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Otros tres semigigantes cayeron en otros tantos segundos, y Galdra chorreaba sangre mientras su hoja centelleaba en el aire en busca de nuevas víctimas. Con una mano la Sombra blandió a Galdra y rebanó la cintura de un semigigante, mientras con la otra detenía un garrote que descendía en dirección a su cabeza. El semigigante lo miró, los ojos desorbitados por el asombro de que alguien mucho más pequeño en tamaño pudiera detener su golpe con tanta facilidad. No tuvo tiempo para más reacciones: la Sombra le lanzó una patada y le aplastó la rótula al tiempo que detenía el golpe que intentaba asestarle otro semigigante. Un nuevo garrote quedó partido en dos como si no fuera más que una ramita seca, y, en un segundo, otros dos semigigantes yacían muertos en medio de la calle.

Entretanto, Ryana recurría a su velocidad y habilidad para evitar los golpes que le dirigían; moviéndose como una mortífera danzarina, se retorcía y giraba, esquivando ataques y precipitándose como una flecha entre los semigigantes que intentaban rodearla. Se movía entre ellos como un moscardón zumbando entre animales, asestando dolorosos picotazos a cada pasada. Un semigigante se desplomó en el suelo, aullando de dolor con los tendones cortados; otro la vio justo ante él y levantó el garrote para descubrir entonces que ella ya no estaba allí y que de repente un chorro de sangre manaba de una enorme abertura en su pecho. La joven había atacado con tanta rapidez que la criatura ni siquiera vio penetrar la hoja; cayó, sobre uno de sus camaradas, y Ryana despachó también a éste aprovechando su traspié.

El espacio en que se libraba el combate era tan reducido que los semigigantes chocaban unos con otros en sus intentos por alcanzar a sus oponentes, quienes por su parte se movían entre ellos a una velocidad pasmosa. Un semigigante golpeó a ciegas con su garrote de guerra, con la esperanza de acertar, pero en su lugar alcanzó de lleno en las costillas a un compañero, y éste, enloquecido de dolor y furioso, aplastó el cráneo de su camarada con su garrote. Y entonces también él cayó cuando Ryana le hundió la espada en el costado.

La templaria contemplaba la escena desde el otro extremo de la calle, atónita al ver cómo los semigigantes caían uno tras otro ante el violento ataque. Era imposible, se decía. ¿Quiénes eran aquellas personas? Sólo quedaba un puñado de guardas ahora y, cuando iniciaron el ataque, tuvieron el mismo éxito que sus predecesores. Por encima del estrépito de la batalla y de los rugidos furiosos de los guardas, se elevaba otro sonido procedente de la refriega, un sonido que provocaba escalofríos en la templaria que observaba.

Era el sonido de la Sombra aullando en demanda de sangre. Era un grito bestial, aterrador e inhumano. Otros dos semigigantes cayeron, y luego otro, y otro, y la Sombra se quedó sin adversarios que se le enfrentaran.

Se dio la vuelta, entonces, y corrió a ayudar a Ryana con los que quedaban. Entre los dos, tres semigigantes más perecieron en un abrir y cerrar de ojos; y ya sólo quedaban cuatro. Si hubieran sido guardas humanos se habrían dado por vencidos y habrían huido, pero los semigigantes eran demasiado estúpidos para eso. Motivados únicamente por la rabia, descargaban los garrotes contra el suelo cada vez que erraban el golpe, y se recuperaban con demasiada lentitud. No obstante su gran tamaño, no podían competir con unos adversarios que eran mucho más veloces. Al poco rato, todos los semigigantes se desangraban en medio de la calle, cubierta ahora con los cuerpos de dos escuadras completas.

Tan estupefacta estaba la templaria ante lo que contemplaba que se había limitado a observar, paralizada allí donde estaba. Pero, cuando el elfling se volvió hacia donde estaba y clavó en ella su mirada, la mujer se puso en acción al instante. Los separaban al menos cuarenta metros, y, no obstante la ferocidad como luchador del elfling, la templaria sabía que no podría alcanzarla antes de que ella hubiera lanzado un conjuro. Mientras levantaba los brazos para prepararse, vio cómo el elfling levantaba la espada pero no se movía en dirección a ella; se detuvo por un instante, y sonrió ante lo que imaginó era un último gesto desafiante, y entonces se quedó boquiabierta por el asombro cuando él le arrojó el arma.

Lanzó una carcajada ante la patética intentona, segura de que de ningún modo podría alcanzarla; pero la risa se le heló en la garganta cuando la mortífera espada fue hacia ella a toda velocidad, girando sobre sí misma en un abierto desafío a la gravedad mientras se abalanzaba hacia ella. Recorrió veinte metros, luego veinticinco, luego treinta…

– No -musitó, contemplando horrorizada cómo su fin se aproximaba a toda velocidad. Dio media vuelta para huir, pero Galdra la partió en dos antes de que hubiera dado tres pasos. De haber estado aún viva para presenciarlo, se habría sentido aún más estupefacta al ver cómo la espada describía un elegante semicírculo en el aire y regresaba a la mano tendida de su propietario.

Sorak se encontró de pie en medio de la calle rodeado por los cadáveres de los semigigantes. La Sombra se replegó, y Sorak miró rápidamente a su alrededor y comprobó que Ryana estaba justo detrás de él, respirando con dificultad mientras sostenía la ensangrentada espada. La muchacha lo miró y le dedicó una débil sonrisa, luchando por recobrar el aliento, y entonces su sonrisa se desvaneció y Sorak vio que miraba fijamente a un punto situado detrás de él.

– Sorak… -murmuró Ryana, mirándolo con expresión resignada.

– Parece que no hemos terminado -dijo él, que sentía los efectos del esfuerzo realizado por la Sombra.

– Me temo que sí -repuso ella, sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué diría Tamura si te oyera hablar así? -le recriminó Sorak, con la esperanza de darle nuevos ánimos al invocar el nombre de su antigua profesora, que tan a menudo los había obligado a ir más allá de todos los límites de resistencia conocidos.

– Sólo desearía que estuviera ella aquí ahora -replicó Ryana-. No me quedan fuerzas.

– Permanece cerca de mí -aconsejó él, preguntándose si tendría tiempo de convocar a Kether. Pero los semigigantes atacaban ya por ambos lados.

– Siempre lo estoy -dijo ella, mientras levantaba la espada y se volvía para enfrentarse a su destino.

Permanecieron inmóviles, hombro con hombro, dispuestos a perecer luchando. Pero, justo cuando los semigigantes convergían sobre ellos, la oscuridad de la calle se vio de repente iluminada por una luz brillante al tiempo que varias bolas de fuego estallaban a su alrededor. Una explotó justo en medio de un escuadrón de semigigantes que se aproximaba e hizo salir a muchos huyendo en busca de refugio, mientras que otros cayeron al suelo envueltos en llamas, y rodaron frenéticamente entre rugidos para apagar el fuego. El escuadrón que se acercaba desde la dirección opuesta se vio igualmente bombardeado por bolas de fuego que, tras describir un arco en el aire, iban a caer sobre ellos y estallaban en llamaradas nada más tocar el suelo.

– ¿Qué es lo que sucede? -preguntó Ryana, contemplando cómo las bolas de fuego caían sobre sus perseguidores.

– ¡La Alianza! -gritó Sorak.

Las blancas figuras encapuchadas de los hechiceros protectores eran visibles sobre varios de los tejados circundantes mientras se dedicaban a arrojar fuego mágico contra la guardia de la ciudad.

– ¡Sorak, Ryana! ¡Por aquí! -chilló Korahna. La joven estaba en la entrada de un edificio a su derecha, haciendo señas para que la siguieran-. ¡Deprisa! ¡Corred!