– Trabajan en lo que pueden -respondió ella-. En su mayoría son tareas que los humanos no aceptarían. Algunos roban, aunque las penas son muy duras si los atrapan. Muchas de las mujeres elfas venden sus favores. Es una vida miserable, pero aún es peor para ellos fuera de la ciudad.
– Hubo un tiempo en que eran un pueblo orgulloso -comentó Sorak-, y ahora se han convertido en esto.
Las calles eran más oscuras en esta zona de la ciudad. Pocas antorchas ardían en el exterior de edificios desvencijados, y las escasas construcciones cubiertas con esculturas decorativas eran viejas y necesitaban urgentemente ser restauradas. Las restantes no eran muy diferentes de los cuchitriles destartalados de los barrios populosos de Tyr. Había más gente por las calles aquí. Al igual que en Tyr, las autoridades no patrullaban los sectores más pobres de la ciudad; no les importaba demasiado lo que pudiera suceder a sus habitantes.
Al acercarse a una taberna con dos antorchas encendidas a cada lado de su entrada, varias prostitutas elfas recostadas contra los muros del edificio llamaron a Sorak y lo instaron a acercarse, realizando poses provocativas, algunas de las cuales eran extremadamente explícitas y demostraban con sumo detalle lo que se ofrecía a cambio de dinero. Sorak y Ryana se sintieron desolados ante la juventud de algunas de ellas, casi niñas en muchos casos, degradadas por la pobreza y la intolerancia y falta de oportunidades. Nadie las respetaba, y por lo tanto tampoco ellas se respetaban a sí mismas.
– Por aquí -indicó Korahna-. Aquí dentro.
Entraron en el local. Un descolorido letrero colocado en la pared que daba a la calle identificaba a la taberna como La Espada Elfa. Sorak pensó en su espada elfa y se aseguró de que quedara bien oculta bajo su capa.
En el interior, la taberna era poco más que una gran sala con arcadas de piedra y un vetusto suelo de tablas. La clientela estaba sentaba en toscos bancos de madera ante largas mesas. La mayoría bebía. Unos pocos jugaban a los dados. Sobre un pequeño escenario elevado situado contra una pared, un músico elfo ciego tañía un arpa elfa mientras otros dos lo acompañaban a la flauta y al tambor. Una cría de pterrax dentro de una jaula grande deglutía los restos de comida que le arrojaban los parroquianos, mientras camareras descalzas paseaban con bandejas por entre las mesas, regresando periódicamente a la barra para volver a llenar sus jarras de barro e ir a buscar nuevas botellas y copas de cerámica.
Casi todos los parroquianos eran semielfos y elfos, pero también descubrieron algún rostro humano. Como era de esperar, no había enanos, pues elfos y enanos no se tenían mucho aprecio, ni tampoco halflings. Los halflings eran salvajes, y no se encontraría nunca a un halfling en una ciudad, aunque Sorak se dijo que lo mismo se había dicho antes también con respecto a los elfos. Unos cuantos ojos se volvieron a contemplarlos cuando entraron, pero, por lo que a la mayoría se refiere, nadie los miró directamente. Cruzar miradas con alguien en un lugar así podía enseguida tomarse como un desafío. Korahna dirigió una rápida mirada hacia la barra del fondo, y luego les hizo una señal para que la siguieran mientras cruzaba la sala, avanzando con paso decidido.
Al pasar por entre las mesas, un banco cayó estrepitosamente al suelo de improviso frente a Sorak. Su ocupante se incorporó de un salto y fue a chocar contra el joven.
– ¡Embustero, pedazo de excremento! ¡Te cortaré la lengua por eso!
El elfo sentado frente a él le dirigió una mueca burlona y, poniéndose en pie al instante, se arrojó sobre el otro por encima de la mesa. Ambos se estrellaron contra Sorak, que aún seguía intentando zafarse del elfo que había chocado contra él. Los tres rodaron por el suelo hechos un revoltijo, los dos elfos chillando e insultándose el uno al otro.
De improviso Sorak sintió cómo unos dedos expertos se llevaban su bolsa y comprendió la naturaleza del juego. Mientras varios otros parroquianos separaban y sujetaban a los dos combatientes, Sorak se incorporó.
– ¡Muy bien, vosotros dos fuera! -gritó el fornido tabernero humano, saliendo de detrás de la barra con un enorme garrote de agafari en las manos-. Solucionadlo fuera.
– Un momento -intervino Sorak cuando los dos elfos dieron media vuelta para marcharse.
– ¿Y qué interés tienes tú en todo esto? -exigió el tabernero, sin dejar de empuñar el garrote.
Sorak señaló a uno de los elfos.
– Tiene algo que es mío.
– ¿Qué? -inquirió el hombre.
– Mi bolsa.
– ¡Miente! -protestó el elfo-. ¡No he tocado jamás su asquerosa bolsa… si es que llevaba una cuando entró aquí!
– Vuestra pelea no era más que una excusa para permitirte robarla -dijo Sorak.
– Será mejor que tengas cuidado con tus acusaciones, amigo -replicó el elfo con aire amenazador en tanto que su compañero, que momentos antes había parecido dispuesto a matarlo, se colocaba junto a él para respaldarlo-. Esta bolsa es mía -siguió el elfo, sacando su bolsa y agitándola. Se escuchó el tintineo de unas pocas monedas de cerámica-. Mi amigo así lo declarará, así como también la camarera, que me vio pagar de ella. ¡Fíjate, tiene mi nombre cosido!
– No me refería a esa bolsa -repuso Sorak-. Me refería a la que tienes escondida en el bolsillo de tu capa.
– Estás loco.
– ¿Eso crees? Entonces, ¿qué se supone que es esto?
Su bolsa salió volando del bolsillo secreto de la capa del ratero y se puso a flotar ante el rostro del ladrón. Por un instante, el elfo se limitó a contemplarla boquiabierto; luego, con un grito de rabia, la apartó a un lado de un manotazo y agarró su espada. Mientras se lanzaba al frente y hacía descender la espada describiendo un amplio y veloz arco, Sorak sacó veloz a Galdra de su vaina y detuvo el golpe, todo en un mismo gesto. La hoja de obsidiana del elfo se hizo añicos en una explosión de miles de diminutas astillas.
El ladrón se quedó sin habla y miró con incredulidad a Sorak cuando éste apoyó la punta de alfanje de Galdra contra su garganta.
– Mi bolsa -ordenó.
El ladrón miró a su alrededor presa del pánico, en busca de respaldo, pero se encontró con que Ryana tenía apoyada su daga en la garganta de su cómplice. En la taberna reinaba un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en ellos, y el más leve susurro se habría podido oír en toda la sala. La mirada aterrorizada del ratero regresó a la espada apoyada contra su garganta, y entonces pareció verla realmente por vez primera; observó su curiosa forma, el acero elfo del que estaba forjada, y las runas elfas grabadas en la hoja. Sus ojos se abrieron de par en par, y lanzó una exclamación; levantó la vista hacia Sorak como si hubiera visto un fantasma.
– ¡Galdra! -exclamó en voz baja. Cayó de rodillas e inclinó la cabeza-. ¡Perdonadme! ¡No sabía!
Un murmullo excitado estalló por toda la taberna.
– Levántate -ordenó Sorak.
El ladrón obedeció al instante.
– Ahora devuelve mi bolsa.
– Al momento -dijo él, precipitándose hacia ella. La recogió del lugar donde había caído y se la llevó a Sorak-. No soy más que un ladrón cobarde e indigno, mi señor. Haced conmigo lo que queráis, pero os pido con toda humildad que me perdonéis.
– Cállate -replicó Sorak-. Hablas demasiado.
– Sí, mi señor, es cierto. Perdonad.
– Sal de mi vista -indicó el elfling.
– Gracias, mi señor, gracias -respondió el elfo, realizando una profunda reverencia mientras retrocedía. Su compañero lo siguió, también entre reverencias, sin dejar de mirar a Sorak y a Ryana con aprensión. Tras salir ellos, un cierto número de parroquianos se escabulló también por la puerta.
– ¡Dientes de serpiente! -masculló el tabernero-. ¿Qué es todo eso? ¿Eres un noble?
– No -respondió Sorak-. Debe de haberme confundido con otra persona.
– No eres un noble, y sin embargo llevas una espada de excepcional valor y manufactura. Tu aspecto es el de un elfo, pero no eres un elfo. Y tienes los ojos y el pelo de un halfling. ¿Quién eres?