– Sí, lo hicimos juntos. Perdona, hermanita. Y gracias por tu energía.
– Se te perdona. Y no hay de qué. Ahora salgamos de este maldito lugar. El farol empieza a apagarse, y no tengo ningún deseo de dar tumbos por aquí abajo en la oscuridad.
Retrocedieron por el túnel por el que habían venido y encontraron la bifurcación que el hechicero había mencionado. Doblaron por el nuevo ramal y recorrieron un corto pasadizo hasta llegar a un tramo de escaleras de piedra. Al final de los peldaños se encontraron con una pared de ladrillo.
– ¿Ahora qué? -preguntó Sorak.
– Tiene que haber una puerta en alguna parte -dijo Ryana.
Tras buscar durante unos instantes bajo el tenue resplandor parpadeante del farol, la muchacha encontró por fin una argolla de hierro insertada en la pared a su izquierda. Tiró de ella justo en el momento en que la luz del farol se extinguía por completo. La argolla no cedió al primer intento, pero en el segundo, cuando ella tiró con más fuerza, se separó ligeramente de la pared, y el muro se hizo a un lado con un chirrido. Era una puerta secreta, que giraba alrededor de una barra central que la atravesaba, y conducía a un cobertizo de madera que hacía las veces de almacén, construido contra la pared trasera de la taberna.
Abrieron con suma cautela la puerta del cobertizo y atisbaron al exterior. El camino parecía estar despejado. Salieron al callejón y aspiraron con fuerza el fresco aire nocturno.
Casi en ese mismo instante, oyeron un potente sonido de pisadas, pisadas mucho más fuertes que las de los humanos, y se pegaron contra el muro justo en el momento en que una patrulla de semigigantes pasaba en tropel ante la entrada del callejón. Sostenían enormes garrotes de combate de madera de agafari, y doblaron la esquina a grandes zancadas en dirección a la entrada de La Espada Elfa.
– El hechicero tenía razón -dijo Sorak-. Sin duda vienen por nosotros.
– Entonces nos convendría mucho ir a otro sitio -repuso Ryana-, y a toda prisa.
Corrieron a la entrada del callejón y atisbaron con cautela desde las sombras. La calle parecía vacía. Pero, en cuanto salieron de la calleja y se pusieron rápidamente en marcha de vuelta al centro de la ciudad, alguien gritó a su espalda:
– ¡Ahí van! ¡Mirad! ¡Ahí están! ¡Ahí!
Echaron una ojeada por encima del hombro y vieron a alguien de pie en la puerta de la taberna, señalando en su dirección. Casi al instante, varios semigigantes pasaron a la carrera por su lado, y se lanzaron a la calle.
– ¿Por qué estos buenos ciudadanos de Nibenay no se ocuparán de sus propios malditos asuntos, como hacen en Tyr? -masculló Sorak entre dientes, mientras daban media vuelta y echaban a correr. Detrás de ellos, los semigigantes los persiguieron con tremendo estrépito. No podían correr tan deprisa, pero sus enormes zancadas cubrían mucho más terreno.
– ¡Por aquí, deprisa! -indicó Sorak al tiempo que se introducían en un callejón oscuro. Corrieron hasta el otro extremo y salieron a una calle lateral, pero oyeron cómo los vociferantes semigigantes continuaban su persecución… cada vez más cerca. Por el estruendo, parecía como si a Sorak y Ryana los persiguiese una manada de pesados mekillots.
– ¡No podemos dejarlos atrás! -dijo Ryana-. ¡Pueden recorrer más terreno con una zancada que nosotros con tres, y conocen la ciudad, mientras que nosotros nos hemos perdido ya!
– Entonces tendremos que ver qué podemos hacer para que desistan de su persecución -replicó Sorak-. ¡Entremos aquí!
Se introdujeron en el portal de un edificio y se pegaron a las puertas mientras los semigigantes se abalanzaban hacia ellos. Ryana introdujo una saeta en su ballesta. Los semigigantes pasaron corriendo junto a su escondite, y la muchacha alzó la ballesta y apuntó.
De improviso, los enormes guardas se detuvieron.
– ¡No han venido por aquí! -chilló uno de ellos-. ¡Deben de haber vuelto sobre sus pasos!
Ryana disparó. La saeta silbó por el aire y alcanzó a uno de los semigigantes en la zona posterior del cuello, en la base del cráneo. Con un rugido, la criatura levantó las manos hacia la flecha y cayó al suelo con un fuerte estrépito. Ryana alzaba ya la ballesta para un segundo disparo cuando los semigigantes se volvieron hacia ellos. El segundo disparo dio en el blanco y, alcanzando a uno entre los ojos, lo derribó en el acto.
Varios de sus compañeros tropezaron con él cuando se desplomó, y todos se dieron de bruces contra el suelo en una maraña de cuerpos.
– ¡Ahora! -chilló Sorak, y echaron a correr otra vez, para regresar por donde habían venido.
Dos de los semigigantes que los perseguían estaban muertos, pero aún quedaba una decena de ellos, y estaban totalmente encolerizados. Empezaron a aparecer luces en las ventanas situadas sobre sus cabezas a medida que los ciudadanos sacaban velas y faroles para ver a qué se debía todo aquel escándalo; y, mientras Sorak y Ryana corrían de sinuosa calleja en sinuosa calleja, algunos de estos ciudadanos tuvieron la amabilidad de indicar desde sus ventanas a la guardia de semigigantes la dirección en que huían.
– ¿Sabes adónde nos dirigimos? -preguntó Ryana, respirando con dificultad mientras corrían.
– No. ¿Y tú?
– Hemos subido y bajado tantas calles, que he perdido el rumbo.
– Sin duda nos estamos dirigiendo a algún lugar -repuso Sorak.
Doblaron una esquina y se encontraron en una callejuela que les resultó familiar. Y entonces, al cabo de un instante, comprendieron por qué. Casi justo al otro lado de la calle frente a ellos se encontraba la entrada de La Espada Elfa.
– ¡Oh, maldición! -exclamó Ryana-. ¡Hemos regresado al mismo lugar del que salimos!
– Bueno, míralo por el lado bueno. Al menos ahora sabemos dónde estamos -repuso Sorak.
Oyeron cómo los semigigantes se acercaban por detrás.
– Por aquí -indicó Sorak, señalando el camino por el que Korahna los había conducido a la taberna. Pero no llevaban recorrida ni media calle cuando vieron a otra tropa de semigigantes que doblaba la esquina, conducidos por una de las templarias del Rey Espectro.
– ¡Esos dos! -chilló la mujer frenando en seco en medio de la calle-. ¡Detenedlos!
Dieron la vuelta para correr en dirección contraria, pero, antes de poder dar tres pasos, vieron a sus perseguidores originales que doblaban la esquina con gran estruendo: les habían cortado la retirada.
– ¡Estamos atrapados! -dijo Ryana, mirando en una y otra dirección.
– Ya empezaba a cansarme de correr -replicó Sorak, desenvainando a Galdra.
Ryana disparó otra saeta, que derribó en seco a uno de los semigigantes, y luego se echó rápidamente la ballesta a la espalda y sacó su propia espada. Tomaron posiciones en el centro de la calle, espalda con espalda, cada uno empuñando una espada en una mano y una daga en la otra.
Los semigigantes atacaron desde ambos lados, rugiendo mientras cargaban. El primero que llegó hasta Sorak levantó su garrote de agafari y lo dejó caer con violencia. El joven detuvo el golpe con Galdra, y el garrote de combate se partió en dos mitades; luego lanzo una estocada, y el semigigante se echó atrás, pero no con rapidez suficiente. Galdra le abrió el vientre de lado a lado, y, mientras la criatura aullaba, sus tripas cayeron desordenadamente al suelo.
Al mismo tiempo, Ryana se dispuso a enfrentarse a sus atacantes. Los dos que llegaron junto a ella primero se sentían muy seguros de sí mismos al tener ante ellos a una mujer, pero pronto descubrieron que la sacerdotisa villichi no era una mujer corriente. La espada de la joven centelleó con cegadora rapidez al mismo tiempo que ellos levantaban sus garrotes, y, antes de que pudieran descargarlos, los dos semigigantes cayeron, chorreando sangre por las heridas mortales que acababan de recibir. Pero otros seguían viniendo.
En el mismo instante en que otros semigigantes llegaban junto a Sorak, éste se sintió de improviso girando sobre sí mismo, como si cayera. La conciencia retrocedió, y la Sombra se lanzó a la acción como un viento helado llegado de las profundidades. Los semigigantes se quedaron estupefactos ante la fuerza irresistible que de improviso caía sobre ellos, blandiendo la espada como si ésta tuviera vida propia. La visión de este nuevo antagonista resultaba tan aterradora como su arma, pues aquellos cuyos ojos se cruzaban con los suyos sentían una gelidez que los helaba hasta el tuétano.