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»Pronto -había proseguido-, te harás cargo de las clases de adiestramiento de la hermana Tamura, y descubrirás que se puede hallar una gran satisfacción en moldear las mentes y cuerpos de las hermanas más jóvenes. Llegado el momento, partirás en tu primera peregrinación en busca de otras como nosotras, y para reunir información sobre la situación en el mundo exterior. Cuando regreses, todo ello nos ayudará en nuestra búsqueda de un modo de enmendar todo el daño que nuestro mundo ha padecido a manos de los profanadores. Nuestra labor aquí es una labor sagrada y noble, y sus recompensas pueden resultar mucho mayores que los efímeros placeres del amor.

»Sé que estas cosas son duras de escuchar cuando se es joven -había añadido Varanna con una sonrisa indulgente-. Yo fui joven en una ocasión, de modo que lo sé, pero el tiempo aclara las cosas, Ryana. El tiempo y la paciencia. Diste a Sorak lo que más necesitaba: tu amistad y comprensión. Más que ninguna otra, tú lo ayudaste a adquirir la fuerza que necesitaba para salir en busca de su destino en el mundo. Ha llegado el momento de que él lo haga, y tú debes respetar su elección. Tienes que dejar que se vaya.

Ryana había intentado convencerse de que la gran señora tenía razón, de que lo mejor que podía hacer por Sorak era dejarlo marchar, pero no conseguía aceptarlo. Hacía diez años que se conocían, desde que ambos eran unos niños, y ella jamás se había sentido tan unida a ninguna de sus hermanas villichis como lo había estado a Sorak. Tal vez había alimentado esperanzas absurdas en cuanto a la clase de relación que podían tener; pero, aunque ahora estaba claro para ella que nunca serían amantes, sabía de todos modos que el joven la quería todo lo que podría amar nunca a nadie. Por su parte, ella no había querido nunca a nadie más; ni siquiera había conocido a otra persona del sexo opuesto.

Las sacerdotisas habían comentado a menudo los diferentes modos en los que podía sublimarse el deseo físico. De vez en cuando, una sacerdotisa en peregrinaje podía entregarse a los placeres de la carne, ya que ello no estaba expresamente prohibido por sus votos, pero incluso aquellas que lo habían hecho acababan por escoger el celibato. Los varones, decían, dejaban mucho que desear en cuanto a compañerismo, respeto mutuo y vínculos espirituales. Ryana era aún virgen, por lo que carecía de experiencia personal para poder juzgar, pero la deducción obvia era que el aspecto físico del amor no era tan importante. Lo que era importante era el vínculo que había compartido con Sorak desde la infancia. Con su partida, la muchacha había sentido un vacío en su interior que ninguna otra cosa podía llenar.

Esa noche, cuando todo el mundo dormía, había llenado su mochila con sus pocas pertenencias, para luego deslizarse al interior del arsenal donde las hermanas guardaban todas las armas con las que se entrenaban. Las villichis habían seguido siempre el principio de que el desarrollo del cuerpo era tan importante como la preparación de la mente. Desde el momento en que llegaban al convento, las hermanas aprendían a utilizar la espada, el bastón, la daga y la ballesta, además de armas tales como los cahulaks, la maza y el mayal, la lanza, la hoz y el cuchillo de la viuda. Una sacerdotisa villichi sola en peregrinación no era tan vulnerable como parecía.

Ryana se había ceñido un espadón de hierro e introducido dos dagas en la parte superior de cada uno de sus altos mocasines; cogió también un bastón y se colgó una ballesta a la espalda, junto con un carcaj de saetas. Tal vez las armas no le pertenecieran, pero había pasado una parte de su tiempo en el taller del arsenal, haciendo arcos y flechas y trabajando en la fragua para forjar espadas y dagas de hierro; así que, de algún modo, sentía que se había ganado cierto derecho a tenerlas. No creía que la hermana Tamura se lo reprochara. Si alguien iba a comprenderlo, ésa sería Tamura.

Tras esto, Ryana había saltado el muro para no alertar a la anciana portera. La hermana Dyona no podría haberle impedido marchar, pero la joven estaba segura de que habría intentado disuadirla e insistido para que lo discutiera primero con la gran señora Varanna, y Ryana no estaba de humor para discutir o intentar justificar sus acciones. Había tomado una decisión. Ahora vivía con las consecuencias de aquella decisión, y esas consecuencias eran que no tenía ni idea de lo que le esperaba.

Todo lo que sabía era que tenían que encontrar a un hechicero conocido sólo como «el Sabio», lo que era mucho más fácil de decir que de hacer. Casi todo el mundo creía que el Sabio no era más que un mito, una leyenda para que el pueblo mantuviera viva la esperanza, la esperanza de que un día el poder de los profanadores sería derrotado, el último de los dragones eliminado, y se iniciaría el reverdecer de Athas.

Según se contaba, el Sabio era un hechicero ermitaño, un protector embarcado en la ardua tarea de metamorfosearse en un avangion. Ryana no sabía qué era exactamente un avangion. Nunca había existido tal ser en Athas, pero los antiguos libros de magia hablaban de él. De todos los conjuros de metamorfosis, la transformación en avangion era la más difícil, la más agotadora y la más peligrosa; aparte de los peligros propios de la metamorfosis misma, existían los peligros planteados por los profanadores, en especial los reyes-hechiceros, para quienes el avangion significaría la peor amenaza.

La magia tenía un precio, y ese precio resultaba trágicamente visible en la reducción de Athas a un planeta moribundo y desértico. Los templarios y sus reyes-hechiceros afirmaban que no era su magia la que había profanado el paisaje athasiano; insistían en que la destrucción del ecosistema se había iniciado miles de años antes con aquellos que habían intentado controlar la naturaleza, y que a tal devastación habían contribuido cambios en el sol, que nadie podía gobernar. Tal vez hubiera algo de verdad en eso, pero pocos creían tales afirmaciones ya que no había nada que los acusara de modo más convincente que la destrucción provocada por la práctica de la magia profanadora.

Los protectores no destruían el terreno del mismo modo en que lo hacían los profanadores, pero la mayoría de la gente no se molestaba en distinguir entre una magia y la otra, y por lo tanto cualquier forma de magia era despreciada universalmente por ser la causa de la devastación del planeta. Todos conocían las leyendas, y no faltaban juglares que las repitieran. La balada de la tierra agonizante, La endecha del Sol Oscuro, El lamento del druida y muchas otras eran canciones que contaban cómo se había expoliado al mundo.

Hubo una época en que Athas era verde, y los vientos que soplaban sobre sus verdes y floridas llanuras habían transportado el canto de las aves. En una ocasión, sus espesos bosques habían abundado en caza, y las estaciones venían y se iban, trayendo mantos de nieve virgen en el invierno y la renovación con cada primavera. Ahora sólo existían dos estaciones, tal y como decía la gente: «verano y la otra».

Durante la mayor parte del año, el desierto athasiano ardía por el día y se tornaba glacial por las noches, pero existían dos o tres meses durante el llamado verano en que las noches eran lo suficientemente suaves para dormir en el exterior sin una manta y los días traían temperaturas que recordaban el interior de un horno. Allí donde una vez las llanuras habían sido verdes y fértiles, existían ahora yermas planicies desérticas cubiertas tan sólo por hierbas parduscas, achaparrada quiebrahacha y árboles pagafa, unos pocos matorrales resistentes a la sequía, y una amplia variedad de cactos espinosos y plantas carnosas, en su mayoría letales. En cuanto a los bosques, casi todos habían dado paso a colinas pedregosas, en las que el viento gemía por entre los riscos con un sonido que hacía pensar en una bestia gigantesca aullando desesperada. Únicamente en puntos aislados, como la Cordillera Boscosa de las Montañas Resonantes, existía algún indicio de cómo había sido el mundo en una ocasión; pero, con cada año que pasaba, los bosques retrocedían un poco más. Y lo que no moría lo destruían los profanadores.