Torian arrebató una ballesta a uno de los otros hombres e insertó rápidamente una saeta; pero, antes de que pudiera disparar al pobre desgraciado y liberarlo de sus sufrimientos, el hombre cayó y se desplomó en el suelo, la cabeza convertida en una masa sanguinolenta. El desdichado había preferido aplastarse el cerebro antes que padecer aquel dolor insoportable. En cuanto el escarabajo liberó el puntiagudo zarcillo, Torian levantó una piedra y lo trituró, aporreándolo hasta no dejar del repugnante insecto más que una mancha húmeda sobre el pedregoso suelo.
El espantoso espectáculo de la muerte de su camarada había acobardado al resto de los mercenarios. Esta pérdida, que se sumaba a la anterior muerte del hombre asesinado por el dragón, los había dejado conmocionados. Nada dijeron, pero sus rostros se habían mostrado sombríos, y Torian no necesitó ser un telépata para saber lo que pensaban. Le podía suceder tranquilamente a cualquiera de ellos, y, cuanto más tiempo permanecieran en aquellas tierras yermas, más probabilidades tenían de que ninguno regresara con vida.
Torian decidió que era hora de hacer una breve pausa para que descansaran los kanks y a la vez alimentarlos. Había llevado con él a dos bestias de reserva sin jinetes para transportar las provisiones; pero, cuando los hombres llegaron a su altura, observó de improviso que faltaban dos de ellos y, con ellos, los dos animales de carga.
– ¿Dónde están Dankro y Livak? -inquirió.
Los otros miraron a su alrededor y, al parecer, descubrieron entonces que dos de ellos no estaban.
– Cerraban la marcha junto con las bestias de carga -dijo uno de los hombres. Y abrió desmesuradamente los ojos al comprender lo sucedido-. ¡Los miserables bastardos han dado media vuelta! ¡Y se han llevado nuestras provisiones con ellos!
Los otros tres intercambiaron inquietas miradas. Todos sabían demasiado bien lo que eso significaba: toda su comida, todo el combustible para sus hogueras, y toda el agua de reserva, a excepción de los odres que transportaban con ellos, habían desaparecido ahora con los desertores.
– ¿Cuándo los vio alguno de vosotros por última vez? -preguntó Torian.
Volvieron a intercambiar miradas.
– Esta mañana, después de la pausa para descansar -respondió uno de ellos.
– Iban justo detrás de mí cuando nos pusimos en marcha -dijo otro-. Pero no se me ocurrió en ningún momento volver la cabeza. Después de lo sucedido con los otros, todos nos vigilábamos mutuamente las espaldas, y yo había pensado…
Su voz se apagó al darse cuenta de que, probablemente durante gran parte del día, había estado cabalgando solo en la retaguardia, sin nadie que vigilara su espalda.
– Debemos dar la vuelta al momento e ir tras ellos -dijo Rovik, el nuevo capitán.
– ¿Y perder más tiempo? -repuso Torian ceñudo-. No, que se las arreglen como puedan. Nosotros seguiremos adelante.
– ¡Pero, señor, se han llevado toda nuestra comida y agua! -protestó el capitán-. ¡Sólo nos quedan nuestros odres, y no llegarán ni al final del día!
– Lo sé muy bien -replicó el noble-. Mi situación no es diferente de la vuestra. Tendremos que beber con mucha moderación, y hacer que el agua dure lo máximo posible.
– ¿Y luego qué? -inquirió uno de los otros-. Como mucho podemos conseguir que el agua dure uno o dos días más; pero luego todos moriremos de sed. ¡Hemos de regresar! ¡Nuestra única posibilidad ahora es atrapar a Dankro y a Livak!
– ¿Y cuánta delantera crees que nos llevan? -preguntó Torian-. Ninguno de vosotros los ha visto desde esta mañana. Deben de haberse ido rezagando, para luego dar la vuelta y huir a la primera oportunidad. Viajarán a toda prisa por miedo a que los descubramos, y no se detendrán a menos que algo ahí fuera los detenga. En cuyo caso las bestias de carga se limitarán a errar sin rumbo, y no estaremos en mejor posición que ahora. Son cinco días de viaje de vuelta, si viajamos sin descanso, y nuestra agua se habrá agotado mucho antes.
– Entonces en cualquier caso, estamos todos muertos -anunció uno de los mercenarios.
– Mirad ahí -les dijo Torian, girándose y señalando en dirección a las montañas que se alzaban ante ellos a lo lejos-. Las Montañas Barrera se encuentran como mucho a otros tres o cuatro días de viaje. Yo crecí en esas montañas, y las conozco como la palma de mi mano. Una vez allí, encontraremos gran cantidad de animales y agua. Debemos seguir adelante, es nuestra única oportunidad.
– ¿Para qué? -insistió el mercenario que acababa de hablar-. Simplemente moriremos cuando no nos queden más que un día o dos de viaje para llegar a las montañas. Es inútil. Estamos acabados, Torian. Esta insensata persecución tuya nos ha matado a todos. Somos hombres muertos.
– Los muertos no necesitan agua -anunció Torian, desenvainando la espada para, acto seguido, hundirla en el pecho del hombre. El mercenario lanzó un grito y lo miró, incrédulo; luego sus ojos se vidriaron mientras se llevaba las manos a la herida y caía pesadamente de la montura.
Torian se volvió a mirar a los demás, sujetando aún la ensangrentada espada.
– ¿Alguien más cree que no hay esperanza? -Los otros se limitaron a mirarlo en sepulcral silencio-. Perfecto. Entonces podemos repartirnos su agua entre todos. Si la utilizamos con moderación, debería alargar nuestros suministros un día o dos más. A partir de ahora, yo llevaré toda el agua y la distribuiré como crea oportuno. ¿Alguna objeción?
Nadie habló.
– Entonces está decidido -anunció Torian-. Entregadme vuestros odres. A partir de este momento, no nos detendremos hasta llegar a las Montañas Barrera.
El cuarto día de su viaje por las planicies se quedaron sin comida. Habían alargado sus provisiones todo lo posible, dándole la mayor parte al kank, que tenía un apetito voraz y no podía sobrevivir únicamente de su miel; mientras que ellos se alimentaban sólo del dulce alimento, del que apenas quedaban ya algunos glóbulos. No obstante, el animal necesitaba complementar su dieta con forraje y, como no crecía nada en aquel lugar, acabaron por darle a él el resto de la miel, pero ni siquiera eso era suficiente. Al quinto día, la criatura empezó a debilitarse. Sin embargo, eso no era lo peor: también se habían quedado sin agua.
Ryana se sentía totalmente seca, y podía imaginar muy bien cómo se sentiría la princesa, quien no había dicho una palabra desde hacía horas, limitándose a aferrarse débilmente a Ryana, con los brazos alrededor de su cintura y la cabeza apoyada en la espalda. Ryana observó que incluso Sorak mostraba los efectos de todo aquel padecimiento. Al menos ella y Korahna habían podido dormir durante el viaje. Se habían turnado para ello, una sujetando a la otra para evitar que cayera, mientras que el kank se había limitado a seguir dócilmente a Sorak.
El elfling había ido a pie durante todo el viaje y, aunque se había replegado a dormir mientras el Vagabundo o Chillido se hacían cargo, el cuerpo que todos compartían no había dormido ni descansado, a excepción de las breves pausas que realizaban. Ryana podía advertir por el porte de Sorak, cada vez que salía a la superficie para hacerse cargo otra vez de su cuerpo, que el joven sentía los efectos físicos de tanto esfuerzo. Su constitución elfling podía resistir un castigo mayor que el que era capaz de soportar un humano, pero incluso él se sentía cansado ahora.
Ryana notó cómo las manos de Korahna se aflojaban y se volvió justo a tiempo de sujetarla antes de que cayera.
– ¡Sorak! -gritó.