Gorak dejó de pasear de repente, alarmado por un sonido que surgía de la noche. Inmediatamente, escudriñó el desierto al otro lado de la hoguera en busca del destello de unos ojos brillantes, pero no vio ni rastro de ellos. ¿Qué era aquello? Era casi como el sonido de un trueno lejano, pero no exactamente igual. Levantó la ballesta y la sostuvo lista para disparar, mientras la espada se balanceaba del lazo de cuero que colgaba de su muñeca. El sonido se acercaba ahora, y era más fuerte, un retumbar que sonaba como… Y de improviso, demasiado tarde, comprendió lo que era. Sus ojos se abrieron de par en par, y gritó:
– ¡Rovik! ¡Lord Torian! ¡Despertad, deprisa!
Rovik se puso en pie al instante, agarrando su ballesta.
– ¿Qué? -preguntó, mirando en derredor ansioso-. ¿Qué sucede?
– ¡Antloids! -respondió Gorak-. ¡Vienen hacia aquí!
En cuanto Gorak dio la alarma, Torian levantó la cabeza con un sobresalto, y lo primero que hizo fue comprobar dónde estaban sus prisioneras. Al volverse para mirar a la princesa, descubrió a los lagartos que corrían por el tronco del árbol y por sus ataduras.
– ¡Sangre de gith! -maldijo, incorporándose de un salto.
En ese momento, Ryana se liberó de las ligaduras, que los lagartos habían roído. Torian se lanzó sobre ella, pero la joven se hizo a un lado y le asestó una patada al tiempo que rodaba por el suelo. El noble perdió el equilibrio y cayó al suelo; mientras caía, Torian oyó el grito angustiado de Gorak.
El primero de los gigantescos antloids había penetrado como una tromba en la zona iluminada surgiendo de la oscuridad, y el mercenario sólo tuvo tiempo de disparar una vez su ballesta. La saeta rebotó inofensiva en el grueso dermatoesqueleto de la criatura, y acto seguido ésta cayó sobre el y, cerrando las enormes mandíbulas alrededor de su cintura, lo alzó por los aires. Los desgarradores alaridos de Gorak resonaron en la noche mientras el resto de los antloids invadían el campamento.
Rovik intentó correr, pero sabía que era inútil. Sólo un elfo podía dejar atrás a un antloid adulto. Cuatro de las criaturas cayeron sobre él, y desapareció, aullando, en una maraña de chasqueantes mandíbulas. Los kanks, aterrorizados por el ataque de los antloids, arrancaron las estacas a las que estaban atados y se perdieron en la noche. Los antloids no los persiguieron.
Torian se incorporó con presteza y se abalanzó sobre la princesa, pero Ryana dio un salto y, sujetándole las piernas, lo hizo caer nuevamente al suelo.
Entretanto, Korahna recuperó el conocimiento, y lo primero que vio fueron los antloids invadiendo el campamento. Se llevó las manos al rostro y chilló, sin darse cuenta en su terror de que tenía las manos libres. Entonces descubrió a todos los lagartos que corrían por el tronco del árbol detrás de ella -algunos seguían agarrados a sus brazos-, y se apartó del árbol de pagafa horrorizada, agitando los brazos para deshacerse de las criaturas.
Torian forcejeó con Ryana, se zafó de una patada y se puso en pie con una voltereta; pero, cuando se volvió para atacarla, tres antloids avanzaron pesadamente hacia él. Retrocedió, dejando a Ryana a merced de las criaturas, sin advertir que avanzaban para protegerla. Hizo intención de ir hacia la princesa, pero otros dos antloids le cortaron el paso. Korahna intentó huir, y se encontró de improviso rodeada por las enormes bestias; volvió a chillar, pero una mano le cubrió repentinamente la boca.
– No tengas miedo -dijo una voz conocida a su espalda-. No te harán daño.
Se volvió y descubrió a Sorak, a cuyos brazos se arrojó, sollozando agradecida sobre su pecho.
Torian retrocedió hacia el fuego, volviendo la cabeza a derecha e izquierda en una búsqueda desesperada de alguna vía de escape. Pero no tenía adónde correr. Estaba rodeado por un círculo de antloids. Sin embargo, los animales no se lanzaron sobre él; se limitaron a permanecer inmóviles en un enorme círculo alrededor de la hoguera, rodeando al noble en el lugar donde se encontraba, en tanto que sus mandíbulas emitían siniestros chasquidos parecidos al entrechocar de largas varas. Fue entonces cuando Torian se dio cuenta de que sus dos mercenarios estaban muertos.
Se quedó allí sin moverse, la inútil espada de obsidiana tendida ante él, a pesar de saber que era un arma que de nada servía contra estas criaturas. E incluso aunque consiguiera matar a una, las otras lo despedazarían. Así pues, permaneció inmóvil y aguardó el fin.
Entonces, ante su inmensa sorpresa, una de las criaturas se retiró ligeramente a un lado, y Sorak penetró en el círculo. Tras él iban la princesa y Ryana. Los antloids no hicieron la menor intención de atacarlos. En ese instante, Torian comprendió que, de algún modo, el elfling podía conseguir que las criaturas lo obedecieran, y sólo entonces se dio cuenta de a qué se enfrentaba, y se maldijo por haber perseguido al elfling. Había perseguido su propia muerte, y ahora ésta lo había atrapado.
– ¡Maldito hechicero! -despotricó Torian, al tiempo que levantaba su espada desafiante.
– ¿De qué crees que va a servir eso ahora? -dijo Sorak, mirando el arma.
– Hará un mejor servicio del que imaginas -replicó el noble-. Te negará tu victoria final. -Y, dicho esto, hizo girar rápidamente la espada, sujetándola con ambas manos, y se la hundió con fuerza en el vientre.
Aquello cogió a Sorak totalmente desprevenido, y se limitó a contemplar, atónito, cómo Torian lanzaba un gemido de dolor y caía de rodillas, traspasado por su propia arma, mientras la sangre surgía a borbotones por entre sus labios. Ryana contuvo el aliento y Korahna se quedó sin habla, las dos con los ojos fijos en el moribundo.
Torian levantó la cabeza y miró a la princesa.
– Fuiste mi perdición, Korahna -dijo, pronunciando las palabras con un gran esfuerzo-. Tú y mi propia… ambición. Si me hubieras… aceptado… no te habría maltratado. Pero no… Tú eras demasiado buena para mí. Te habría convertido en reina. Y yo… podría haber sido… un rey…
Sus ojos se vidriaron cuando la luz de la vida los abandonó, y se desplomó sobre el suelo. Muy despacio, los antloids se dispersaron, de regreso a su nido, dejando solos a Sorak y las dos mujeres, de pie junto al fuego, contemplando el cuerpo sin vida de Torian.
Sorak miró a Ryana y ésta le sonrió cansada. Luego se volvió hacia la princesa y la cogió del brazo.
– Vamos, princesa -dijo-. Todo ha terminado ya y es hora de descansar. Mañana, te llevaremos a casa.
Desde lo alto de las colinas situadas a los pies de las Montañas Barrera, las planicies se extendían hacia el horizonte occidental, como si se tratara de un mar infinito de piedras desmenuzadas. Los tres viajeros se encontraban sobre un promontorio, un risco de piedra que se alargaba como la proa de un barco sobre el desierto erial situado a sus pies. Detrás de ellos, los árboles salpicaban las laderas, volviéndose más numerosos a medida que se alzaban las montañas. Parecía casi un territorio desconocido ahora.
– ¿Es posible que hayamos atravesado todo eso? -se asombró Korahna, observando desde el risco mientras el sol se ponía lentamente tras ellos, haciendo que las sombras de las montañas se proyectaran alargadas sobre el suelo. Era la primera vez que parecía animada en tres días.
El Vagabundo había seguido el rastro de los kanks soldados que Torian y sus mercenarios habían utilizado, y Chillido los había llamado y había conseguido tranquilizar a las asustadas criaturas. Habían dado a las bestias la posibilidad de alimentarse con los matorrales recogidos por los mercenarios y, cuando abandonaron el campamento a la mañana siguiente, sus monturas estaban en forma.