Los dos mercenarios la habían encendido con gran cantidad de matorral seco, por lo que despedía mucha luz e iluminaba toda la zona que rodeaba el campamento. La mayoría del combustible que utilizaban para iniciar el fuego, seco como estaba, se consumía con rapidez, lo que hacía necesario que alimentaran continuamente las llamas. Pero los arbustos escoba del desierto que añadieron luego tenían un alto contenido de resina y ardían con más virulencia y más despacio. Con el tiempo, a medida que el calor aumentara y se arrojaran más arbustos escoba a las llamas, la hoguera ardería durante mucho rato y despidiendo gran cantidad de luz. No era la primera vez que los mercenarios pisaban el desierto; ambos eran avezados veteranos, y conocían el arte de sobrevivir en aquel lugar.
Cuando Chillido se acercó más, pudo ver el lugar donde estaba sentado Torian bajo las desplegadas y retorcidas ramas azulverdosas del pequeño árbol de pagafa. Ryana estaba bien atada a uno de sus múltiples troncos delgados, y la princesa a otro. Los troncos del árbol de pagafa no tenían un grosor mayor que el muslo de Sorak, pero poseían una resistencia incalculable. No había forma de que Ryana o la princesa pudieran soltarse, aun cuando no estuvieran tan débiles y agotadas.
Resultaba evidente que los tres hombres se turnarían para dormir. Sorak había esperado que dos de ellos durmieran mientras uno montaba guardia, pero no tardó en descubrir que Torian era más cuidadoso que eso. Uno de los mercenarios se tumbó sobre su colchoneta entre el fuego y el árbol, mientras su compañero permanecía despierto con Torian.
El hombre que se había quedado despierto paseaba de un lado a otro para permanecer alerta, y, aunque de vez en cuando arrojaba más leña al fuego, la mayor parte del tiempo su mirada barría continuamente el terreno a su alrededor, la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada. Al acercarse, Sorak comprendió por qué. El hombre había hecho una especie de lazo a una correa de cuero, que había sujetado a la empuñadura del arma, y pasaba por él la muñeca. Ningún esfuerzo por desarmarlo mediante el Sendero conseguiría arrebatarle la espada de la mano. Estos hombres aprendían deprisa.
Torian permanecía cerca de Ryana, entre ella y la princesa, con la espalda apoyada contra el árbol. Tenía la espada de obsidiana desenvainada y sobre su regazo, de modo que con un veloz movimiento podía apoyarla contra la garganta de la sacerdotisa. Estaba totalmente inmóvil, y Sorak podría haber pensado que dormía. Eso, quizás, era lo que Torian quería que pensase; porque en realidad el noble estaba bien despierto, vigilando y escuchando con suma atención. Cualquier intento de rodearlo por detrás y atacar desde ese punto alertaría al mercenario, que no hacía más que pasear por allí y vigilar por si se daba tal eventualidad. Además, si intentaba atacar primero al mercenario, daría a Torian tiempo más que suficiente para amenazar a Ryana. Y también daría al hombre dormido una posibilidad de despertar y unirse a la refriega. Desde luego el aristócrata no era ningún estúpido, pero, a pesar de ello, nunca se había enfrentado a una tribu de uno.
Chillido descansaba ahora sobre su estómago, como una serpiente. Se había acercado tanto que, si se ponía a cuatro patas, el mercenario sin duda lo descubriría. Con su excelente visión nocturna, Sorak se fijó atentamente en la disposición del campamento y las provisiones. Los kanks estaban amarrados a la derecha, a unos cinco o seis metros del árbol; el mercenario que recorría el perímetro del campamento iba armado con una espada y una ballesta pequeña, que sujetaba en una mano, montada y lista para disparar. El hombre dormido tenía una ballesta montada a su lado y, también él, mostraba la espada desenvainada, con una correa sujeta a ella y pasada alrededor de su muñeca. Torian estaba sentado bajo el árbol, las piernas extendidas frente a él, con una de las rodillas doblada; tenía la espada apoyada sobre el regazo, y la mano descansaba sobre una ballesta. También se había rearmado con otras tres dagas. Aquellos hombres no estaban dispuestos a correr riesgos.
Ahora, Chillido, indicó Sorak.
Chillido se aplastó contra el suelo y cerró los ojos al tiempo que emitía una llamada telepática, que no tardó en recibir respuesta. Procedentes de la zona que rodeaba el campamento de Torian, diminutos lagartos censores de vivos colores empezaron a converger en el árbol de pagafa y, tras trepar veloces y silenciosos por los delgados troncos que la princesa y Ryana tenían a su espalda, empezaron a mordisquear las sogas que las sujetaban. Entretanto, Chillido lanzó otra llamada telepática.
A medio kilómetro de distancia, ésta fue recogida por una colonia de antloids del desierto que dormían en su nido. La reina respondió a la llamada y, al poco rato, los obreros empezaron a abandonar en tropel el enorme montículo que constituía la entrada a su laberinto subterráneo. Las gigantescas hormigas echaron a correr por el desierto en filas paralelas, una tras otra, como infantería que se agrupa para atravesar un desfiladero, y avanzaron veloces y decididas, guiadas hasta su destino por la señal que la entidad había proyectado.
Ryana fue la primera en darse cuenta de que algo sucedía. Tras perder el sentido al golpearle Torian la cabeza contra el tronco del árbol, recuperaba ahora el conocimiento lenta y dolorosamente, con la sensación de que su cabeza estaba envuelta por una espesa niebla, cuando le pareció que algo reptaba por sus manos. Intentó moverlas y descubrió que no podía. Abrió los párpados con un esfuerzo, y contempló la borrosa imagen de la fogata. Poco a poco, la imagen se fue concretando, y recordó dónde estaba y en que circunstancias; recordó también cómo Torian la había pateado y apaleado. Los restos de malestar quedaron desterrados por una fría cólera. Palpó el tronco a su espalda y comprendió que estaba atada a él.
Miró a su izquierda y vio a Torian sentado a su lado, la cabeza colgando sobre el pecho. No estaba dormido del todo, pero poco le faltaba. Mientras ella lo observaba, el noble levantó la cabeza bruscamente para volver a su posición vigilante, y su mirada se clavó más allá del fuego. Ryana bajó el rostro para fingir inconsciencia. Al poco rato, atisbando por unos párpados apenas entreabiertos, vio que la cabeza de Torian volvía a caer sobre el pecho. Entonces notó que algo volvía a arrastrarse por sus manos, y se quedó totalmente inmóvil. ¿Una serpiente? Estaba indefensa. De pronto sintió cómo sus ataduras cedían ligeramente. Torció la cabeza hacia atrás todo lo que pudo y descubrió que el tronco del árbol a su espalda estaba cubierto de lagartos censores de vivos colores. Y aquellas criaturas se dedicaban a morder sus ligaduras. Miró al lugar donde se encontraba atada Korahna, un poco más allá de donde estaba sentado Torian, dando cabezadas, y vio que el tronco situado detrás de la princesa también se hallaba repleto de lagartos. Docenas y docenas de ellos. Y entonces comprendió lo que sucedía. ¡Chillido!
Si Torian despertaba ahora y volvía la cabeza, o si el guarda mercenario se acercaba un poco más, cualquiera de ellos podría descubrir al instante a los lagartos. Pero uno de los mercenarios dormía, mientras que el otro paseaba arriba y abajo junto al fuego, los ojos fijos en la oscuridad. Y Torian no parecía advertir la presencia de las criaturas que corrían por los troncos del árbol a ambos lados de él. Ryana sintió cómo una de las cuerdas se partía. Y luego otra. Despacio, ayudó a los lagartos tirando con sus manos, con mucho cuidado de no hacer el menor ruido. Notó cómo uno de ellos ascendía por su espalda hasta el cuello, donde empezó a tirar de la mordaza que le tapaba la boca. Al poco rato ésta se soltó, y la joven llenó de aire sus pulmones.
En la zona que quedaba fuera del haz de luz de la hoguera, Chillido permanecía tumbado por completo sobre el suelo, la oreja pegada a la tierra. Ahora ya oía el tamborileo de los antloids que se aproximaban. Venían a gran velocidad, y su aproximación no tardaría en ser claramente audible. Sorak sabía que tendría que moverse deprisa cuando llegara el momento; entretanto, permaneció inmóvil y esperó.