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– ¿Qué sentimientos te produce?

Ryana meditó unos segundos antes de contestar.

– Hace que me sienta muy poca cosa -dijo por fin-. Hasta que llegamos aquí, no creo que jamás se me hubiera ocurrido el lugar tan inmenso que es nuestro mundo y lo insignificantes que somos en comparación. Es a la vez una sensación alarmante, en cierta medida. Toda esta espaciosidad y lejanía… y, sin embargo, al mismo tiempo comunica una sensación de cuál es el lugar apropiado de uno en el esquema de las cosas.

Sorak asintió.

– Allá en Tyr, cuando trabajaba en la casa de juego, a menudo venían los pastores del desierto a distraerse después de haber vendido sus bestias a los comerciantes en el mercado. Tenían un dicho sobre los altiplanos. Acostumbraban decir: «La distancia se te mete en los ojos». Nunca comprendí del todo lo que querían decir hasta ahora. A pesar de todas las diversiones que la ciudad les ofrecía, a pesar de que era una vida mucho más cómoda y conveniente, nunca se quedaban mucho tiempo. Siempre estaban ansiosos por regresar al desierto.

»La ciudad, decían, los hacía sentirse "encerrados". Ahora comprendo a qué se referían. La distancia en el desierto se te mete en los ojos. Te acostumbras a su inmensidad, a sus espacios abiertos, y acabas sintiendo que tienes espacio para respirar. Las ciudades están atestadas, y uno se convierte en parte de la multitud. Aquí, se tiene una sensación más definida de uno mismo. -Sonrió-. O de todos los que son uno mismo, como sucede en mi caso. No te quedas enredado en los ritmos frenéticos de la ciudad. El espíritu encuentra su propia cadencia. Aquí fuera, en el enorme silencio, con tan sólo el suave susurro del viento para romper la quietud, el propio espíritu parece abrirse. Por muchos peligros que existan aquí, el desierto proporciona una sensación de claridad y paz.

– Eso ha sido todo un discurso -dijo ella, contemplándolo con asombro-. Eres siempre tan parco en tus palabras y tan conciso… Sin embargo eso resultó incluso… poético. Un bardo no lo habría cantado mejor.

– A lo mejor hay algo de bardo en mí, también. -Sorak hizo una mueca burlona-. O tal vez sólo sea mi sangre elfling que se anima al estar en su ambiente natural. -Se encogió de hombros-. ¿Quién puede decirlo? Sólo sé que me siento curiosamente contento aquí. Los bosques de las Montañas Resonantes son mi hogar, y aun así de algún modo tengo la sensación de que es a este sitio al que pertenezco.

– Quizás es así.

– Eso no lo sé aún -replicó él-. Sé que siento una afinidad con estos espacios abiertos, y con la tranquila soledad que ofrecen… lo que, desde luego, no quiere decir que no agradezca tu compañía. Pero, al mismo tiempo, nunca sabré realmente adónde pertenezco hasta que no sepa la historia de mi pasado.

Cabalgaron en silencio después de eso, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Ryana se preguntaba si Sorak averiguaría alguna vez la verdad sobre su pasado; y, si lo hacía, ¿cómo lo cambiaría eso? ¿Saldría en busca de la tribu de la que provenía, de aquellos que lo habían desterrado? Y, si los encontraba, ¿que haría? Cuando Sorak localizara por fin al misterioso iniciado conocido como «el Sabio», si es que lo conseguía, ¿le concedería el misterioso mago solitario su deseo? Y, si así era, ¿cuál sería el precio? ¿Y qué sucedería si estuviera condenado al fracaso en su búsqueda? Los profanadores llevaban buscando al misterioso protector tanto tiempo como los bardos llevaban cantando sobre él. ¿Sería capaz, Sorak, sin magia que lo ayudara en su misión, de tener éxito allí donde poderosos reyes-hechiceros habían fracasado?

¿Durante cuánto tiempo, se decía también Ryana, buscaría Sorak antes de darse por vencido? El muchacho había anhelado descubrir la verdad sobre su origen desde que ella lo conocía, y nunca había sido persona que se desanimara con facilidad. Deseó que tuvieran éxito, por él, sin importar el mucho tiempo que durara su búsqueda. No era la vida que ella había esperado cuando se dio cuenta de su amor por Sorak, pero al menos estaban juntos, compartiendo todo aquello que era posible que compartieran; sin duda ella hubiera ansiado más, pero se daba por satisfecha con lo que tenía.

Sorak, por otra parte, jamás se sentiría satisfecho hasta encontrar las respuestas a las preguntas que lo habían atormentado desde la infancia. Nibenay estaba aún muy lejos, y no era más que el próximo destino en su investigación. No existía modo de saber adónde los conduciría el sendero a partir de allí… si es que conducía a alguna parte.

Ambos eran seguidores declarados de la Senda del Protector, y, aunque Ryana había renunciado a su juramento como sacerdotisa villichi, el juramento hecho como protectora lo mantendría hasta el día de su muerte. Ella y Sorak eran dos protectores que se encaminaban a los dominios de un profanador, el reino del temido Rey Espectro. Las puertas de Nibenay se abrirían fácilmente para admitirlos, pero volver a salir podía resultar más difícil.

Montados en el kank iban más deprisa que a pie, y al mediodía ya habían llegado al punto donde la ruta de las caravanas de Tyr surgía del sudoeste para cruzarse con su camino. El viaje resultó más fácil desde ese punto, al seguir el ancho sendero desgastado y de tierra dura.

Poesía se manifestó durante un rato y cantó una canción, una de las que las hermanas solían cantar cuando trabajaban en equipo en el convento. Ryana se unió a él, feliz de rememorar viejos tiempos, y Poesía cambió el tono al instante para armonizar con ella. La joven era consciente de no ser, como mucho, más que una cantante mediana, pero la voz de la entidad era preciosa. A Sorak no le gustaba cantar. Su temperamento era demasiado sombrío para ello, y consideraba que su voz dejaba mucho que desear, pero Poesía, utilizando la misma garganta que Sorak, carecía de tales inhibiciones y dejaba que su voz se elevara sin impedimentos. El ente fue lo bastante diestro como para armonizar con ella de tal forma que ambos sonaban bien, y Ryana se sintió más animada a medida que iba cantando. Incluso el kank pareció responder y adaptó el paso al ritmo de la canción.

Cuando terminaron, la muchacha lanzó una carcajada de alegría. El desierto parecía ahora un lugar mucho menos opresivo, y sus preocupaciones se habían esfumado, aunque fuera sólo por el momento. Al inicio del día, con la inmensidad del desierto extendiéndose ante ellos, Ryana se había sentido intimidada: sola, pequeña e insignificante. Ahora, tras haber contemplado el desierto a través de los ojos de Sorak, ya no se sentía empequeñecida. Se permitió aspirar el seco aire del desierto y sentir cómo la inundaba con su tranquilidad. Se notaba maravillosamente libre y disfrutaba de los amplios espacios abiertos de los altiplanos, estimulada ahora por sus interminables vistas, en lugar de sentirse amedrentada como antes. Quizá no fuera más que una consecuencia retardada de su batalla con el thrax, de haberse enfrentado a su miedo y haberlo vencido; quizá fuera el suave movimiento ondulante lo que la había inducido a un sosegado estado de receptividad; quizá fuera la alegría de cantar, o tal vez fueran todas esas cosas juntas… o algo más, algo indefinible. Pero el desierto se la había ganado. Se sentía en paz con él y consigo misma.

El oscuro sol se hundía por el horizonte cuando descubrieron un oasis a lo lejos, señalado por altas y desgarbadas palmeras del desierto y enormes árboles de pagafa desperdigados; sus anchas y majestuosas copas, exuberantes y tupidas, se recortaban en negro sobre el cielo anaranjado. Se acercaban al Arroyo Plateado.

– Tendremos compañía en el oasis -anunció Sorak.

Ella levantó la mirada hacia él, enarcando las cejas.

El joven sonrió e indicó con el dedo el sendero delante de ellos.

– Has vuelto a estar absorta, y no prestabas atención. Una caravana ha pasado por aquí no hace mucho. Las marcas están frescas.

– No es muy amable por tu parte regañarme por no detectar tales cosas -protestó ella-, cuando tú puedes dejarte llevar por tus pensamientos todo lo que quieras mientras la Centinela lo controla todo.