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Ahora, cerca del final de su largo viaje, Korahna parecía menos princesa que nunca. Ataviada con diferentes piezas de ropa cogidas a los mercenarios muertos, se parecía más a una bandolera que a una hija de la Casa Real de Nibenay. Los mocasines demasiado grandes que calzaba estaban ahora coronados por un par de pantalones de cuero y una túnica sin mangas que dejaba al descubierto su cintura, porque Sorak había cortado su parte inferior, que estaba manchada de sangre y desgarrada. Alrededor de la cintura llevaba un ancho talabarte, y la espada de obsidiana de Torian que éste había utilizado para suicidarse; la muchacha juraba que siempre la tendría en gran estima por el servicio que le había prestado. Sobre la túnica llevaba una capa marrón con capucha, y la larga melena rubia, peinada con los dedos, ya no brillaba como lo había hecho cuando la cepillaba cada noche antes de retirarse a su tienda. En opinión de Ryana, y a pesar del carácter un tanto caprichoso de su indumentaria, aquello era sin embargo una mejora en relación con el aspecto que la princesa había tenido antes.

Ryana había sujetado su cuerpo dormido mientras cabalgaban sobre el kank y, aunque Korahna había gimoteado en voz baja en sus brazos, no la había despertado. Tendría sueños desagradables durante un tiempo, y era mejor que lo superara. Más tarde, cuando fue el turno de Ryana de descansar, la princesa no había hablado y, durante el día siguiente y también el que le siguió, había permanecido en silencio, absorta en sus meditaciones. Ahora, por fin, un atisbo de su antigua personalidad -o tal vez se trataba de una nueva personalidad- hacía su aparición.

– Es posible que seamos los primeros en cruzar las planicies desde que lo hizo el Nómada -comentó Sorak-. O quizá debiera decir «el Sabio».

– No, el Nómada -replicó Ryana-. Aún no se había convertido en el Sabio.

– Me pregunto cuánto hace de eso -reflexionó en voz alta la princesa.

– Nadie lo sabe. -Ryana sacudió la cabeza negativamente-. Nadie recuerda siquiera cuándo apareció por primera vez El diario del Nómada.

– Había una copia en la biblioteca templaria del palacio -dijo Korahna-. Debo de haberlo leído al menos una docena de veces. En aquella época me parecía que el Nómada debía de haber llevado una vida maravillosa. Libre para vagabundear por donde quisiera, para dormir bajo las estrellas, para conocer todo el mundo, en tanto que yo estaba enclaustrada en el palacio, incapaz siquiera de aventurarme fuera de los muros del recinto hasta que empecé a escabullirme por las noches a escondidas. ¡Cómo ansiaba poder correr la clase de aventuras que él debía de haber tenido!

– Bueno, ya has disfrutado de la primera -observó Sorak-. ¿Qué te ha parecido?

Korahna no respondió enseguida. Cuando por fin habló, lo hizo en tono suave y contemplativo:

– Desde luego, no se parecía en nada a lo que yo había soñado cuando era más joven. En mis sueños las aventuras carecían de la dura realidad. Había imaginado un viaje por el desierto, pero no había añadido a mis fantasías ese calor sofocante, ni la horrible sensación que provoca la sed, ni los músculos doloridos después de horas y más horas de ir a lomos de un animal cuando no se está habituado a ello. No tenía modo de saber cómo sería el sentir miedo de un ataque por parte de depredadores… tanto animales como humanos. Y jamás había imaginado que se me podría tratar de la forma en que lo hizo Torian.

Ni Sorak ni Ryana dijeron nada, a la espera de que ella continuara.

– Él me había reducido a algo poco menos que humano -siguió ella al cabo de un instante-. Yo era simplemente un medio para obtener un fin, una cosa que él deseaba poseer y utilizar para conseguir sus objetivos. Y, cuando me llamó propiedad suya… creo que sólo entonces me di cuenta de lo que yo era exactamente para él, y toda mi indignación estalló de golpe. -Miró a Ryana-. ¡Fui tan estúpida! No sé qué se apoderó de mí.

– A veces sucede así -asintió la sacerdotisa-, cuando a una persona se la presiona en exceso.

Korahna desvió la mirada, para volver a fijarla en las planicies.

– Cuando se clavó la espada él mismo… lo cierto es que lo disfruté. Me pareció perfecto. Me hizo sentir tan reivindicada, tan viva… -Su voz se apagó. Aspiró profundamente y expulsó luego el aire con fuerza y sacudió la cabeza-. ¿En qué clase de persona me convierte eso?

– En una persona normal -respondió Sorak, pero Ryana se dio cuenta de que no era Sorak. La voz sonaba igual, pero ella lo conocía lo bastante a fondo para reconocer a la Guardiana en los sutiles cambios que sólo ella podía detectar. Y entonces, de repente, comprendió que también Korahna los detectaría después de que Kether las hubiera inducido a compartir experiencias.

– ¿Guardiana? -inquirió Korahna, confirmando a la sacerdotisa lo que ésta ya había sospechado.

– Sí.

– ¿No nos conocíamos aún, verdad?

– Yo te he conocido a través de Sorak -respondió ella-. Pero tú no me conocías.

– ¿Por qué, por qué sabia Guardiana? -preguntó la princesa-. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser normal sentir tal pasión por la muerte de alguien?

– Porque, para una persona normal, matar es un acto pasional -repuso la Guardiana-. O eso, o un acto de desesperación, de autodefensa. Torian te había negado aquello que para ti, como para todas las personas, tiene más valor y ocupa un puesto primordial en la esencia misma de tu ser: tu propia identidad. Tus necesidades y deseos. Te negó el libre albedrío. Y también sabías que nos habría matado, de haber podido.

– Pero no podía -replicó Korahna-, y, cuando se dio cuenta, comprendió que no podía vencer.

– Hizo su elección -respondió la Guardiana-. Él podía quitar una vida, incluso la suya, y no sentir nada. Y ésa es la razón de que tú, Korahna, seas una persona normal y Torian no lo fuera. Tus sentimientos actuales son los que siente una persona normal; si no sintieras ninguno de ellos, entonces sí que deberías preocuparte por la clase de persona en que te habías convertido. Aunque, si fueras esa clase de persona, esos pensamientos ni se te ocurrirían, puesto que ya no tendrías conciencia.

Korahna bajó los ojos al suelo. Cuando los volvió a levantar, estaban llenos de lágrimas.

– Gracias, Guardiana -murmuró-. Gracias por ayudarme a comprender.

Esa noche, acamparon en las montañas, encendieron una hoguera y durmieron. Mientras Ryana notaba cómo el cansancio la vencía, vio a Sorak replegarse y al Vagabundo tomar el control. El ente se incorporó y se perdió en la oscuridad sin decir una palabra, moviéndose tan silenciosamente como un gato montés. Con un suspiro de resignación, Ryana se sentó bien erguida y, cogiendo su espada, la atravesó sobre el regazo mientras aguardaba a que el Vagabundo diera por finalizada su cacería y regresara.

Contempló a Korahna, que dormía tranquila y profundamente.

– Descansa bien, hermana -susurró, de forma casi inaudible-. Descansa bien. La curación ha empezado.

9

Las Montañas Barrera eran una cordillera en forma de media luna, inclinada hacia el noroeste, con las puntas de la media luna señalando al este y al sur. En el extremo sur de la cordillera, cerca del punto más bajo del semicírculo, se alzaba la ciudad de Gulg. En el extremo opuesto del semicírculo, separada de Gulg por el extenso y verde valle protegido por las altas montañas de la cadena, estaba la ciudad de Nibenay. Desde donde Sorak se hallaba, en la cima situada cerca del extremo más elevado de las montañas, el elfling podía distinguir la ciudad allá en el fondo a sus pies, en tanto que la ciudad de Gulg resultaba apenas visible en la distancia, envuelta en la neblina matutina.

Las dos ciudades se hallaban situadas en una de las pocas zonas de Athas que seguían siendo verdes, debido a que la región estaba sustentada por corrientes de agua que descendían de las montañas y por arroyos subterráneos que afloraban a la superficie, la mayoría situados cerca de Nibenay. Según El diario del Nómada, que Sorak había estudiado mientras acampaban en las montañas, Gulg no era tanto una ciudad como una enorme colonia de cazadores-recolectores que dependían de los bosques de las Montañas Barrera para su sustento.