El bosque era acogedor y confortable, pero aquí, aquí tenía espacio para respirar. Existía una clase de soledad diferente allí en el altiplano; una soledad que lo llenaba con una sensación de la inmensidad del mundo cruel en el que vivía, de su majestad. A pesar de la desolación del desierto, éste poseía una especie de serenidad que infundía una sensación de paz.
Podía ser un lugar brutal, peligroso e implacable donde la violencia golpeaba de improviso al incauto, pero para aquel que no se enfrentaba a él y que era capaz de aceptar su forma de ser podía resultar un lugar de transformación.
El Niño había estado a punto de morir en el desierto en una ocasión, muchos años atrás. Pero, en lugar de ello, la tribu había nacido allí, y ahora había regresado y aprendido cómo sobrevivir en él. Y en los altiplanos de Athas la supervivencia no era ninguna tontería. El Vagabundo meditaba sobre todo esto mientras regresaba al campamento.
Se detuvo de repente. Todos sus sentidos se habían agudizado y concentrado. A poco ya sabía qué era lo que le había alertado, y empezó a correr, a toda velocidad, de vuelta al campamento.
Ryana estiró el brazo rápidamente para coger su ballesta, pero, durante el breve instante en que apartó los ojos, la sombra desapareció. Poniéndose de rodillas tensó el arco e insertó una de las saetas de su carcaj; luego sujetó la ballesta frente a ella, lista para alzarla al momento, en tanto que sus ojos escudriñaban la zona circundante. Tal vez sólo había sido su imaginación, pero estaba segura de haber visto moverse alguna cosa allí fuera; fuera lo que fuera la sombra, parecía haberse perdido en la noche.
Ryana se humedeció los labios, que de repente notaba muy secos; ansiaba que Sorak regresara. Permaneció totalmente inmóvil, alerta, el arco listo, los oídos aguzados para percibir el menor sonido. A lo lejos, resonó el grito de algún animal. Algo que cazaba, o era cazado. Sonaba muy lejano. Deseó arrojar un poco más de leña al fuego, que estaba ya casi apagado, pero no se decidía a bajar la ballesta. ¿Podría haber sido sólo una triquiñuela de la luz de las lunas? La fría brisa nocturna agitó su larga melena mientras permanecía agazapada y esperando, escuchando con atención. ¿Era eso algo que se movía, o sólo el viento, susurrando entre los matorrales?
Durante lo que pareció una eternidad, Ryana se quedó inmóvil, la ballesta preparada. No se veía ninguna señal de movimiento fuera del campamento, y ahora no oía más que el susurro del viento por entre los pastos resecos del desierto y las ramas de pagafa sobre su cabeza. La hoguera estaba casi apagada del todo. Soltó el aire, dándose cuenta de repente de que había estado conteniendo la respiración, dejó la ballesta en el suelo, y estiró el brazo para coger unas cuantas ramas que echar a la fogata.
Una sombra cayó sobre ella de improviso, y sintió cómo unos fuertes brazos la rodeaban desde atrás.
Con un grito, alzó los brazos y se escabulló de su atacante; luego rodó y lanzó una veloz patada hacia atrás con una pierna. Sintió cómo el pie chocaba con algo y escuchó un sordo gruñido cuando alguien o algo cayó al suelo; entonces se incorporó con una voltereta para enfrentarse a lo que la había atacado.
Las ramas secas que había arrojado al fuego prendieron de improviso, y distinguió lo que en un principio parecía un hombre levantándose. Era muy alto y fornido, con espaldas anchas, cintura estrecha, larga melena oscura y facciones enjutas; pero las proporciones no parecían correctas.
Con aquellos brazos y piernas desmesuradamente largos, semejaba casi un villichi masculino, aunque, claro está, eso era imposible. Advirtió que sus orejas eran puntiagudas y pensó que se trataba de un elfo, y entonces vio sus manos cuando las alzó frente a él, los dedos curvados como zarpas. Las manos eran muy grandes, más del doble del tamaño de unas manos humanas normales, y los dedos eran al menos el triple de largos. Estos últimos parecían ensancharse en las puntas, y entonces, de repente, comprendió lo que eran: ventosas. Con un escalofrío involuntario, se dio cuenta de a qué se enfrentaba. No era un hombre ni un elfo. Era un thrax.
En algún momento, debía de haber sido humano, pero ya no lo era. Era una criatura infame creada por otra como ella. Los primeros thraxes habían sido abominaciones creadas por la magia profanadora a modo de plaga que lanzar contra sus enemigos; pero ni los profanadores habían podido controlarlos. Se volvieron salvajes y huyeron al desierto, donde atacaban por sorpresa a los viajeros. Transformándose en sombras, los thraxes se acercaban sigilosamente a sus desprevenidas víctimas y luego se materializaban a su espalda, las sujetaban con sus fuertes brazos y fijaban las ventosas para absorber toda el agua de sus cuerpos. Infligían tal dolor que por lo general sus víctimas ni siquiera podían resistirse, y morían de una forma horrible, convertidas en cadáveres deshidratados.
Ryana no sabía de nadie que hubiera sobrevivido al ataque de un thrax. Aun cuando la víctima consiguiera soltarse, el contacto con aquellas ventosas hacía que la repugnante magia que había creado a estas vampíricas criaturas pasara a la víctima y, con el tiempo, aparecía un nuevo thrax. La mágica mutación se iniciaba con un escozor en manos y pies, luego en brazos y piernas a medida que los huesos se iban alargando. El dolor aumentaba, extendiéndose por todo el cuerpo, y luego la piel de las puntas de los dedos se resquebrajaba y empezaba a sangrar a medida que brotaban las ventosas de la carne. Al mismo tiempo, aparecía una sed terrible, una sed que, en un principio, podía saciarse chupando los fluidos de pequeños mamíferos. Pero la sed aumentaba, eliminando toda cordura, y sólo una víctima que fuera humanoide o humana podía facilitar suficientes fluidos corporales para saciarla… aunque por poco tiempo.
La arrugada boca del thrax se retorcía sedienta, mientras la repugnante criatura permanecía agazapada al otro lado de la hoguera frente a ella, con los largos dedos terminados en ventosas extendidos y agitándose obscenos.
Ryana sabía que sólo existía una posibilidad de escapar a la muerte, o a un destino peor aún que la muerte, y ésta era asestar un golpe mortal mientras el ser mantenía su forma sólida. La ballesta estaba fuera de su alcance, al otro lado del fuego. La espada seguía en su vaina de cuero, junto a la mochila donde ella la había dejado. No tenía más que sus cuchillos. Con un veloz movimiento, bajó la mano y sacó una de las armas de la parte superior de su alto mocasín y, en un rápido ademán, la arrojó contra la criatura. El thrax se transformó al momento en sombra, y la hoja lo atravesó inofensiva, y fue a dar contra uno de los gruesos troncos del árbol de pagafa, donde se clavó. El repugnante thrax volvió a materializarse mientras se agachaba, listo para saltar.