Выбрать главу

Se acercó al animal y le dio varias palmadas sobre el quitinoso tórax. La criatura se agachó sobre el suelo, y Sorak tendió su mano a Ryana. Ésta echó una indecisa ojeada a las mandíbulas del animal, más pequeñas que las de un soldado pero de aspecto no menos intimidatorio; luego colocó el pie en una de las estrías de la armadura del ser, se alzó, y le pasó la pierna por encima del tórax. Sorak montó detrás de ella. El caparazón redondeado del kank resultaba una percha firme, lisa y ligeramente resbaladiza; pero, una vez que se hubo relajado y que hubo acomodado su peso entre las redondeadas estrías del lomo, Ryana descubrió que el paseo resultaba bastante cómodo. Y desde luego era mucho mejor que andar. El kank se alzó sobre sus patas, giró y empezó a avanzar, dirigiéndose directamente hacia el este en una ruta diagonal que lo alejaba de su antiguo rebaño.

Los andares de sus seis patas resultaban extraordinariamente uniformes, con tan sólo un leve movimiento ondulante, y Ryana no tuvo problemas para acostumbrarse. Esto sí era viajar por el desierto con toda comodidad, y cabalgar sobre el kank tenía la ventaja añadida de reducir algunos de los peligros a que podrían haberse enfrentado. Ahora se encontraban del todo fuera del alcance de serpientes a las que podrían haber pisado sin darse cuenta, y los gusanos engullidores ya no representarían un riesgo. No había muchos de esos gusanos que fueran tan grandes como para engullir a un kank entero, y, de todos modos, tampoco comían kanks. Las gigantescas hormigas acorazadas del desierto no eran comestibles para los gusanos engullidores. La sensibilidad de los kanks hacia las vibraciones del suelo eliminaba también de forma total cualquier peligro potencial por parte de los acechadores de las dunas u otras criaturas que acechaban justo bajo la superficie de la arena suelta, aunque esta zona de los altiplanos era en su mayor parte duro terreno desértico cubierto de maleza. De todos modos, el kank detectaría la proximidad de un peligro mucho antes de que pudieran hacerlo ellos.

Mientras continuaban con su gradual descenso por el terreno suavemente ondulado, empezaron a tener lugar cambios sutiles en el territorio. La vegetación a base de matorrales fue tornándose más escasa, y empezaron a verse más zonas de terreno abrasadas por el sol. Los aislados grupos de árboles de pagafa se volvieron, también, menos frecuentes y a la vez más achaparrados y retorcidos que los que habían visto antes. El terreno se tornó más llano, y el panorama que se extendía ante ellos resultaba tan despejado que hacía que Ryana se sintiera muy aislada y expuesta. Se encontraban ahora en el corazón de los altiplanos, y las Montañas Resonantes, que se alzaban en la distancia a su espalda, parecían muy lejanas.

La joven sentía una inquietante aprensión a medida que avanzaban. Durante kilómetros, hasta donde alcanzaba su vista, no se veía ni una sola señal, y, con la ciudad de Tyr muy lejos detrás de ellos en el valle, no se veían indicios de civilización. Eso, en sí mismo, no preocupaba a Ryana tanto como lo despejado del inmenso terreno. Al haberse criado en las Montañas Resonantes, nunca había estado rodeada de civilización. Sin embargo existía el convento, y eso era su hogar, y los altos y espesos bosques de las montañas ofrecían una tranquilizadora intimidad. Aquí, en este terreno, se sentía de improviso como si fuera a la deriva por un enorme mar seco. Nada de lo que había conocido la había preparado para la irritante experiencia de ver hasta tan lejos… y no divisar nada mirara donde mirara.

A su alrededor, los altiplanos se extendían hasta el infinito, una vista panorámica interrumpida únicamente a lo lejos en dirección este por una desigual línea tenue, apenas perceptible, de tonalidad grisácea. Contemplaba todo lo que se podía ver de las Montañas Barrera, que se encontraban en el otro extremo de los altiplanos y más allá de las cuales estaba su punto de destino, Nibenay. «Todo ese trecho -pensaba con una clara sensación de inquietud-, todavía hemos de recorrer todo ese trecho…»

Pero el desierto no estaba vacío. Muy al contrario. Cuando se cansó de contemplar la inmensa planicie que tenía al frente, empezó a prestar atención al terreno más próximo, observando más de cerca el desierto situado a sus pies. Era un territorio áspero, inhóspito, pero rebosaba vida, vida que no descubrió hasta que se concentró en ella.

Que aquí pudiera crecer algo parecía un milagro, pero los años habían desarrollado vida vegetal capaz de crecer en el desierto. Aún no era verano, pero se aproximaba la corta y violenta estación de las lluvias, y, anticipándose a ella, las flores silvestres del desierto ya habían empezado a florecer para poder depositar sus semillas durante el breve tiempo que habría humedad en la superficie. Las flores eran, en su mayoría, diminutas e invisibles a cierta distancia, pero de cerca ponían toques de color minúsculos pero aun así espectaculares. La enredadera uña, dispersa y trepadora, resplandecía con un vivo azul celeste, y las silvestres lunas del desierto desarrollaban capullos amarillos en forma de globo que casi parecían refulgir. El achaparrado matorral de falso agafari, que apenas crecía hasta la altura de la rodilla, florecía con pequeños racimos de finas y ligeras flores rosas que parecían tan delicadas como cristales de hielo, y en algunas variedades las flores eran de un vivo carmesí. El zarzal nómada, un pequeño matorral que no alcanzaba más allá del medio metro de altura, proyectaba largas enredaderas hirsutas que recogían la humedad del aire de la mañana y crecían sobre la superficie hasta encontrar un asidero en suelo más suelto. Entonces echaban raíces, y se formaban nuevas plantas en tanto que la planta originaria moría. Ahora que se acercaba la primavera, el zarzal nómada florecía con los cardos en forma de matorral de deslumbrante color naranja a los que debía su nombre.

De lejos, el desierto parecía llano y monótono, un inmenso lugar vacío y desolado. Sin embargo, contemplado con más atención, poseía una impresionante belleza. La resistente y dispersa vegetación que aquí crecía, almacenando humedad para aguantar durante largos períodos de tiempo en sus ampliamente ramificadas raíces y carnosos cuerpos, sustentaba a toda una variedad de pequeños insectos y roedores del desierto, quienes por su parte alimentaban reptiles y mamíferos de mayor tamaño y depredadores aéreos como el tajaplumas, que se dejaban llevar por las corrientes cálidas del desierto. Era un lugar sumamente distinto de los bosques de las Montañas Resonantes en los que Ryana se había criado, pero, a pesar de que parecía otro mundo, estaba tan lleno de vida como aquél.

Durante un buen rato mientras cabalgaban, Sorak permaneció callado; como iba sentado detrás de ella sobre el lomo del kank, la joven pensó en un principio que estaba absorto en conversación con su tribu interior. Cuando ya llevaba mucho rato en silencio, la muchacha se volvió para mirarlo y vio que contemplaba el paisaje con calma; la expresión de su rostro era vigilante, no vagamente distante, como sucedía cuando estaba ocupado en una charla interna con sus otras personalidades. Sin embargo, aun así parecía preocupado.

– Estaba pensando -le dijo él al ver que se volvía para mirarlo.

– ¿En qué?

– Resulta extraño estar aquí. Yo nací aquí, en alguna parte del desierto, y es también aquí donde estuve a punto de morir.

– ¿Piensas en tus padres?

Él asintió con expresión distraída.

– Me preguntaba quiénes serían, si todavía viven, y qué fue de ellos. Me preguntaba si fui arrojado al desierto porque mi tribu no me aceptaba, o porque mi madre no me aceptaba. Si fue por lo primero, ¿compartió mi madre mi destino? Y, si fue por lo segundo, ¿se deshacía acaso de mí de la única forma en que podía mantener su posición en la tribu? Pensamientos como ése, y otros, se han apoderado de mí hoy. Debe de ser el desierto, que produce un extraño efecto sobre la gente.

– Lo he observado -repuso ella-. También tiene un curioso efecto sobre mí, aunque quizá no el mismo que en tu caso.