– Nunca se me ha molestado después de que me retirara a mi tienda -repuso Korahna-. Torian dio órdenes estrictas en este sentido. Y Ankhor, como él mismo dijo, no es muy madrugador. No obstante, los conductores de la caravana estaban bien despiertos y ocupados en sus fogatas para cuando yo me había vestido y unido al resto. Torian venía siempre a comprobar que estaba levantada, aunque se limitaba a llamarme desde fuera de la tienda. Y eso era probablemente dos horas después del amanecer.
– En ese caso aún nos quedan unas pocas horas antes de que descubran que te has ido -dijo Ryana, calculando mentalmente-. Si damos por supuesto que monten una rápida persecución y envíen a un grupo a la ruta meridional en un intento de alcanzarnos, eso debería añadir quizás unas pocas horas más antes de que comprendan su error. No es probable que la caravana se ponga en marcha sin ti, de modo que esperarán junto al arroyo hasta que el grupo de búsqueda haya regresado. Eso añadirá unas cuantas horas más. Con suerte, les llevaremos casi todo un día de delantera si es que deciden seguirnos al interior de las planicies.
– ¿Crees que lo harán? -inquirió Korahna.
– A lo mejor no; pero, si yo fuera Torian, lo haría. Eres demasiado valiosa para él para abandonar con tanta facilidad, y me dio la impresión de que era un hombre ambicioso y decidido.
– Sabía lo que él quería -explicó Korahna-. Y jamás se lo habría dado.
– Entonces, cuando se hubiera cansado de utilizar la paciencia, lo habría tomado por la fuerza -dijo Ryana-. Eso es lo que los hombres hacen. Al menos, eso es lo que he oído.
– Sorak parece diferente -comentó la princesa, observándolo mientras andaba por delante de ellas.
– Eso es porque él es diferente -repuso Ryana.
– ¿No es tu pareja?
– Las villichis no tomamos pareja.
– Y sin embargo lo amas.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Puedo percibirlo en tu voz cuando hablas de él. Y lo veo en tus ojos cuando lo miras. Yo seré joven, pero soy una mujer, y una mujer conoce estas cosas. No he llevado una vida tan recluida como podrías suponer. Al menos, no en los últimos años.
– Sorak es como mi hermano. Crecimos juntos.
– No lo miras como si fuera tu hermano.
– Y si así fuera, ¿a ti qué te importa? -inquirió Ryana con brusquedad.
– No es algo que me importe -dijo la otra con suavidad-. Sólo intentaba conoceros mejor. No era mi intención ofender.
Ryana no contestó.
– ¿Qué he hecho para caerte mal? -quiso saber Korahna.
– No eres tanto tú como lo que eres -respondió Ryana.
– ¿Una princesa, una aristócrata?
– Una mujer que jamás ha aprendido a cuidar de sí misma -replicó la sacerdotisa-. Alguien que ha vivido ociosa y entre lujos refinados toda su vida, cuyas comodidades se han pagado con el esfuerzo de otros, sus deseos y necesidades cubiertos a expensas de otros menos afortunados que ella.
– Eso es muy cierto -asintió Korahna-, y no obstante mi destino no lo elegí yo. No podía evitar nacer donde nací. No escogí ni a mi padre ni a mi madre. Y, durante gran parte de mi vida, no sabía cómo vivían otras personas; creía que todo el mundo vivía más o menos como yo. Tenía quince años cuando puse los pies fuera del recinto de palacio por primera vez, y lo hice a hurtadillas, con gran riesgo para mí. Cuando vi la forma en que realmente vivía la mayoría de la gente, me sentí profundamente afectada y con ganas de llorar. Nunca había creído… Supe entonces que las cosas no eran como debían ser en Nibenay y juré que, si estaba en mis manos cambiarlas, haría todo lo posible por intentarlo. Pero sabía que no estaba demasiado bien equipada para ese esfuerzo. A ese respecto, tú eres más afortunada que yo.
– ¿Yo? -dijo Ryana-. ¿Más afortunada que tú?
– Daría cualquier cosa por haber nacido con tus habilidades -repuso Korahna-. Las villichis habitan en las Montañas Resonantes, ¿no es así?
– Sí.
– Vivir en libertad en las montañas, pasear por el bosque y sentarse junto a un río a escuchar cómo el agua corre sobre las piedras… No he visto nunca un río, sólo un arroyo en un oasis. No me enseñaron nada sobre el país o los animales salvajes. Jamás se me enseñó a cocinar, coser o tejer; tales cosas están por debajo de la dignidad de una princesa, me dijeron, aunque me hubiera encantado aprenderlas. Y, si una princesa no sabe siquiera cocinar o coser, desde luego es incapaz también de luchar. Mi cuerpo es blando y débil, mientras que el tuyo es fuerte y firme. Ni siquiera podría tensar esa ballesta que manejas con tanta pericia, y es probable que no tuviera fuerzas suficientes para levantar esa espada tuya. Desprecio la vida que he llevado y envidio la tuya. Me cambiaría contigo en un instante. ¿Correrías tú tanto a ocupar mi lugar?
Ryana tardó unos instantes en responder, estudiando a su compañera.
Luego, tras una pausa, respondió sencilla y llanamente:
– Desde luego que no.
– ¿Crees que quiero regresar para volver a mi antigua vida? -inquirió Korahna-. ¿Para poder suplicar el perdón de mi madre y renunciar al juramento hecho? No. Antes moriría aquí en el desierto, lo que aún es posible que haga. Pero, si sobrevivo a este viaje, regresaré a Nibenay no a reanudar mi antigua vida, sino a empezar otra nueva; no como una princesa, sino como una protectora al servicio de la Alianza del Velo. No sé hechicería, eso es cierto, pero de todos modos aún puedo serles de alguna utilidad por ser quien soy. Y, si mi única utilidad para ellos es como un símbolo, que así sea. Es mejor que no tener ninguna utilidad.
Una vez más, Ryana no respondió de inmediato. Muy a su pesar, empezaba a tomarle simpatía a la princesa.
– Tal vez te he juzgado mal -dijo por fin.
– No podría culparte si así fue. La verdad es que no sé si nadie podría realmente juzgar su vida con tanta severidad como lo he hecho yo con la mía.
– Quizá no -repuso Ryana-. Pero nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo. Siempre se puede aprender, si el deseo de hacerlo está ahí.
– Yo tengo ese deseo. ¿Me enseñarías?
– ¿Enseñar qué?
– ¡Todo! Cómo parecerme más a ti.
– Eso sería toda una enseñanza. -Ryana no pudo reprimir una sonrisa.
– Entonces enséñame lo que consideres que me hace más falta -insistió Korahna-. Enséñame a cuidar de mí misma. ¡Instrúyeme en el arte de luchar!
Ryana lanzó una carcajada.
– ¡Y esto lo dice una mujer que hace un instante decía que ni siquiera podía levantar una espada!
– Si tú me enseñas cómo, entonces yo haré el esfuerzo.
– Eso lo dices ahora -dijo Ryana-, pero cuando llegue el momento de realizar ese esfuerzo, quizá veas las cosas de otro modo.
– No lo haré.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Ryana desenvainó su espada.
– Muy bien -dijo-. Coge esto. -Le entregó el arma por encima del hombro-. Tendremos nuestra primera lección.
– ¿Sobre el lomo de un kank?
– Servirá tan bien como cualquier otro lugar. Dijiste que querías aprender.
– Es verdad.
– Perfecto, entonces. Sostén la espada lejos del cuerpo, con el brazo estirado.
Oyó cómo Korahna gruñía en voz baja mientas hacía lo que le indicaba, sujetándola con la mano derecha.
– Es más pesada de lo que parece.
– Aún pesará más.
– ¿Ahora qué?
– Limítate a sostenerla así.
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta que te diga que puedes bajarla.
Cabalgaron un buen rato de esta guisa, con Korahna sosteniendo la espada lejos del cuerpo, y Ryana mirando por encima del hombro de vez en cuando para comprobar que lo hacía. Poco a poco, la espada empezó a inclinarse a medida que el brazo de la princesa se cansaba a causa del esfuerzo; pero, cada vez que la sacerdotisa la miraba, ella animosamente volvía a levantarla, apretando los dientes con fuerza. Por fin, cuando el brazo ya no pudo soportar más la tensión, el arma empezó a temblar en su mano y a descender más y más en tanto que el brazo se doblaba, incapaz de mantenerla arriba por más tiempo. Cuando Ryana volvió a mirar por encima del hombro vio que Korahna tenía los ojos cerrados con fuerza, los labios comprimidos y el rostro enrojecido por el esfuerzo de mantener la espada en posición.