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– Si es que lo sabe -repuso Korahna-. Nibenay se preocupa cada vez menos por los asuntos de su familia, y mucho menos por los de su reino. ¿Sabéis que nunca lo he visto?

– ¿Nunca? -Ryana estaba asombrada-. ¿A tu propio padre?

– Ni una sola vez -dijo ella-. Si alguna vez lo vi o él me sostuvo cuando era una criatura, no lo recuerdo. Tampoco lo ven nunca sus súbditos. Desde que yo nací, ha permanecido enclaustrado en la zona central de su palacio, donde nadie excepto los miembros de más graduación de la orden templaria pone jamás los pies. Durante todo el tiempo transcurrido desde mi nacimiento, pocas de sus esposas han conseguido verlo.

– ¿Cuántas esposas tiene? -inquirió Ryana.

– Todas las templarias son sus esposas -respondió Korahna-. O, si no, son sus hijas. En Nibenay todos los templarios son mujeres, y las templarias superiores son las más viejas de sus esposas. Está considerado un gran honor ser nombrada templaria superior. Primero hay que servir en los rangos sagrados durante un mínimo de veinticinco años, y luego ser elegida para el cargo de acuerdo con los méritos obtenidos, lo cual lo deciden las otras templarias superiores. Las vacantes sólo aparecen en caso de defunción, y al parecer el juramento es muy complicado; hay quien ha muerto incluso al tomarlo.

– ¿Sabes el motivo de que no hayas visto nunca a tu padre? -preguntó Sorak.

Korahna negó con la cabeza.

– A menudo me lo he preguntado; pero, las pocas veces que he intentado averiguarlo, se me ha contestado que yo no era quién para cuestionar tales cosas.

– No lo has visto nunca por la misma razón que sus súbditos nunca lo ven -respondió Sorak-: porque el Rey Espectro ya no es humano. Su contemplación provocaría repugnancia.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió la princesa.

– Ha emprendido el proceso de metamorfosis en dragón -dijo Sorak.

– ¿Mi padre?

– Todos los reyes-hechiceros que quedan se encuentran ya en una fase u otra de la metamorfosis en dragón -explicó el elfling-. Cada uno teme que el otro complete la transformación primero, de modo que consagran todos sus esfuerzos a los largos y complicados conjuros que se requieren.

– No lo sabía -dijo Korahna, con expresión afligida-. Ni siquiera mis amigos de la Alianza del Velo me lo dijeron.

– Supongo que no quisieron herir tus sentimientos -observó Ryana.

– Mi propio padre -siguió Korahna con voz ahogada-. Ya fue bastante terrible cuando comprendí lo que significaba ser un profanador, pero pensar que se encuentra en vías de convertirse en la criatura más espantosa y maligna que jamás ha pisado este mundo marchito… -Sacudió la cabeza-. Maldigo el día en que nací en esa pestilente familia.

– Ahora puedes comprender por qué el Sabio se afana tanto en ocultar su paradero -repuso Ryana-. Sólo existe una criatura que pueda enfrentarse a un dragón, y ésa es un avangion. Cada uno de los reyes-hechiceros que siguen con vida daría cualquier cosa por averiguar el escondite del Sabio, pues representa la mayor amenaza a su poder.

– Y, si consiguen eliminarlo -intervino Sorak-, no existirá nada que los detenga. Completarán sus transformaciones y luego pelearán unos contra otros.

– Con lo que se destruirán entre ellos -dijo Korahna.

– Quizá -replicó Sorak-. Pero al final es probable que uno triunfe. Sin embargo, cuando eso suceda, Athas habrá quedado reducido a un maldito pedazo de roca muerta.

– Hay que detenerlos -afirmó Korahna.

– El Sabio es el único que tiene una posibilidad de hacerlo -explicó Ryana-, a menos que, de alguna forma, se pueda matar a los dragones antes de que puedan completar sus transformaciones.

– Haré todo lo que pueda por ayudar -ofreció la princesa.

– Pronto tendrás oportunidad de hacerlo -dijo Sorak, bajando la mirada en dirección a Nibenay.

Entraron en la ciudad por su puerta principal, flanqueada por dos gigantescas columnas de piedras encajadas en las murallas, esculpidas en profundo relieve con las figuras entrelazadas de serpientes y dragones que escupían fuego. Los semigigantes de aspecto aburrido que estaban de guardia en la entrada los dejaron pasar sin comentarios y sin molestarse en registrarlos. Había un flujo constante de personas entrando y saliendo, y en Nibenay, como en la mayoría de las ciudades de Athas, todo el mundo iba armado. La visión de una espada y un cuchillo o dos no provocaban comentarios. Si hubieran sabido que los tres peregrinos de aspecto mugriento llevaban espadas de metal, los guardas podrían haberse sentido mucho más interesados, pero el día era caluroso y no pensaban tomarse la molestia de examinar a todo el que cruzaba las puertas. Los alborotadores no tardaban en encontrar más de lo que habían esperado dentro de las murallas de la ciudad. Las templarias no toleraban violaciones de las leyes de la ciudad, y los semigigantes que componían la guardia ciudadana y también el ejército eran por lo general más que suficientes para ocuparse de cualquier criminal.

Lo primero que hicieron fue dirigirse al mercado central de la ciudad, donde vendieron sus kanks. Korahna se quedaría en Nibenay, y Sorak y Ryana no tenían ni idea de cuánto tiempo permanecerían allí. Cuando llegara el momento de abandonar la ciudad, podían comprar otros kanks, adquirir pasaje en un caravana o incluso marcharse a pie, como ya habían hecho antes.

No era muy sensato gastar sus limitados recursos en pagar un establo para los kanks, de modo que una hábil negociación por parte de Sorak, ayudada por los poderes paranormales de la Guardiana, les reportó un buen precio por los animales, y con parte de estas ganancias se procuraron una buena comida en una de las tabernas locales.

Korahna no atrajo miradas curiosas. Puesto que había pasado la mayor parte de su vida entre los muros del recinto palaciego, ninguno de los habitantes de Nibenay podía conocerla de vista, a excepción de aquellos que había conocido en la Alianza, y éstos jamás la hubieran reconocido. Ahora no se parecía en nada a una princesa.

Ataviada con ropas demasiado grandes cogidas a los mercenarios y cubierta de polvo por el viaje que habían realizado, parecía más una pastora del desierto que un retoño de la casa real de Nibenay. La larga melena rubia le caía lacia, suelta y enmarañada; el rostro estaba tiznado; las manos, sucias y encallecidas; las uñas, que antes habían sido largas, aparecían mordisqueadas, y había perdido peso durante el viaje. Su aspecto ahora era delgado y fuerte, y había algo en su rostro que no había estado allí antes: una expresión de madurez.

Las pocas miradas curiosas que recibían se debían menos a su aspecto que al de Sorak y Ryana. A diferencia de la mayoría de las villichis, los cabellos de la joven eran plateados en lugar de rojos, y, aunque sus extremidades carecían de la longitud anormal que caracterizaba a las villichis, era extraordinariamente alta para ser mujer; su altura y coloración, junto con su enjuta musculatura, la convertían en una figura imponente.

El aspecto de Sorak resultaba aún más fuera de lo corriente. Los habitantes de Nibenay no habían visto nunca antes a un elfling. A primera vista, el muchacho parecía humano, pero diferente en ciertos aspectos. Muchos de los que se cruzaban con ellos por las calles se volvían para mirarlo con curiosidad sin saber exactamente por qué. Aquellos que eran más observadores podrían haber detectado sus orejas puntiagudas cuando la brisa le echaba hacia atrás los cabellos, u observado la curiosa angularidad elfa de sus facciones, o el brillante espesor de su pelo, como la melena de un halfling; también podrían haberse dado cuenta de que era alto, aunque no exageradamente alto para un humano. Pero incluso los menos observadores de entre ellos, si lo miraban a la cara, no podrían haber evitado fijarse en sus ojos, muy hundidos, y con una mirada tan directa y penetrante que la mayoría se veía obligada a desviar la vista.

La taberna en la que se encontraban, cercana al mercado central, estaba al aire libre y cubierta por un toldo, de modo que podían contemplar la calle y observar la bulliciosa actividad mientras atardecía y los comerciantes empezaban a cerrar sus puestos. Poco a poco, la plaza del mercado se fue vaciando a medida que las sombras crecían y la gente se marchaba a sus casas o acudía a las tabernas u otros lugares de diversión. El local donde ellos estaban no tardó en llenarse con una ruidosa clientela, que buscaba quitarse el polvo del mercado y el calor del día de sus gargantas.