Ambos permanecieron unos instantes mirando el punto por el que había desaparecido, sin hablar. Por fin fue Sorak quien rompió el silencio.
– ¿Lo oíste? -preguntó.
– La voz dijo «Nibenay» -respondió Ryana, asintiendo-. ¿Crees que fue el Sabio el que habló?
– No lo sé -replicó él-. Pero se marchó hacia el este. No al sudeste, por donde discurre la ruta comercial que va a Altaruk y de allí a Gulg y luego a Nibenay, sino directamente hacia el este, en dirección a Arroyo Plateado y más allá.
– Entonces ésa parece ser la ruta que debemos seguir -dijo Ryana.
– Sí -asintió él-. Pero, según El diario del Nómada, esa dirección conduce a través de las Planicies Pedregosas. No hay senderos, ni poblados o aldeas; y, lo que es peor, no hay agua. Nada excepto un erial de rocas hasta que lleguemos a las Montañas Barrera, que debemos cruzar si hemos de llegar a Nibenay por esa ruta. El viaje será duro… y muy peligroso.
– En ese caso, cuanto antes lo iniciemos, antes lo terminaremos -anunció Ryana, recogiendo su mochila, su ballesta y su bastón-. ¿Pero qué haremos cuando lleguemos a Nibenay?
– Sé lo mismo que tú; pero, si intentamos cruzar las Planicies Pedregosas, es posible que ni siquiera lleguemos a las Montañas Barrera.
– El desierto intentó apoderarse de ti en una ocasión, y fracasó -repuso Ryana-. ¿Por qué crees que ahora lo conseguirá?
– Bueno, quizá no lo haga -sonrió él-, pero no es sensato tentar al destino. En cualquier caso no es necesario que ambos hagamos un viaje tan arriesgado. Podrías regresar a Tyr y unirte a una caravana que vaya a Nibenay siguiendo la ruta comercial que pasa por Altaruk y Gulg. Yo me reuniría contigo allí y…
– No, iremos juntos -declaró Ryana, en un tono de voz que no admitía discusión. Se colgó la ballesta a la espalda y deslizó los brazos por las correas de la mochila, luego, sujetando el bastón en la mano derecha, inició el descenso por la ladera occidental. Dio unos cuantos pasos y se detuvo para mirar por encima del hombro-. ¿Vienes?
– Tú delante, hermanita -contestó él con una mueca burlona.
1
Viajaron hacia el este, avanzando a un ritmo regular pero sin prisas. El oasis de Arroyo Plateado se encontraba a unos noventa kilómetros en línea recta a través del desierto del punto donde habían acampado en la loma. Sorak calculó que necesitarían al menos dos días para realizar el trayecto si andaban entre ocho y diez horas al día. El ritmo llevado les permitía períodos de descanso cortos y regulares, pero no nada que pudiera reducir su marcha.
Ryana sabía que Sorak habría ido más deprisa si hubiera viajado solo, ya que su ascendencia elfa y halfling hacía que estuviera más adaptado a un viaje por el desierto. Al ser villichi, la constitución de Ryana era superior a la de la mayoría de los humanos, y su preparación en el convento le había proporcionado una excelente base; pero, aun así, no podía igualar la capacidad natural de resistencia de Sorak. El sol oscuro podía minar rápidamente las fuerzas de cualquier viajero, e, incluso con el implacable calor abrasador de un verano athasiano, los elfos podían correr durante kilómetros a velocidades que podían quebrar el corazón de cualquier humano que intentara mantener su ritmo. En cuanto a los halflings, lo que les faltaba en estatura, lo compensaban en fuerza bruta y aguante. En Sorak se combinaban los mejores atributos de ambas razas.
Tal y como Ryana le había recordado, el desierto había intentado acabar con él años atrás, y había fracasado. Un niño humano abandonado en el desierto no habría tenido la menor esperanza de sobrevivir más allá de unas pocas horas, pero Sorak había sobrevivido durante días sin comida ni agua hasta que lo rescataron. No obstante, había transcurrido mucho tiempo desde entonces, y el desierto ejercía una siniestra fascinación sobre él. Siempre pensaría en las Montañas Resonantes como su hogar, pero era en el desierto donde había nacido… y había estado a punto de morir.
Mientras Ryana caminaba junto a él, Sorak permanecía silencioso, como si hubiera olvidado su presencia, aunque la joven sabía que no era así; su compañero estaba absorto en una conversación silenciosa con su tribu interior. Reconocía las señales. En tales ocasiones, Sorak parecía muy distante y preocupado, como si se encontrara a miles de kilómetros de distancia. Su expresión facial era neutra, pero al mismo tiempo transmitía una curiosa impresión de vigilancia independiente. Si ella le hubiera hablado, él habría oído o, más concretamente, la Centinela habría escuchado y desviado la atención de Sorak hacia aquel estímulo externo. De todos modos, la joven optó por mantener su silencio, para no interrumpir la conversación que no podía oír.
Desde que conocía a Sorak, que era casi de toda la vida, Ryana se preguntaba qué debía de sentir él al tener tanta gente diferente viviendo en su interior. Eran un grupo curioso y fascinante, y a algunos los conocía bastante bien, mientras que de otros apenas si sabía nada. Y existían algunos con los que nunca había entrado en contacto. Sorak le había dicho que él conocía al menos una docena de personalidades. Ryana conocía sólo nueve.
Estaba el Vagabundo, que se encontraba más a gusto cuando deambulaba por los bosques montañosos y cazaba en plena naturaleza, y que odiaba tanto la ciudad que se había manifestado en contadas ocasiones mientras Sorak estaba en Tyr. De niños, cuando Ryana y Sorak salían de excursión por los bosques de las Montañas Resonantes, era siempre el Vagabundo quien ocupaba la vanguardia de la conciencia del muchacho. Era un ser silencioso y fuerte y, por lo que ella sabía, con el único miembro de la tribu interior de Sorak con el que parecía relacionarse era con Poesía, cuya naturaleza juguetona e infantil capacidad de asombro compensaban el austero pragmatismo introspectivo del Vagabundo.
Ryana había tratado a Poesía en muchas ocasiones, pero le había gustado más cuando era niña que ahora. Mientras que Sorak y ella habían madurado, Poesía seguía siendo infantil y, cuando salía al exterior, por lo general lo hacía para maravillarse ante alguna flor silvestre o para cantar o tocar su flauta de madera, que Sorak guardaba sujeta a su mochila. El instrumento era casi tan largo como el brazo del muchacho y tallado en resistente madera azul de pagafa. Sorak no sabía tocarlo, pero Poesía parecía poseer una habilidad innata para tocar cualquier instrumento musical que cayera en sus manos. La joven no sabía qué edad podría tener Poesía, pero al parecer había «nacido» después de que Sorak llegara al convento; la muchacha suponía que no había existido antes de esa época porque Sorak había sublimado esas cualidades en su interior. Su primera infancia debía de haber sido terrible, pensaba Ryana, que no comprendía qué podía recuperar Sorak si conseguía recordarla.
Tampoco Eyron lo comprendía. Si Poesía era el niño que había en el interior de Sorak, Eyron era el adulto cínico y hastiado del mundo que siempre sopesaba las consecuencias de cualquier acción que tomaran los otros. Por cada motivo que Sorak tuviera para hacer algo, Eyron acostumbraba aparecer con dos o tres motivos para no hacerlo. La búsqueda del joven era uno de esos casos; Eyron había abogado por que Sorak siguiera ignorando su pasado. ¿Qué podía importar en realidad, había preguntado, que Sorak averiguara de qué tribu provenía? En el mejor de los casos, todo lo que averiguaría era qué tribu lo había desterrado. ¿En qué lo beneficiaría saber quiénes eran sus padres? Uno era elfo; el otro halfling. ¿Existía alguna razón acuciante para saber más? ¿Que más daba, había añadido Eyron, que Sorak no supiera jamás las circunstancias que habían conducido a su nacimiento? A lo mejor sus padres se habían conocido, enamorado y apareado, en contra de todas las creencias y convenciones de sus respectivas tribus y razas; si había sido así, era posible que a ambos los hubieran desterrado o algo peor. Por otra parte, tal vez a la madre de Sorak la habían violado durante un ataque contra su tribu, y el joven había sido el resultado: no tan sólo un hijo no deseado, sino uno que era odioso tanto a su madre como a su gente. Cualquiera que fuera la verdad, había insistido la entidad, no se ganaría nada averiguándolo. Sorak había abandonado el convento, y su vida era suya para empezar de nuevo. Podía vivir como quisiera.