– Ahora sé por qué me habéis traído con vosotros -dijo Korahna mientras cabalgaban lentamente detrás del elfling-. Pensaba que tan sólo habíais sentido pena por una compañera protectora, pero me necesitabais para entrar en contacto con la Alianza del Velo en Nibenay.
– Eso fue idea de Sorak -indicó Ryana-. Si quieres saberlo, yo estuve en contra de traerte con nosotros. Sabía las penalidades a las que te enfrentarías en este viaje, y no creía que pudieras sobrevivir.
– Comprendo -repuso Korahna, en voz baja-. ¿Y aún lo crees?
Ryana lanzó un corto bufido.
– Aún no estoy convencida de que ninguno de nosotros vaya a sobrevivir. Pero has demostrado más valor del que te suponía. ¿Quién sabe? Ya se verá.
– No pareces muy segura.
– Tu ánimo es fuerte, Korahna, pero tu cuerpo es débil -replicó Ryana-. No lo digo para condenarte; simplemente es así como están las cosas. Un espíritu fuerte a menudo puede compensar las debilidades del cuerpo, pero sólo llevamos un día de viaje, y tú ya estás al límite de tu resistencia. No me malinterpretes; te reconozco el valor, pero no sé si será suficiente para que superes esto.
– Prefiero morir aquí en las planicies, intentando controlar mi destino, que vivir con Torian y estar bajo control -afirmó la princesa-. Hasta el momento, mi vida no ha valido gran cosa, y la firmeza de mis creencias no ha sido puesta a prueba realmente. Si he de morir, entonces al menos moriré como una protectora y no como el trofeo de un hombre rico. Dame tu espada.
– Es mejor que conserves las fuerzas -aconsejó Ryana.
– No, es mejor que las aumente -dijo ella-. Y sostenerla me dará algo en lo que concentrar mi mente.
– Como desees -contestó Ryana, entregándole su espada.
– No parece tan pesada ahora -observó la princesa, sosteniéndola apartada del cuerpo.
– No te agotes -indicó Ryana con una sonrisa-. Aprender a manejar la espada implica muchas más cosas que simplemente fortalecer los brazos. E incluso eso no se consigue con rapidez.
– Pero al menos esto es un principio.
– Sí, es un principio. Pero sólo un principio. Se necesitan muchos años de entrenamiento para ser diestro en el manejo de una espada.
– Me queda todo el resto de mi vida para aprender -respondió Korahna.
«Desde luego -se dijo Ryana-. Esperemos que el resto de tu vida vaya más allá de los próximos días.»
6
Torian, furioso y asombrado a la vez, pensó que habían pasado cinco días. Cinco miserables días llevaban viajando por aquel bochornoso erial de piedras sin una sola noche de descanso, y aún no los habían alcanzado. Cómo conseguían el elfling y la sacerdotisa mantener este ritmo implacable, cargados como iban con la princesa, era algo totalmente incomprensible para él. Había presionado a sus hombres tanto como era posible presionarlos; el primer día había cabalgado sin descanso y seguido así toda la noche. En aquel momento había tenido la seguridad de que los atraparía al día siguiente, pero transcurrió el día siguiente y su presa seguía sin aparecer. Desde entonces, no se habían detenido más que para efectuar breves períodos de descanso durante el día y no permitía que sus hombres durmieran más de tres o cuatro horas cada noche. No comprendía cómo no habían conseguido atraparlos ya. Sencillamente era increíble.
El elfling y la sacerdotisa no llevaban más que un kank con ellos, y, por otra parte, sus kanks soldados eran más veloces, aunque casi toda su ventaja en cuanto a velocidad quedaba contrarrestada por la dificultad del terreno. De todos modos, el elfling no podía haber llevado muchas provisiones y, sin duda, ya se habrían quedado sin nada a estas alturas. Torian sabía que tanto elfos como halflings estaban bien adaptados a los viajes por el desierto, y el elfling debía de haber heredado esas características. La sacerdotisa villichi tenía toda su preparación anterior para ayudarla a salir de aquello, pero ¿y Korahna? ¿Cómo podría ella sobrevivir a tantas penalidades? Casi había esperado tropezarse con su cadáver en cualquier momento. Jamás hubiera creído a la joven capaz de sobrevivir más allá de una pocas horas en las planicies, mucho menos cinco días de viaje a un ritmo forzado. Lo cierto es que parecía imposible.
Los rayos del sol que caían implacables sobre las rocas las calentaban hasta tal punto que era como si el grupo cabalgara a través del horno de un herrero. De vez en cuando durante la marcha, se escuchaban agudos estampidos restallantes, un sonido que lo había desconcertado a él y alarmado a los mercenarios hasta que se dieron cuenta de que era el ruido de las piedras al estallar por culpa del intenso calor. Parecía inconcebible que nadie pudiera resistir tanto tiempo en este infierno tostado por el sol.
Tenía la garganta reseca y sus pulmones ardían por culpa del abrasador aire que respiraban. Sus labios estaban secos y agrietados a pesar de que los humedecía constantemente, y su piel parecía a punto de agrietarse cuando la tocaba, como la piel de un pollo bien asado. Sus hombres, mercenarios aguerridos todos, apenas si conseguían mantenerse sobre sus monturas. Ya sólo quedaban seis, sin contarse él.
La segunda noche de viaje, habían perdido un hombre víctima de un dragón de fuego. El ser se había ocultado entre las rocas, camuflado por el guijarroso granulado de su piel, y, cuando el desdichado pasó por su lado, saltó sobre él y, derribándolo de su montura, le hundió los fuertes colmillos en un hombro. Los otros kanks retrocedieron ante la criatura, y las saetas lanzadas por los otros mercenarios se limitaron a rebotar en el grueso pellejo del animal. Los kanks se desbocaron y, cuando por fin consiguieron recuperar el control sobre sus monturas, el dragón había desaparecido, arrastrando con él a su desventurada víctima. Sus gritos desaforados se perdieron a lo lejos hasta cesar de forma brusca.
Al día siguiente, perdieron a otro hombre por culpa de un escarabajo suplicio. La criatura había volado desde el suelo para posarse con suavidad sobre su espalda, de modo que él no se había dado cuenta; luego se arrastró ligera por debajo de la capa hasta llegar al final de la espalda, donde lanzó el largo y delgado zarcillo puntiagudo del interior de su hocico para que penetrase en la piel y se incrustase en la columna vertebral. El mortífero aguijón estaba recubierto de una sustancia que entumecía la piel para que la víctima no pudiera sentir la picadura hasta que era demasiado tarde. Una vez que el puntiagudo zarcillo estaba bien enterrado y arrollado alrededor de las terminaciones nerviosas, el escarabajo suplicio empezaba a hacer honor a su nombre.
Su víctima empezó de improviso a chillar con todas sus fuerzas y a arañarse violentamente la espalda mientras oleadas de dolor incandescente salían disparadas de la espina dorsal al cerebro. La criatura se alimentaba de la energía paranormal generada por el dolor, y, una vez que el aguijón estaba insertado, retirarlo sin matar a la víctima era poco menos que imposible. El mercenario cayó de su montura para aterrizar, entre convulsiones y chillidos enloquecidos, sobre el pedregoso suelo.
Sus compañeros se limitaron a contemplarlo, asustados y perplejos, incapaces de descubrir la razón del tormento de su camarada. Fue Torian quien supuso cuál debía de ser la causa, y saltó de su montura para correr hacia el caído, cuchillo en mano. Con un veloz movimiento del arma, soltó la capa del convulso mercenario y vio al insecto; el quitinoso cascarón negro relucía bajo el sol mientras se aferraba a la espina dorsal de su víctima, torturándolo de un modo indecible. Torian y varios de los otros intentaron sujetar al hombre en el suelo, pero el dolor había enloquecido de tal forma al desdichado que se desasió de ellos y se incorporó de un salto.
Eliminada toda capacidad de razonar por culpa del dolor, el hombre se arrojó repetidamente contra las piedras en un inútil esfuerzo por desalojar al insecto, sin dejar ni un momento de chillar de un modo horrible, y luego, en un intento desesperado por acabar con el dolor, empezó a golpear la cabeza contra una roca. Sus compañeros no pudieron hacer otra cosa que observar horrorizados mientras la roca se teñía con su sangre. Varios se cubrieron los oídos para intentar no oír sus gritos y los sordos chasquidos goteantes producidos por el golpeteo de su cabeza contra la piedra.