– Pero ¿eso qué significa? -insistió la princesa.
– No lo sé. -Ryana meneó la cabeza-. Si había más detalles de este relato, se han perdido en el transcurso de los años. La leyenda dice que cada sacerdotisa villichi, al alcanzar la mayoría de edad, partía en peregrinaje en busca de las Llaves de la Sabiduría, que se habían perdido. Es así como se dice que se iniciaron nuestros peregrinajes, y ahora ya sabemos cómo se perdieron las llaves. Belloc las tuvo ocultas en su refugio de la caverna mientras Valatrix, y quién sabe cuántos más, las buscaban. Incluso aunque no supieran cómo utilizarlas correctamente, seguían valiendo una fortuna; y, ahora que los metales son aún más escasos, su valor debe de ser incalculable. Y los reyes-hechiceros darían sin duda cualquier cosa por poseerlas.
– Y ahora las tienes tú -dijo Korahna.
La joven se mordió el labio inferior e hizo una mueca irónica.
– Y, si la noticia se propaga -repuso-, me convertiré en el blanco de todos los ladrones, bandidos y profanadores del planeta.
– ¿No deberías llevarlas de vuelta a tu templo villichi en las Montañas Resonantes? -inquirió la princesa.
– ¿Y dar a esos mismos ladrones, bandidos y profanadores un motivo para buscar nuestro templo? -replicó la sacerdotisa, sacudiendo la cabeza-. No. Con el tiempo volvería a suceder lo mismo una vez más. Además, le fueron confiadas a Belloc, y él las custodió no sólo durante toda su vida, sino también en la muerte. Creía que debían entregarse al Sabio, y, si alguien conoce su utilización correcta, esa persona debe de ser el Sabio.
– En ese caso, lo mejor será que nos pongamos en camino hacia Nibenay -anunció Sorak-, pues ésa es la dirección que se nos indicó.
Retrocedieron a través del túnel y regresaron de nuevo a la gruta. Sorak se inclinó junto al estanque y se echó un poco de agua por encima.
– Deberíamos aprovechar esta última oportunidad de volver a llenar los odres y refrescarnos un poco -aconsejó.
– Desde luego que deberíais hacerlo, ya que será vuestra última oportunidad -dijo Torian desde la entrada de la cueva. Estaba allí de pie, perfilado por la luz que provenía del exterior, empuñando la espada y flanqueado por sus mercenarios.
– ¡Torian! -exclamó Korahna.
– Mis felicitaciones, alteza -saludó él, penetrando en la gruta-. Jamás hubiera soñado que podrías sobrevivir a un viaje por las tierras yermas. Está claro que subestimé enormemente tu fuerza de voluntad y de espíritu. No tan sólo has sobrevivido, y aparentemente sin un gran desgaste físico, sino que además has conseguido encontrar agua. Mis hombres y yo te estamos agradecidos. Estábamos ya muy sedientos.
Parecían cansados y agotados por el viaje a través de las salvajes planicies, pero la determinación de sus ojos no era menos intensa a causa de lo padecido. Los mercenarios sostenían las ballestas tensadas y cargadas con saetas; y sus ojos no se apartaban de Sorak y Ryana.
– No deberías haberme seguido, Torian -dijo Korahna-. No regresaré contigo.
– Oh, no tengo la menor intención de volver a cruzar ese miserable erial desértico -repuso él-. Estamos a unos dos o tres días de viaje de las montañas, y, una vez cruzadas esas montañas, estamos en mis dominios. Mi intención es llevarte de regreso a Gulg, donde encontrarás una vida mucho más cómoda en la hacienda de mi familia.
– No, Torian -replicó ella-. No voy a ir contigo. Me voy a casa, a Nibenay.
– ¿A qué? -inquirió el noble-. ¿A llevar una vida miserable escondiéndote entre las sombras con la Alianza del Velo? ¿A vivir en un cuchitril en los barrios bajos y ocultarte de los templarios? ¿A conspirar inútilmente en habitaciones apestosas y sucias en medio del hedor de cuerpos sudorosos y sin lavar? ¿A tener miedo de mostrar tu rostro a la luz del día? Esa no es vida para una princesa. Puedo ofrecerte mucho más que eso.
– Quizá -dijo Korahna-, pero a un precio que no puedo y no quiero pagar.
– Entonces me temo que no tendrás elección -respondió él-. No he recorrido todo este camino para nada. Cuatro hombres han muerto por tu culpa, Korahna, y otros dos morirán cuando los atrape, si es que las planicies no han acabado ya con ellos. Me has causado muchos problemas, alteza, más de los que habría soportado por cualquier otra mujer. Pienso verme recompensado por mis esfuerzos, y tú, Korahna, serás esa recompensa.
– Tal vez tengamos algo que objetar a eso -intervino Ryana.
– Vos tendréis muy poco que decir sobre nada, señora -respondió Torian con desdén-. Disfrutasteis de la hospitalidad de mi tienda, y me pagáis robándome algo que es de mi propiedad.
– ¿Tu propiedad? -exclamó Korahna con incredulidad.
– Sacerdotisa o no, nadie se burla de mí -continuó él, haciendo caso omiso del enojo de Korahna. Se volvió hacia Sorak y levantó la espada, utilizándola para apuntarle-. Y en cuanto a ti, elfling, a ti te mataré personalmente.
– Hablando no lo conseguirás -dijo Sorak.
– Entonces he acabado de hablar -masculló Torian, alzando el arma y saltando hacia él.
Con un gesto tan engañosamente rápido y grácil que casi pareció indolente Sorak desenvainó a Galdra y detuvo el ataque de la espada de Torian.
En cuanto entró en contacto con el metal elfo, el arma del noble se partió limpiamente en dos, pero Torian ni siquiera sintió el impacto del golpe; su brazo continuó descendiendo merced al impulso adquirido, haciendo que perdiera el equilibrio. Sólo cuando la parte superior de la espada chocó con un ruido metálico contra el suelo de piedra, Torian se recuperó y contempló con asombro lo que quedaba de su arma: la empuñadura y un palmo de hoja.
– ¿Decías? -dijo Sorak, enarcando una ceja.
Los ojos de Torian se abrieron de par en par.
– ¡Matadlo! -gritó enfurecido a los mercenarios-. ¡Atravesadlo con las flechas!
Los hombres alzaron las ballestas y dispararon sus saetas; pero, a pesar de que no más de quince pasos los separaban de su blanco, todos los proyectiles pasaron muy lejos del objetivo. Los mercenarios se quedaron boquiabiertos.
Torian farfulló incoherencias y empezó a chillarles, arrojando espuma por los labios.
– ¡Idiotas! ¿Qué es lo que os pasa? ¿No podéis ni darle a un blanco que está a menos de cinco metros? ¡Disparadle, he dicho! ¡Disparadle! ¡Disparadle!
Los mercenarios se dispusieron a coger nuevas saetas, pero de improviso todos sus proyectiles saltaron de los carcajs y salieron volando por los aires por sí mismos, atravesaron la gruta y acabaron por estrellarse contra la pared opuesta y caer en el estanque.
La saeta de Ryana, sin embargo, no erró el blanco. Alcanzó a uno de los hombres en la garganta, y éste cayó, entre estertores y borboteos y agarrándose el cuello en el punto en que la flecha había atravesado la laringe y salido por el otro lado. Mientras su adversario se desplomaba, la sacerdotisa sacó la espada.
– Los otros son míos -anunció.
Torian se quedó sin habla al ver cómo la mujer arremetía contra los mercenarios que quedaban, blandiendo la espada con ambas manos.
Con un grito inarticulado de rabia, el noble sacó su daga y la arrojó contra Sorak.
Éste se limitó a alzar la mano, y la daga se detuvo en pleno vuelo como si hubiera chocado contra un muro invisible.
Torian abrió la boca incrédulo; la daga chocó inofensiva contra el suelo. Su mano fue en busca de la segunda daga, pero, antes de que sus dedos pudieran cerrarse alrededor de la empuñadura, el cuchillo salió volando de su funda y voló por la gruta describiendo un amplio arco sobre la cabeza de Sorak antes de ir a parar a las aguas del estanque situado a su espalda.
Al ver a Torian desarmado, inmovilizado por la sorpresa y en apariencia impotente, Korahna se precipitó de repente sobre él presa de un ataque de furia real.