– No obstante, Sorak se crió allí -intervino Ryana.
– ¿Sorak? -El hombre de la túnica apareció detrás del capitán mercenario. Los guardas que lo acompañaban apoyaron levemente las manos sobre los pomos de sus espadas de hoja de obsidiana-. Conozco ese nombre. ¿No eres tú aquel cuyo aviso evitó el ataque a la reciente caravana procedente de Tyr?
– Lo soy.
– Sería muy beneficioso para él afirmar eso, tanto si es cierto como si no -protestó el capitán-. ¿Cómo sabéis que es él?
– Hay una forma de saberlo -respondió el hombre de la túnica. Y, volviéndose a Sorak, dijo-. ¿Serías tan amable de echar hacia atrás la capucha de tu capa?
Sorak envainó la espada e hizo lo que se le pedía. Al ver sus facciones, y sus orejas puntiagudas, se produjeron de nuevo excitados murmullos entre los mercenarios.
– ¡Un elfo! -chilló uno de ellos.
– No, no es lo bastante alto -dijo otro.
– Un semielfo, entonces.
– Ninguna de las dos cosas -replicó el hombre de la túnica-. Es un elfling.
– ¿Un elfling? -El capitán frunció el entrecejo.
– Parte elfo y parte halfling -contestó el otro.
– Pero no existe tal cosa, mi señor -protestó el capitán-. Todo el mundo sabe que elfos y halflings son enemigos mortales.
– Sin embargo, eso es lo que él es -insistió el hombre de la túnica-. Y es quien afirma ser. Nos hemos visto antes.
– Estabas en La Araña de Cristal -dijo Sorak, situando de repente al hombre.
– Y perdí mucho, como bien recuerdo -repuso el hombre sonriendo-. Pero mis pérdidas habrían sido mucho mayores si no hubieras descubierto al fullero que me estaba timando. No te critico por no recordarme al instante. Tú, por otra parte, resultas más memorable. -Se volvió hacia el jefe mercenario-. El elfling es amigo de los comerciantes, capitán. Además, por mucho que respeto tu habilidad en el combate, no creo que desearas cruzar tu espada con la suya. He visto lo que puede hacer. En realidad, incluso toda esta compañía se vería apurada contra estos dos, ¿o es que no has advertido que su compañera es una sacerdotisa villichi?
El capitán, cuya atención había estado fija en Sorak, contempló a Ryana con más detenimiento.
– Solicito vuestro perdón, señora -dijo, inclinando la cabeza en una pequeña reverencia respetuosa-. Y el tuyo, elfling. Si lord Ankhor habla en vuestro favor, entonces mi espada está a vuestro servicio. Permitid que os escolte personalmente hasta el campamento. -Chasqueó los dedos en dirección a uno de los otros hombres- Ocúpate del kank.
Uno de los mercenarios se apresuró a adelantarse para obedecer, pero Sorak lo sujetó por el brazo al pasar por su lado.
– Yo no haría eso, si fuera tú -advirtió.
– Puedo manejar a ese animal estúpido -dijo el mercenario con presunción, soltándose y avanzando hacia el kank, para, acto seguido, dar un salto atrás con un alarido de sorpresa, justo a tiempo de evitar el ataque de las pinzas del kank.
– Te lo advertí -observó Sorak-. Este kank es salvaje.
– ¿Salvaje? -farfulló el otro, sorprendido.
Sorak dejó, que Chillido saliera al exterior por un momento, el tiempo suficiente para lanzar una orden mental al kank para que se uniera a sus otros congéneres en la recua. En tanto que el enorme escarabajo se alejaba hacia los kanks domesticados, Sorak volvió a tomar el mando y dijo:
– Limítate a encargarte de que coloquen comida cerca de él. Pero advierte a los conductores que se mantengan apartados.
– Estás lleno de sorpresas -comentó lord Ankhor-. Ven. Te invito a mi tienda. Y, claro está, la invitación os incluye también a vos, sacerdotisa.
– ¿Perteneces a la casa de Ankhor, entonces? -inquirió Sorak.
– Yo soy la casa de Ankhor -respondió su anfitrión mientras se encaminaban de vuelta a su tienda, escoltados por dos guardas mercenarios y su capitán-. Mi padre, lord Ankhor el Viejo, es el patriarca de nuestra firma, pero su salud no es muy buena y es muy anciano. Llevo dirigiendo todos los asuntos de la empresa desde hace dos años, y tenía una pequeña fortuna en mercancías en esa caravana que salvaste de los salteadores. No me enteré de ello hasta después de haberte conocido en La Araña de Cristal. Hubiera deseado tener la oportunidad de mostrar mi gratitud, pero para entonces ya habías abandonado la ciudad. Y la dejaste toda alborotada, podría añadir.
– ¿Alborotada?
– La gente no dejaba de hablar sobre cómo habías desbaratado los planes de los templarios para hacerse con el control de la ciudad. Pasará mucho tiempo antes de que se olviden de ti en Tyr. Todos hablan de Sorak, el nómada. Creo que has creado el principio de una leyenda.
– ¿Así que abandonasteis Tyr después que nosotros? -dijo Ryana con el entrecejo fruncido-. ¿Cómo es pues que la caravana fue más deprisa que nosotros, y por una ruta más larga?
– Porque esta caravana no procede de Tyr -contestó lord Ankhor-. Viene de Gulg pasando por Altaruk y va ahora de camino a Urik. Yo cabalgué para encontrarme con ella en el arroyo, con parte de este grupo de mercenarios como escolta. Esto que veis ahí son mis carruajes. Hice que los diseñaran especialmente para mí. Son ligeros y construidos para ser veloces. En estos tiempos hay que moverse deprisa para dejar atrás a la competencia.
– ¿Tienes negocios en Urik? -intervino Sorak-. ¿No resulta eso peligroso estos días?
– ¿Lo dices porque el rey Hamanu codicia Tyr? -inquirió su anfitrión. Lord Ankhor hizo un gesto con la mano como para descartar tal idea-. Los comerciantes no acostumbramos meternos en asuntos de política. Y Hamanu no puede permitirse dejar que consideraciones políticas interfieran con el comercio. Su economía depende de nuestras empresas. Tenemos un viejo dicho en el gremio: «Más tarde o más temprano, todo el mundo hace negocios con todo el mundo». Incluso en época de guerra, las empresas prosperan. En algunas cosas, somos más poderosos que los reyes. Claro está que nos guardamos mucho de decirlo.
Mientras atravesaban el campamento, las personas reunidas en torno a las fogatas se volvían para mirarlos. El apuesto y joven lord Ankhor, con sus hermosos ropajes bordados, resultaba una presencia imponente, pero Ryana se dio cuenta de que en realidad eran ella y Sorak quienes atraían la atención. La mayoría de los reunidos alrededor de las hogueras eran empleados de la firma comercial, mercenarios veteranos y encallecidos conductores de caravanas, pero también había pasajeros en el largo viaje, y encontrar a otros viajeros en medio del desierto, en especial dos personas viajando solas, era un acontecimiento fuera de lo corriente.
Ryana, por su parte, intentaba no hacer caso de sus miradas fisgonas.
Arrugaba la nariz ante el olor a carne de animal asada que brotaba de los espetones colocados sobre el fuego; pero, al mismo tiempo, descubrió con cierta sorpresa que éste le despertaba el apetito.
Llegaron ante la espaciosa tienda de lord Ankhor, mucho mayor que algunas de las casas de las barriadas de Tyr, y uno de los centinelas apartó el faldón de la entrada para que pudieran pasar. El interior de la tienda estaba dividido en dos aposentos, separados por un bello tapiz colgado entre ambos. La sección exterior albergaba una mesa y algunas sillas junto con lámparas, material de escribir y el libro mayor en rollos de pergamino.
– Mi oficina ambulante, tal y como es -explicó Ankhor, conduciéndolos hacia el aposento mayor situado en la parte posterior de la tienda. Apartó a un lado el tapiz-. Por favor, entrad y poneos cómodos. Estábamos a punto de cenar. Nos honraríais si os unieseis a nosotros.
Nada más pasar al otro lado del faldón del tapiz que Ankhor sostenía a un lado, Sorak y Ryana se detuvieron en seco y contemplaron sorprendidos lo que tenían delante. La parte posterior de la tienda era mucho mayor que la antecámara delantera, y el suelo estaba cubierto de elegantes y gruesas alfombras drajianas delicadamente bordadas. Varios braseros encendidos dispuestos alrededor de la estancia despedían un cálido e íntimo resplandor, en tanto que el humo que producían desaparecía en espiral por un respiradero abierto en el techo de la tienda. De los braseros surgía el dulce olor acre de flores luna ardiendo, que no sólo servía para perfumar el ambiente en la tienda, sino también para mantener alejados a insectos molestos. Por todo el interior había esparcidos cómodos almohadones, deliciosamente bordados, y también junto a la larga mesa baja del centro, que se alzaba apenas unos treinta centímetros del suelo de la tienda. La mesa estaba cubierta de una colección de platos que habrían podido rivalizar con los que se servían en el palacio de un rey-hechicero. Había botellas de vino, garrafas de agua, jarras de miel de kank y marmitas de humeante té caliente hecho con hierbas del desierto. Estaba claro que a lord Ankhor le gustaba viajar con considerable lujo. No obstante, a pesar de la opulencia del entorno, fueron los otros ocupantes de la estancia lo que atrajo inmediatamente su atención. Sentados sobre cojines ante la mesa había dos hombres y una mujer.