La magia precisaba energía, y la fuente de esa energía podía ser la fuerza vital del que lanzaba el conjuro o la de otros seres vivos como las plantas. La magia que practicaban profanadores y protectores era en esencia la misma, pero los protectores respetaban la vida, y lanzaban sus conjuros con prudencia para que la energía tomada de la vida vegetal se extrajera de tal modo que permitiera una recuperación total. Los protectores no mataban con su magia.
Los profanadores, por otra parte, practicaban la hechicería de la muerte. Cuando un miembro de ese grupo lanzaba un conjuro, todo lo que le importaba era absorber tanta energía como pudiera, para aumentar en todo lo posible su poder y la fuerza del hechizo; cuando un profanador extraía energía de una planta, ésta se marchitaba y moría, y el suelo en el que crecía quedaba totalmente yermo.
El gran atractivo de la magia profanadora era que creaba una enorme adicción, pues permitía al hechicero aumentar su poder mucho más deprisa que aquellos que seguían la Senda del Protector, que exigía veneración por la vida. Pero, al igual que con cualquier droga adictiva, la ilimitada ansia de poder precisaba cada vez de dosis mayores, y, en su implacable búsqueda de poder, el profanador finalmente alcanzaba el límite de lo que podía absorber y contener, más allá del cual el poder acabaría por consumirlo…
Tan sólo los reyes-hechiceros podían resistir el flujo de la energía profanadora total, y lo conseguían gracias a la mutación. Se transformaban mediante dolorosos rituales interminables y fases graduales de desarrollo en criaturas cuyos voraces apetitos y capacidad de poder las convertía en las formas de vida más peligrosas del planeta: los dragones.
Los dragones eran perversiones repugnantes, pensaba Ryana, mutaciones mágicas que amenazaban toda la vida del planeta. Por dondequiera que pasara, un dragón arrasaba por completo el territorio y acababa con un sinnúmero de vidas de humanos y semihumanos que exigía como tributo.
Cuando un rey-hechicero se embarcaba en el mágico sendero de la metamorfosis que lo transformaría en un dragón, ya no existía vuelta atrás, pues el simple hecho de iniciar el proceso significaba dejar atrás toda posibilidad de redención. Con cada etapa sucesiva de transformación, el hechicero cambiaba físicamente, perdiendo poco a poco todo aspecto humano para adoptar el de un dragón. Llegado a este punto, al profanador ya no lo preocupaba su propia humanidad o la falta de ella porque la metamorfosis conllevaba la inmortalidad y una capacidad de poder que superaba todo lo que el profanador hubiera experimentado hasta entonces. A un dragón no le importaba si su propia existencia amenazaba toda la vida del planeta; su insaciable apetito podía convertir el mundo en una roca yerma y reseca incapaz de sustentar cualquier clase de vida. Los dragones no se preocupaban por esas cosas: estaban locos.
Únicamente existía una criatura capaz de enfrentarse al poder de un dragón, y ésa era el avangion. O al menos eso decían las leyendas. Un avangion era la antítesis de un dragón, una metamorfosis obtenida siguiendo la Senda del Protector. Los antiguos libros de hechicería hablaban de él, pero jamás había existido uno en Athas, quizá porque el proceso requería mucho más tiempo que la mutación en dragón. Según la leyenda, el mecanismo de transformación en ese ser no lo impulsaba la absorción de fuerza vital, y era por ese motivo que el avangion era más poderoso que sus enemigos profanadores. Mientras que el dragón era el enemigo de la vida, el avangion era el defensor de la vida, y poseía una poderosa afinidad con todo ser vivo, por lo que esta criatura podía oponerse al poder de un dragón y vencerlo, y ayudar en la consecución del reverdecimiento del mundo.
De acuerdo con la leyenda, un hombre, un protector -un hechicero ermitaño conocido como el Sabio- se había embarcado en el arduo y solitario proceso de metamorfosis que lo convertiría en un avangion. Como la larga, dolorosa y extenuante mutación requeriría muchos años, el Sabio se había recluido en un escondite secreto, donde podría concentrarse en los complicados conjuros de metamorfosis y estar a salvo de los profanadores que intentarían detenerlo a toda costa. Ni siquiera se conocía su nombre auténtico, de modo que ningún profanador pudiera utilizarlo para obtener poder sobre él o deducir la localización de su escondite.
La historia tenía innumerables variantes, según el juglar que interpretara la canción, pero hacía ya muchos años que iba de boca en boca por el mundo y no aparecía ningún avangion; tampoco nadie había visto nunca al Sabio ni hablado con él ni sabía nada de él. Ryana, como la mayoría, siempre había creído que no era más que un mito… hasta ahora.
Sorak había emprendido la búsqueda del Sabio, tanto para averiguar la verdad sobre su pasado como para dar un propósito a su futuro, y para ello había ido en busca primero de Lyra Al´Kali, la venerable pyreen que lo había hallado en el desierto y conducido al convento.
Los pyreens, también llamados pacificadores, podían cambiar de aspecto y eran poderosos maestros del Sendero, consagrados a la Disciplina del Druida y a la Senda del Protector. Eran la raza más antigua de Athas, y, aunque sus vidas se prolongaban durante siglos, empezaban a extinguirse. Nadie sabía cuántos quedaban, aunque se creía que sólo sobrevivían unos pocos. Los pyreens eran nómadas, místicos que recorrían el mundo e intentaban contrarrestar la corruptora influencia de los profanadores, pero solían vivir apartados y evitaban el contacto tanto con humanos como con semihumanos. El día que la venerable Al´Kali había llevado a Sorak al convento había sido la primera y la última vez que Ryana había visto un pyreen.
Una vez al año, la venerable Al´Kali peregrinaba a la cima del Diente del Dragón con el propósito de reafirmar sus votos. Sorak la había encontrado allí, y, al contarle ella que los jefes de la Alianza del Velo -una red clandestina de protectores que combatían a los reyes-hechiceros- mantenían una especie de contacto con el Sabio, el joven se había encaminado a Tyr para dar con ellos. Mientras intentaba establecer contacto con la organización, el muchacho se había visto envuelto sin quererlo en una intriga política destinada a derrocar al gobierno de la ciudad, descubrir a los miembros de la Alianza del Velo y restablecer a los templarios en el poder bajo un régimen profanador. Sorak había ayudado a desbaratar el complot y, a cambio, los jefes de la Alianza del Velo le habían entregado un rollo de pergamino que, afirmaban, contenía todo lo que sabían sobre el Sabio.
– Pero ¿por qué escribirlo en un pergamino? -se había preguntado Sorak en voz alta cuando hubieron marchado-. ¿Por qué no contármelo sencillamente?
– Tal vez porque era demasiado complicado -había sugerido Ryana-, y pensaron que podías olvidarlo si no estaba escrito.
– Pero dijeron que debía quemar esto después de leerlo -había respondido él, meneando la cabeza-. Si tanto los preocupaba que esta información no cayera en manos equivocadas, ¿por qué molestarse en escribirla? ¿Por qué correr el riesgo?
– Realmente resulta curioso -había asentido ella.
El elfling había roto el sello y desenrollado el pergamino.
– ¿Qué dice? -había inquirido la muchacha, llena de ansiedad.
– Muy poco. Dice: «Asciende a la cima de la loma situada al oeste de la ciudad. Espera hasta el alba. Cuando amanezca, arroja el pergamino a una hoguera. Que el Nómada te guíe en tu búsqueda». Eso es todo -había concluido-. No tiene sentido.