– ¿Así que soy propiedad tuya, verdad? -chilló, los ojos ardiendo de cólera-. ¡Yo te demostraré de quién soy propiedad!
– ¡Princesa, no! -gritó Sorak, pero era demasiado tarde.
Ella levantó el brazo para golpear a Torian en la cara con el dorso de la mano; pero, cuando descargaba el golpe, el aristócrata le sujetó la mano, la hizo girar en redondo, y la agarró por detrás. Tras inmovilizarla con sus fuertes manos, la colocó delante de él, un brazo apretado contra su garganta, el otro agarrándola por los cabellos.
– ¡Intenta cualquier otro de tus trucos, elfling, y le partiré el cuello! ¡Suelta tu espada, sacerdotisa!
Los dos mercenarios restantes, aunque luchadores diestros y experimentados, habían estado muy ocupados con Ryana, cuyo ataque los había hecho retroceder hasta la entrada de la gruta. Al ver que Torian tenía a la princesa, la joven vaciló y se retiró ligeramente, sosteniendo la espada ante ella. Los dos hombres aprovecharon la tregua para separarse y colocarse uno a cada lado de la joven, listos para atacar. La mirada de la sacerdotisa pasó veloz de ellos a Torian y otra vez a ellos.
– ¡Tira la espada, he dicho! -repitió Torian-. ¡Tírala o mataré a esta zorra!
Ryana vaciló.
– Sorak… -dijo, indecisa, sin dejar de vigilar a sus dos antagonistas, que mantenían sus posiciones.
– Si la matas -le espetó Sorak-, no habrá nada que pueda salvarte de mí.
– Y, si la suelto, supongo que muy amablemente nos permitirás que nos retiremos y sigamos nuestro camino -repuso Torian sarcástico. Lanzó una carcajada que resonó como un estampido-. No, amigo mío, me parece que no. No eres tan estúpido. Sabes que no haría más que aguardar mi oportunidad y lo volvería a intentar. No podrías permitirte dejar que siga con vida. Te aconsejo que digas a la sacerdotisa que tire su espada, antes de que me impaciente.
– Sorak -inquirió ella-, ¿qué debo hacer?
– No lo escuches, Ryana. Esos hombres te matarán en cuanto sueltes la espada.
– Te doy mi palabra de que no lo harán -dijo el noble.
– ¿Esperas que confíe en tu palabra? -replicó Sorak despectivo.
– No tienes mucho donde elegir -contestó el otro-. Pero, a pesar de ello, no confías en mí. Piensa en esto: no gano nada si hago que maten a la sacerdotisa. Es más valiosa para mí viva, como rehén.
– La princesa tiene aún más valor para ti -dijo Sorak, intentando ganar tiempo mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad para encontrar una salida a la situación. Un rápido tirón y el cuello de Korahna estaría roto. Y tenía la seguridad de que Torian no vacilaría en hacerlo-. Has recorrido todo este camino por ella. Si la matas ahora, ¿de qué habrán servido todos tus sacrificios?
– Desde luego, sería una pérdida inútil -admitió Torian con voz serena-, y sin duda también significaría mi muerte. No obstante, moriría negándote tu satisfacción, y eso siempre valdría algo, supongo. Apostaría a que tú tienes tus propias intenciones con respecto a la princesa; de lo contrario no habrías arriesgado tanto para llevarla contigo. Es posible que la sacerdotisa sí la hubiera ayudado en un gesto bondadoso, y por ser una protectora como ella, ¿pero tú? No lo creo. Creo que tú lo haces por obtener algo, algo que deseas. Una recompensa, a lo mejor, o alguna otra cosa que ella te haya prometido.
Sorak maldijo al otro por su perspicacia. Había dado con la verdad, aunque no sabía con exactitud cuál era ésta. Él necesitaba a la princesa, aparte de su preocupación por ella, y Torian lo sabía.
– Si la suelto ahora -continuó el noble-, entonces no hay nada, nada, que pueda salvarme de ti. Y, si la mato, también me espera la muerte. Sea como sea, las condiciones seguirán siendo las mismas. Estoy preparado para asumirlas, de una forma u otra; ahora bien, mientras ella siga viva, el juego continúa. Me llevaré a la sacerdotisa como rehén para asegurarme de que no intentas ninguno de tus trucos. Has demostrado ser un maestro del Sendero, y no me hago ilusiones sobre mis posibilidades de matarte. La sacerdotisa garantizará que no me mates.
– ¿Qué propones? -inquirió Sorak con voz tirante.
Torian sonrió, comprendiendo que había conseguido dar la vuelta a la situación de forma espectacular y que ahora era él quien llevaba la ventaja.
– Me pondré en camino hacia Gulg con la princesa y la sacerdotisa. Podrás seguirnos si lo deseas, pero no muy de cerca; porque, si te veo, la sacerdotisa lo pagará, ¿comprendido?
– Comprendido.
– ¡Sorak, no! -exclamó Ryana.
– No tenemos mucho donde elegir, Ryana -respondió él.
– Escúchalo, sacerdotisa -dijo Torian-. Ahora no es el momento de ideas estúpidas ni gestos nobles.
– Sigue -intervino Sorak-. Di tus condiciones.
– Cuando llegue a la seguridad de la finca de mi familia -contestó el noble-, liberaré a la sacerdotisa. Ilesa, siempre y cuando tú cumplas tu parte. La princesa se queda conmigo. Cualquiera que sea la recompensa que te ha prometido, yo la igualaré de modo que no te vayas sin haber obtenido nada. Eso te dará un incentivo para continuar tu camino y no molestarme más. No deseo tener que estar pendiente de mi espalda el resto de mi vida. Esperarás a las puertas de Gulg. Te enviaré tu recompensa con la sacerdotisa, y puedes reunirte con ella allí. Si pones los pies dentro de las puertas de la ciudad, ordenaré que te maten. Ni siquiera un maestro del Sendero puede enfrentarse a toda la guardia de una ciudad.
»Permitiré incluso que conserves tu espada mágica, aunque me siento muy tentado de exigir que la entregues. No obstante, soy hombre práctico, y no deseo provocarte más. Tú me quitaste algo, y ahora lo he recuperado. Me contento con dejarlo así y devolverte las molestias que me has ocasionado. Lo consideraré una inversión para el futuro. Así que… ¿qué va a ser? ¿Vamos a ser prácticos los dos? ¿O finalizaremos este triste asunto aquí mismo y ahora, sin que ninguna de las dos partes saque provecho?
– Suelta la espada, Ryana -indicó Sorak.
– ¡Sorak, no! ¡No lo escuches! ¡No puedes confiar en él! -replicó ella.
– Creo que puedo confiar en que cuide de sus propios intereses -contestó Sorak-. Y por su propio interés le conviene mantener el trato de buena fe. Suelta la espada.
La joven vaciló un instante; luego, con expresión de repugnancia, arrojó el arma al suelo.
8
No le fue difícil a Sorak seguir el rastro de Torian y sus mercenarios sin ser visto; no tuvo necesidad siquiera de dejar que el Vagabundo tomara el control para hacerlo. Torian era un rastreador experimentado, pero Sorak era un elfling, y no sólo poseía la preparación recibida de las villichis para ayudarlo en su tarea: también tenía ciertas ventajas genéticas. Era poseedor de sentidos más desarrollados y más resistencia física y podía moverse más silenciosamente que cualquier humano.
Torian, claro está, sabría que él estaba ahí en algún lugar. No era estúpido. Había amenazado con hacérselo pagar a Ryana si vislumbraba siquiera a Sorak, pero éste se sentía bastante seguro de que ni alguien con tanta experiencia como Torian sospecharía lo mucho que podía acercarse sin que se dieran cuenta. Ni un solo momento los perdió de vista.
No confiaba en Torian. Lo que había dicho a Ryana era cierto: no dudaba que el noble miraría ante todo por sus propios intereses, pero los intereses de Torian no requerían dejarlos a ellos con vida. Había intentado ponerse en el lugar del noble en un esfuerzo por prever sus actos, y para esa tarea le bastó con dejar que el cínico y egocéntrico Eyron se manifestara.
Es muy simple, había dicho éste. Si yo fuera Torian, consideraría las alternativas disponibles y escogería aquella línea de acción que resultara más conveniente e implicara menor riesgo para mí.
¿Y qué línea de acción sería ésa?, preguntó Sorak.