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Él se detuvo y se volvió; la contempló agotado.

– Korahna se ha desmayado -explicó ella.

– Suéltala -indicó él, regresando junto al kank.

Tomó a la princesa en sus brazos cuando Ryana la bajó con cuidado del lomo del animal, tras lo cual la joven desmontó para colocarse junto a él y ayudarlo a depositarla con suavidad sobre el suelo.

– Jamás creí que llegaría viva tan lejos -comentó la muchacha-. Yo apenas si puedo mantenerme en pie.

– Fui muy egoísta al traerla con nosotros -asintió Sorak-. Habría estado mejor con Torian.

– Ella dijo que prefería morir -repuso Ryana.

– Me temo que así será. No le quedan fuerzas. Ha llegado hasta aquí sólo gracias a su coraje, y eso ya no es suficiente. Habrá muerto al anochecer.

Ryana miró por encima del hombro en dirección a las montañas.

– Otros tres o cuatro días de viaje y habríamos llegado al final de este erial. -Suspiró resignada-. Si es que Torian no ha dado media vuelta hace tiempo, no encontrará más que nuestros cadáveres.

– No estamos muertos aún -dijo Sorak.

– Pronto anochecerá -observó Ryana, mirando hacia las montañas- Hasta ahora, Chillido nos ha mantenido a salvo al comunicarse con las criaturas que se nos acercaban, pero Chillido no puede sacar agua de las piedras. Y, cuando nuestros cuerpos ya no puedan más, nos convertiremos en el banquete de algún animal hambriento. Parece que el Sabio se ha limitado a atraernos hacia nuestra propia muerte.

No obtuvo respuesta de Sorak. Se volvió y lo encontró sentado con las piernas cruzadas en el suelo junto a la princesa, que yacía inmóvil y respiraba tan débilmente que su pecho apenas se movía. Por su aspecto parecía como si la lividez de la muerte empezara a adueñarse de ella. Sorak tenía los ojos cerrados, y respiraba despacio, profundamente y con regularidad. En ese instante, Ryana empezó a sentir el calor.

Era un calor que no provenía del sol, que estaba ya muy bajo en el horizonte. Tampoco procedía de las piedras abrasadas por el astro rey, que aún notaba calientes bajo sus pies; ni tampoco surgía de dentro de ella. Provenía de Sorak.

Mientras observaba, empezó a percibir las oleadas de calor que relucían alrededor del joven, y el rostro de éste adoptó una expresión del todo distinta. Era más que un simple cambio aparente. La boca, que por lo general se mostraba dura, cruel y sensual, se había dulcificado, y los labios parecían más gruesos; la acostumbrada expresión obstinada se tornó beatífica y serena. Y, cuando abrió los ojos y la miró, ella descubrió que el color del iris había pasado del marrón oscuro al azul celeste.

– Kether -murmuró Ryana.

El ente le tendió la mano. Ella la tomó y sintió cómo un calor revitalizante fluía a su interior. Cerró los ojos mientras la energía recorría sus brazos.

Entonces, sin soltarle la mano, Kether extendió la otra y posó ligeramente las puntas de los dedos sobre la frente de Korahna. La princesa entreabrió los labios y, aspirando con fuerza, profirió un débil gemido.

En el mismo instante en que la princesa Korahna aspiraba profundamente, un ligero mareo se apoderó de Ryana, y, aunque tenía los ojos cerrados, le pareció «ver» el interior de una gran biblioteca, parecida a la del templo villichi, solamente que mucho más lujosa, con rollos de pergaminos almacenados en hileras de cubículos tallados en bruñida obsidiana incrustada de plata batida. Comprendió que se trataba de la biblioteca templaria del palacio del Rey Espectro, donde Korahna había descubierto por primera vez las obras de los protectores.

Luego, vio las calles de Nibenay por la noche, con mendigos acurrucados en los portales y prostitutas desastradas repantigadas en las entradas de oscuros callejones. Oyó el llanto de niños hambrientos que salía de las ventanas superiores, y vio a las ancianas rebuscando entre la basura de las calles algún resto comestible que llevarse a la boca. La invadió una profunda tristeza al contemplar el estado al que habían sido reducidas estas personas, y notó cómo resbalaban las lágrimas por sus mejillas, aunque no era ella quien lloraba. Las imágenes se arremolinaban en su subconsciente: rostros en tabernas mientras Korahna intentaba establecer contacto con la Alianza del Velo, figuras encapuchadas que la abordaban en una habitación en sombras, una escapada a hurtadillas fuera del recinto de palacio por la noche para asistir a reuniones clandestinas. Más y más deprisa los recuerdos fluían a través de ella, y experimentó la vida de Korahna en una oleada caleidoscópica de pensamientos, sensaciones e impresiones.

Entonces, con la misma brusquedad con que se había iniciado, todo terminó, y Ryana notó cómo la mano de Kether soltaba la suya.

Abrió los ojos y se encontró empapada de sudor, y con una especie de hormigueo por todo el cuerpo. Se sentía mareada y, sin embargo, al mismo tiempo ya no se notaba cansada. Aún estaba hambrienta y sedienta, pero era como si hubiera recobrado el aliento y recibido nuevas energías. Korahna abrió los ojos con un parpadeo y aspiró con fuerza.

– He tenido un sueño de lo más sorprendente… -dijo, sentándose en el suelo.

Sorak tenía la cabeza apoyada sobre el pecho, y respiraba pesadamente.

El calor había desaparecido ahora, aunque Ryana sentía aún sus efectos residuales. El sol, que, por lo que recordaba Ryana había empezado a hundirse bajo la línea del horizonte hacía sólo unos instantes, se había puesto hacía ya mucho tiempo porque las lunas gemelas, Ral y Guthay, proyectaban su luz fantasmal sobre las planicies. Sorak alzó la cabeza, los ojos cerrados todavía, y aspiró con fuerza; luego soltó el aire muy despacio.

– Creo que ahora podemos seguir -anunció, abriendo los ojos.

Ryana y la princesa se contemplaban mutuamente con asombro. Algo increíble había pasado entre ambas, y las dos sabían que de alguna manera se había forjado un vínculo que nunca podría romperse. De improviso era como si se conocieran de toda la vida. Eran como hermanas, sólo que más que hermanas, ya que, gracias a Kether, habían compartido una intimidad más profunda de la que muchos hermanos podían conseguir.

– No comprendo lo que ha sucedido -dijo Korahna despacio-. Parecía un curioso sueño, y no obstante no era ningún sueño, ¿verdad?

– No -contestó Ryana-, no era un sueño.

La princesa clavó la mirada en Sorak.

– Pero ¿cómo…? -Su voz se apagó. No se le ocurría cómo formular la pregunta.

– No es algo que pudiéramos siquiera empezar a comprender, Korahna -le dijo Ryana-. No podemos hacer otra cosa que aceptarlo. Kether nos dio energía, y mucho más que eso. Mucho más.

– ¿Kether? -inquirió Korahna. Y entonces miró a Sorak, y comprendió que lo sabía porque Ryana se lo había transmitido. Por vez primera, comprendió quién y qué era en realidad el elfling-. Una tribu de uno -musitó. Jamás había oído mencionar tal cosa, pero de improviso sabía lo que significaba.

– Sorak -dijo de repente Ryana-, ¡mira!

A unos dos kilómetros más o menos de distancia, justo en dirección este, donde el terreno empezaba a elevarse, ardía un fuego.

– ¡Torian! -exclamó Korahna-. ¡Nos ha rodeado!

– No -replicó Sorak-. Ésa no es la luz de una fogata. Aquí no hay nada que arda, y, aunque Torian hubiera traído antorchas o madera para encender una hoguera, no despediría esa clase de luz. Sus llamas son azules, luego verdes y luego vuelven a ser azules.

– Como el fuego del pergamino que contenía el conjuro -señaló Ryana. -¿El Sabio? -preguntó Korahna. -¿Será posible que hayamos encontrado su refugio? -inquirió Ryana.

– A lo mejor -respondió Sorak-. Lo sabremos cuando lleguemos allí. Vamos, démonos prisa.

Las dos mujeres volvieron a montar, y el kank se alzó a regañadientes y se puso en marcha para seguir a Sorak. El animal estaba cansado y débil, y Ryana no creyó que pudiera viajar durante mucho más tiempo. Se encontraban a menos de dos kilómetros del lugar en el que ardía la llama, pero ¿qué encontrarían cuando llegaran? El terreno había empezado a elevarse, ascendiendo de trecho en trecho en dirección a las montañas, que se encontraban aún a varios días de viaje. Aquí las rocas eran mayores y había más afloramientos rocosos, a través de los cuales tenían que abrirse paso. En más de una ocasión perdieron de vista la llama mientras avanzaban lentamente hacia ella; pero, a pesar de ello, se fueron acercando de forma lenta y continuada, zigzagueando por un laberinto de fisuras rocosas que se asemejaban a los muros de una fortaleza. A lo lejos, oyeron el sonido de una criatura de gran tamaño rugiendo mientras cazaba… o mientras la cazaban.