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Sorak empezó a cruzar despacio, tanteando con los pies a medida que avanzaba, no muy seguro de hasta qué punto se habría debilitado la estructura con el paso de los años. Parecía increíblemente vieja, y toda la superficie del tramo que unía ambos lados estaba cubierta por una gruesa capa de polvo de roca. No obstante, parecía sólido. Korahna fue tras Sorak, seguida por Ryana. A medida que se acercaban a la barbacana del otro extremo, pudieron ver que esa parte de la estructura se había desmoronado. El lugar era un nido de murciélagos, y una bandada de ellos salió en tropel cuando ellos se aproximaron, girando en círculos en enloquecidos arabescos y lanzando agudos chillidos mientras ascendían vertiginosamente hacia el techo de la cueva.

Ryana se mantenía alerta, la espada en la mano. Sorak se limitaba a empuñar su bastón; Galdra colgaba al cinto en su vaina, bajo la capa. La tensión de Korahna era evidente por la forma en que se movía; estaba a todas luces aterrorizada, pero no decía ni palabra mientras seguía a Sorak, aunque tenía buen cuidado de permanecer siempre a pocos pasos de distancia.

Sin duda, en una época lejana, debía de haber existido una gruesa puerta de madera en la barbacana, pero la madera se había podrido hacía tiempo por culpa de la humedad de la caverna, y sólo quedaban algunos trozos.

Sorak utilizó el bastón para apartar unas cuantas telarañas inmensas al pasar, seguido por las dos mujeres. El alcázar estaba construido sobre roca viva que sobresalía de la superficie del lago, y, como ésta tenía forma irregular, los muros se habían construido de acuerdo con su configuración.

Atravesaron la barbacana y se acercaron a los muros exteriores del alcázar, que tenían unos doce metros de altura. También las paredes se habían desmoronado en algunas zonas, y la parte más alta de la torre se había desplomado, pero gran parte de la construcción seguía en pie. Cruzaron la entrada en forma de arco y penetraron en un patio de piedra enlucida. Había en él un viejo pozo, del que los residentes sin duda sacaban el agua, y varias construcciones que debían de haber desempeñado la función de prisiones o de pequeñas dependencias separadas del alcázar. La torre se alzaba sobre ellos, oscura, silenciosa y sombría. Todo estaba en silencio, a excepción de los chillidos de los murciélagos.

– Supongo que hemos de entrar -dijo Korahna.

– Puedes aguardar aquí si lo deseas -repuso Sorak.

– ¿Sola? Desde luego que no -respondió ella rápidamente.

Al igual que en la barbacana y en la muralla exterior, ya no existía puerta en la edificación misma del alcázar, y Sorak ascendió los peldaños de piedra y atravesó la oscura arcada de acceso. Korahna lo siguió inquieta, y Ryana cerró la marcha. Penetraron en un gran vestíbulo oscuro, cubierto de polvo y telarañas; el suelo estaba plagado de los pequeños excrementos de criaturas que podían oír escabullándose en todas direcciones al acercarse ellos, y por todas partes se veía guano. El lugar olía a podredumbre.

– No veo absolutamente nada aquí dentro -dijo Ryana, que sabía que la visión de Sorak en la oscuridad era tan buena como la de ella a plena luz del día.

– No hay mucho que ver -respondió él, y la voz resonó en la oscuridad desde algún punto a su derecha-. Si aquí hubo algún mobiliario, hace tiempo que desapareció. La sala tiene forma cuadrada, con una tarima elevada de piedra en un lado a nuestra izquierda, donde el señor de la mansión se sentaba durante las comidas o donde se celebraban las audiencias, por difícil que resulte imaginar tales asambleas en un lugar tan deprimente como éste. Hay soportes en las paredes para las antorchas, y una tribuna abovedada que recorre tres de los lados de la estancia en el piso superior. Si miro al techo, veo vigas podridas. Los suelos, en su mayoría, han desaparecido. Aquí no ha vivido nadie desde hace innumerables generaciones.

Sin embargo, aún no había acabado de hablar, cuando una luz parpadeante apareció de improviso, iluminando las paredes de los escalones de piedra que ascendían hacia la torre. Era como si alguien descendiera por la escalera con una vela, excepto que su luz era azul.

– ¡Luz mágica! -susurró Korahna, aferrándose al brazo de Ryana.

Mientras observaban, la luz aumentó de intensidad y, surgiendo de detrás de una curva de la pared, apareció una figura que bajaba los escalones. Korahna lanzó una exclamación ahogada y se acurrucó temerosa detrás de Ryana, cuyos dedos se cerraron con fuerza sobre la empuñadura de la espada. A medida que la figura se acercaba a ellos, descendiendo los escalones, pudieron distinguir que el hombre vestía largos ropajes y que no sostenía ni vela ni farol alguno. El resplandor azulado emanaba de su propio cuerpo, lo que provocaba que sus facciones resultaran algo vagas.

Tenía los cabellos largos, por debajo de los hombros, pero el fulgor azul que proyectaba impedía determinar de qué color eran esos cabellos, aunque Ryana imaginó que debían de ser blancos, ya que parecía muy anciano.

Lucía también una luenga barba, que ocultaba gran parte del rostro. Sus proporciones eran humanas, y sus ropas aparecían profusamente estampadas. Alrededor de la cabeza descubierta, lucía una diadema que parecía de oro o plata -Ryana no estaba segura a causa del resplandor que emanaba de él- en cuyo centro había engastada una especie de piedra preciosa tallada en facetas. Llevaba una espada atada al cinto, con una empuñadura y pomo engastados en piedras preciosas, al igual que la vaina. Alrededor del cuello le colgaba algo parecido a una cadena de dignatario, y adornaba sus muñecas con anchos brazaletes de metal.

Los pies calzados con botas suaves no dejaban huellas sobre el polvo de las escaleras mientras descendía. Se detuvo en el último peldaño y contempló a cada uno de ellos alternativamente, mientras su brillante aureola azul iluminaba toda la estancia.

– ¿Sois el Sabio? -preguntó Sorak, mirando fijamente a la figura.

– Yo fui lord Belloc, duque de Carador, Señor de las Regiones Remotas, Guardián de los Sellos del Conocimiento, vasallo del rey Valatrix el Primero de los Teluris.

– El Pueblo Olvidado -murmuró Korahna-. Las antiguas leyendas hablan de ellos. Se dice que fueron los primeros en practicar la hechicería.

– Entonces, ¿sois un espíritu? -quiso saber Ryana.

– Mi cuerpo ha estado muerto durante los últimos tres mil años -contestó el espíritu.

– ¿Y habéis vivido aquí desde entonces? -inquirió Sorak.

– Hubo un tiempo en que moraba en un palacio que rivalizaba con el del mismo rey Valatrix -respondió él-. Se encontraba a varios días de viaje al oeste de aquí, en las llanuras verdes, junto a un arroyo de aguas frescas.

– Arroyo Plateado -repuso Sorak-. ¿Cómo vinisteis a parar aquí?

– Valatrix sintió celos de mi sabiduría y se creyó amenazado por mi poder. Codiciaba los Sellos del Conocimiento, que me habían sido entregados para su custodia por las venerables hermanas de la Orden de la Llave Complaciente. -Se volvió para mirar a Ryana-. Bienvenida, hermana, hace mucho tiempo que no veía a una sacerdotisa de la sagrada orden.

Ryana contempló con asombro al espíritu, sin comprender al principio, y entonces cayó en la cuenta.

– La Llave Complaciente… las venerables hermanas… ¿las villichis?

– Valatrix creía que los poderes de las venerables hermanas se derivaban de sus sagrados Sellos de la Sabiduría y no del interior de ellas mismas, como era en realidad. Creía también que mis propios poderes provenían de estos mismos Sellos, y no de los años de arduo y paciente estudio de las artes mágicas. Estaba seguro de que los Sellos del Conocimiento poseían un gran poder, cuando en realidad todo lo que contenían era la llave de ese poder, un poder que había que liberar dentro de uno mismo y educar con suma paciencia durante innumerables años de dedicación. Víctima de sus celos y sus ansias de poder, Valatrix se alió con los damites, que vivían en el norte en su ciudad fortificada en la Cuenca del Dragón, y, unidos, sus fuerzas marcharon contra mí.