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Ésta parecía agotada y no ofreció más resistencia que Korahna cuando la descabalgó; pero, cuando la trasladaba hasta el árbol, empezó a debatirse y forcejear violentamente entre sus brazos. Torian perdió el equilibrio y cayó, soltándola sobre el suelo; sin embargo, volvió a incorporarse de inmediato y, mientras Ryana intentaba levantarse, se irguió completamente y le propinó una patada en el costado. La joven se desplomó con un quejido ahogado, y Torian añadió otra patada por si acaso. Esta vez, ella se quedó inmóvil.

– Estoy demasiado cansado para ser indulgente, sacerdotisa -dijo él-. Y, cuando estoy cansado, me pongo de muy mal humor. Te recuerdo que me eres de utilidad estando viva, pero eso no implica necesariamente que tengas que estar de una pieza.

Estiró el brazo entonces y, agarrándole un puñado de cabellos, la arrastró hasta el árbol. Una vez allí, se inclinó y la cogió por los hombros; luego la sacudió con violencia y le golpeó la cabeza contra el tronco. Repitió la operación otras tres veces, hasta que la cabeza de la mujer se inclinó inerte sobre su pecho, tras lo cual la ató con sumo cuidado con la espalda contra el tronco, al lado de la princesa.

Enderezándose, aspiró con fuerza varias veces, hizo girar cuello y hombros para aliviar la tortícolis, y acto seguido se dirigió hacia su montura y tomó un buen trago de su odre.

– ¿Podríamos beber un poco de agua, señor? -preguntó Rovik, acercándose por detrás.

– ¿Habéis recogido combustible suficiente para mantener el fuego encendido toda la noche? -inquirió él.

– Aún no, mi señor -respondió Rovik, humedeciéndose los labios con nerviosismo-, pero tenemos suficiente para que arda durante un buen rato. Recogeremos más, pero la tarea resultaría más fácil si hubiéramos saciado nuestra sed.

– Muy bien -repuso el noble en tono seco-, pero hacedlo deprisa. Y mantened los ojos abiertos; seguro que ese maldito elfling anda por alguna parte.

A Rovik no le gustó el sonido de su voz, pero no dijo nada mientras se encaminaba a su montura y desataba uno de sus odres de agua. Tomó un buen trago mientras Gorak se aproximaba a él para aguardar su turno. Cuando terminó de beber, Rovik entregó el odre a su compañero.

– Los nervios de lord Torian están tan tirantes como la cuerda de un arco -murmuró en voz muy baja, observando por el rabillo del ojo cómo el noble se sentaba junto a sus prisioneras, la espada bien sujeta en su mano.

Gorak hizo una pausa para recuperar aliento y, cuando habló, tuvo buen cuidado de mantener su voz casi en un susurro.

– Si me preguntas, deberíamos rebanarle el cuello, tomar a las mujeres, y acabar con esto.

– ¿Y que nos persigan durante el resto de nuestras vidas por asesinar a un aristócrata? -inquirió Rovik-. No seas idiota.

– ¿Quién va a saberlo? -insistió Gorak-. No hay más testigos que las mujeres, y ellas no están precisamente en posición de testificar.

– ¿Qué harías, matarlas?

– Después de habernos divertido con ellas. ¿Por qué no?

– ¿Y no sacar ningún provecho de todo lo que hemos padecido? ¿Es que unos instantes de placer son suficientes para compensar todo eso? Además, Torian no moriría fácilmente; ha estudiado toda su vida con maestros espadachines. Y por otra parte, no lo olvides, todavía está el elfling.

– Ya, no lo he olvidado -respondió Gorak-, pero no hemos visto ni rastro de él. ¿Cómo sabemos que no se ha dado por vencido o lo ha matado alguna maldita bestia?

– Él se encuentra más en su ambiente aquí que ninguno de nosotros dos -le recordó Rovik-. Y no es sencillo matar a un maestro del Sendero. No, nuestra mejor posibilidad es seguir con Torian. Tres tienen más fuerza que dos, especialmente con las mujeres como nuestros rehenes. Cuando lleguemos a Gulg se nos recompensará. Y entonces abandonaré el servicio de Torian con muchísima satisfacción.

– ¡Ya es suficiente! -les gritó Torian desde su lugar de reposo junto al árbol de pagafa. Agitó la espada hacia ellos-. ¡Regresad al trabajo! ¡Y estad alerta por si aparece ese condenado elfling!

– Casi valdría la pena cortarle el cuello y devolver a las mujeres al elfling -dijo Gorak-. ¡Nuestras bolsas se quedarían vacías, pero al menos nos daríamos esa satisfacción!

– Me sentiría tentado a darte la razón -repuso Rovik-, si creyera que el elfling se daría por satisfecho con eso y nos dejaría marchar. Pero no me hago ilusiones al respecto, amigo mío. Incluso aunque consigamos finalizar el encargo de Torian y abandonar Gulg para no volver nunca más, tendremos que pasarnos el resto de nuestras vidas mirando a nuestras espaldas. Preferiría una muerte rápida que vivir una muerte prolongada.

Reanudaron la recogida de más leña para el fuego, sin dejar de observar en todo momento el terreno circundante.

Sorak había decidido no esperar. Atacaría esta noche. En tres días más como máximo, Torian llegaría a Gulg; y, cuanto más cerca estuviera de su ciudad, más a su favor estarían las cosas. El aristócrata había realizado un gran esfuerzo para estar fuera de las planicies al anochecer; él y sus hombres estarían cansados, y eso favorecía a Sorak. No obstante, Torian también lo sabía, y por lo tanto esperaría un intento de rescate. La única posibilidad que tenía el elfling de conseguirlo era llevar a cabo el rescate de un modo que Torian no esperase.

Se retiró al interior ligeramente y dejó que Chillido se manifestara. Éste nunca hablaba si no era a los animales, y, si conocía el lenguaje de humanos, elfos o halflings, jamás había dado señal de ello. Pero Chillido sabía cómo entrar en contacto con las bestias. En las contadas ocasiones en que se manifestaba, prefería la compañía de los animales y les hablaba sólo a ellos, nunca a ninguno de los otros miembros de la tribu. Aquella entidad era más animal que humanoide, pero poseía la astucia de un halfling. Cuando Sorak le cedió el terreno, sin replegarse por completo, sino compartiendo conciencia con él, el cuerpo que compartían experimentó un sutil cambio de actitud.

Chillido se agachó casi a ras del suelo y empezó a avanzar a gatas, con un movimiento grácil, sinuoso y felino. Las rocas y pedruscos de las tierras yermas habían dado paso al altiplano desértico, que se elevaba poco a poco en dirección a las estribaciones de las Montañas Barrera, que a su vez se recortaban espectaculares en el cielo nocturno. El terreno aquí consistía en un arenoso suelo rocoso, salpicado de matorrales de desierto y alguno que otro árbol de pagafa. Aquí y allí, un desplegado arbusto escoba o un enorme cacto barril ofrecía un lugar donde ocultarse; pero, en su mayoría, era terreno abierto que ofrecía buena visibilidad aun bajo la tenue luz de las lunas en cuarto menguante. Manteniéndose muy agachado, Chillido se movió con desesperante lentitud al acercarse al campamento, para asegurarse de que su presencia no se vería traicionada por cualquier movimiento apresurado.

Un humano que se moviera con tal lentitud, en una posición tan incómoda, se habría sentido terriblemente incómodo por culpa de calambres y contracciones en los músculos. Las rodillas le habrían quedado llagadas en cuestión de minutos, y las manos desgarradas y sangrando, escoriadas por la arena, los guijarros, las ramas resecas llenas de espinos, y los pinchos de los cactos que cubrían el suelo del desierto. Sin embargo, las manos de Sorak eran ásperas y muy encallecidas, y sus rodillas se habían recubierto de gruesas capas de piel a base de años de arrastrarse por entre la maleza. Ni prestaba la menor atención a los diminutos insectos que reptaban por sus brazos y piernas; sus dolorosos aguijonazos habrían enloquecido a un simple humano, pero el joven estaba acostumbrado a ellos. Chillido, por su parte, ni siquiera se daba cuenta de la presencia de las minúsculas criaturas: su atención estaba fija por completo en la fogata que ardía justo delante.